Maximina. Armando Palacio Valdes. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Armando Palacio Valdes
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 4057664115614
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pena de confiscación de bienes. El ministro sostenía que esta prohibición no era absoluta y que en el artículo se indicaban las causas por las que un ciudadano podía ser privado de sus bienes. El personaje de la oposición gritaba como un energúmeno que sí lo era tal, que no había tales causas ni tales carneros. Ambos estaban rojos y á punto de encolerizarse de veras. Por último, el ministro preguntó con energía:

      —Pero vamos á ver, Sr. M***, ¿ha leído usted la Constitución del 45?

      —No, señor, no la he leído, ni ganas—gritó el señor M*** furioso.—¿La ha leído usted?

      —Aunque no la he leído—repuso el ministro con firmeza,—sé que en el título primero se señalan las causas para la confiscación... Y si no, aquí está el señor R***, que ha sido ministro en aquella época y nos lo puede decir.

      El señor R***, que era un anciano completamente rasurado, al oir la interpelación y al observar que todos los ojos se volvían hacia él, sonrió entre malicioso y avergonzado, y dijo:

      —El caso es, amigo mío, que yo tampoco me acuerdo de haberla leído toda.

      En un principio estas discusiones y el conocimiento cada vez más amplio de la maquinaria política, le cautivaron. Mas á la postre, después de haber tenido el honor de conocer de vista y aun saludar á casi todos los próceres del reino y de haber aprendido de sus labios no pocos secretos para la gobernación de los pueblos, tuvo el sentimiento de comprender que empezaba á aburrirse. La mayoría de las tardes prefería coger un libro de Shakspeare, de Goëte, de Hegel, de Spinoza y sentarse á leer al lado de su esposa, mientras ésta cosía ó bordaba, á pasear por los corredores del Congreso y escuchar las disertaciones del Sr. Tarabilla y de otros notables varones. Y digo que lo averiguó con sentimiento, porque una voz interior le advirtió en seguida que no era éste el camino para llegar á la fortuna y la celebridad, sino el que gloriosamente iba recorriendo paso tras paso el Sr. Tarabilla. Pero siendo lo mejor, se empeñaba, sin embargo, en seguir lo peor, porque la humanidad es flaca y las pasiones la arrastran á menudo á la perdición. Hasta las tardes en que se dignaba visitar el Congreso, en vez de juntarse á los grupos, abrazar á los diputados, adular á los ministros y emitir su opinión en cuