Lo que Gloria no sabía es que ella había estado bajo mis focos durante esa terrible mañana que pasamos juntas. La observé con el rabillo del ojo. Ella era la persona que podía acompañarme. Era templada, tenía sangre fría, no se acogotaba ni por la presión ni por los problemas. Vi su reacción cuando nos iban dando más y más malas noticias. Me di cuenta de que podía apoyarme en ella. No resisto los dramas, no solucionan nada. Me gusta la gente entera, luchadora, que encara los problemas sin arrugarse. Yo necesitaba gente así a mi lado. Lo último que necesitaba era gente emocional: necesitaba personas racionales, acostumbradas a solucionar problemas y afrontarlos de cara por duros que fueran.
Nuevos problemas a solucionar
Salí de nuevo de la clínica y me fui en dirección a casa. Aparqué el coche en la calle, cerca de la casa de mi hijo Xavi, y me puse a pensar: «Maruja, lo de los médicos está encarrilado. Ya sabes el diagnóstico. Habla ahora a tus hijos»... No lo había hecho antes por no preocuparles. Quería tener ya datos más concretos y posibles soluciones, las que fueran. Tengo tres chicos, y desde hace quince años soy yo quien voy tirando del carro, y aunque me ayudan, y mucho, me gusta ejercer mi papel de madre. Llamé por teléfono a Ignacio: «Tengo una mala noticia. Tengo cáncer de riñón. Me han hecho pruebas, salgo del oncólogo»... Tras la sorpresa, se enfadaban: «¡Mamá!, ¿por qué no nos lo has dicho y te hubiéramos acompañado nosotros?», y les contestaba que porque había estado acompañada en todo momento por mi hermana, y porque, en esos momentos, ella era quién más me podía ayudar.
Estos dos hijos míos son licenciados en Dirección de Empresas. Xavi se dedica al mundo financiero: acaba de montar una empresa sobre gestión de patrimonios. Ignacio trabaja en un banco. Los dos están casados, sin hijos de momento. Son todos treintañeros y muy buenos chicos. A estas alturas de la vida, lo único que me interesa de la gente es su calidad humana.
Vinieron corriendo a donde yo estaba. Se empeñaron en acompañarme a última hora y asentí, pero les dije que en la visita con los médicos estaríamos tan solo Gloria y yo. Mis hijos han dado y dan la talla, ya lo creo, pero al fin y al cabo soy su madre. Quería protegerles y evitar que oyeran lo que me iban a decir. Una cosa es oírlo de mis labios, o de los de su tía, y otra directamente del médico. Bastante han sufrido ya. Quería ahorrarles todo el sufrimiento que pudiera y mitigárselo como fuera. Ya vale de sufrir. Pero reconocí que si no les dejaba actuar les estaba negando un derecho fundamental, así que les dejé que vinieran a la clínica.
No llamé a Joan, mi hijo mayor, porque está en Bélgica, en el Hospital Universitario de Bruselas, y no lo hubiera localizado a esa hora. Está haciendo un fellowship con un cirujano maxilofacial muy prestigioso. Hacía tan solo una semana que se había mudado allí, y estaba agobiado. Pensé que por la noche lo encontraría y podría darle noticias más concretas. Recibir malas noticias estando lejos y siendo médico es un mal trago. Joan tiene dos carreras, es cirujano maxilofacial y dentista, y acaba de empezar el doctorado. No hace falta decir que tiene una inteligencia y una memoria brillantes.
«¿Y qué vas a hacer después de operada?», me preguntaron Xavi e Ignacio. Vi cómo se ponían en marcha, uno quería venir a vivir a casa, el otro que me fuera a la suya... «No», les dije. «Os lo agradezco, pero es mejor que me vaya a vivir esta temporada a casa de la abuela. Ella todavía no sabe nada de todo esto, ni de mi intención de ir a su casa. Se lo diré mañana en cuanto lo tenga todo resuelto...». Y asintieron. Mi madre tiene 87 años. Tiene dos stents en el corazón y toma Sintróm, un medicamento anticoagulante. Además, tiene una artrosis que le fastidia las rodillas y le impide andar ligera. Pero está bien. Es templada, fuerte, sonriente y siempre animosa. Cuidó ocho años de forma primorosa a mi padre con un Alzheimer del que murió. Yo sabía que no tenía más que insinuar a mi madre que me cuidara para que se volcara en mí. Por suerte, además, la intendencia en su casa funciona como un reloj. Tiene una buenísima asistenta que la atiende la mayor parte del día, y acababa de montar un cuarto con cama de enfermo para su hermana, mi tía Nuri, que al final no ocupó, porque falleció el invierno pasado. Y yo pensé: «Maruja, ya tienes habitación».
Volví a la clínica a última hora de la tarde. Me recibieron los dos médicos juntos. Y yo seguía pensando: «Maruja, cómo debes de estar para que te reciban dos figuras juntas y el mismo día...». Salieron de la consulta los dos, con todas las pruebas, para deliberar: «Esperaos aquí, volvemos en seguida», nos dijeron a Gloria y a mí. Regresaron a los pocos minutos. El Dr. Alcaraz, cirujano especialista en Urología del Hospital Clínico de Barcelona, tomó la iniciativa: «Tenemos muy clara la estrategia. Clarísima. Hay que operar ya». Se dirigió a mi hermana: «Habrá que preguntar cuándo hay quirófano en la Teknon»... Y ella contestó: «Ya lo he hecho. Este lunes o el martes». Y dice Alcaraz: «El lunes a las tres». Y yo seguía pensando: «Maruja, ¡cómo estás!...». Pero su decisión y su iniciativa me tranquilizaron. Vi que estaba en las mejores manos. Providencial de nuevo. Pregunté cuál era el pronóstico. No era bueno, la supervivencia era muy baja, así que podía enfrentarme a la muerte en un período más o menos breve.
Decidieron hacerme al día siguiente un PET y las pruebas preoperatorias. Estaban bien: el cáncer no había llegado a los huesos. Debo decir que mi hermana es la directora de la unidad de Medicina Nuclear de la Teknon, una chica risueña y amable, con mucho carácter, médico vocacional y la salvación de la familia en cuanto alguien estornuda. Pero ese día batió su propio récord: en 24 horas yo estaba diagnosticada, me habían visitado dos médicos de campanillas, tenía el preoperatorio hecho y me operaban después del fin de semana.
Mis hijos se ocuparon de todos los trámites y papeleos: llamaron al IESE, al agente de seguros... Todo en orden. Los chicos son de mucha ayuda. Yo, que siempre he tirado sola del carro, vi que tenía hombres a mi alrededor. Y eso me relajó, porque la presión era extrema.
El viernes a media mañana, solo 24 horas después de toda la movida, aparecí en casa de mi madre. «¿Qué haces aquí?», me preguntó, «¿No trabajas hoy?». Le contesté lo que había pasado. No hubo lloros, ni lamentos, ni nada. Le expuse hechos y soluciones. No oculté la gravedad. Le expliqué que yo estaba preparada para lo que fuera, que no sufriera, porque sabía el significado de la vida, que tenía un límite, pero que la gracia estaba en que la vida continuaba después y en otra dimensión infinitamente mejor. Mi madre es una mujer muy entera, de una generación muy fuerte, de enraizadas convicciones religiosas, y totalmente dedicada a la familia, a sus seis hijos, yerno, nueras y trece nietos. Me entendió al instante. Le pedí si podía quedarme en su casa: «Solo faltaría. Mi casa es tu casa. Aquí te cuidaremos bien. Incluso tienes la habitación preparada...». «Además —seguía mi madre—, me va mejor que estés aquí que en tu casa. Aquí puedo ver cómo estás y qué necesitas, mientras que si estuvieras en la tuya debería coger el autobús...».
Mi nuevo dormitorio
Fui a ver la habitación. Me chocó, porque me di cuenta entonces de muchos detalles en los que antes no había reparado. Por ejemplo, en la colcha. La hizo mi suegra hace años para el apartamento que teníamos en Llívia. La bajaron mi hijo Ignacio y Fara, su mujer, hace poco de Bolvir. Se la pedí para la cama de la tía Nuri, que resultó ser la mía. Y se me había olvidado. Ahora, la colcha hecha durante tanto tiempo por mi suegra, me cubriría a mí. Y me encantó.
Cogí el coche, me fui a casa y me tumbé. El riñón empezó a sangrar cada vez más, lo mismo que el sábado. Yo pensaba: «Esto es por los meneos que te han dado. Ya estás diagnosticada y te operan el lunes, así que tranquila...». Era como una carrera de obstáculos: visualizábamos uno, nos preparábamos para saltarlo y lo saltábamos. Todo hiper-rápido, pero lo lográbamos. Las cosas se iban encarrilando. Esa noche volví a dormir bien, y he seguido haciéndolo todos los días antes, durante y después de la clínica. Y sigo haciéndolo desde entonces como un lirón.
El sábado por la mañana, el teléfono sonaba sin parar. Lo tenía silenciado y contestaba las llamadas cuando podía. Fui a confesar, como cada sábado, y le conté al sacerdote lo que me pasaba. Él es mi confesor desde hace más de diez años y me conoce bien. «No te preocupes», me decía. «Nuestro tiempo es de Dios. Nuestra vida es un regalo. Él te quiere profundamente y estás en sus manos. Él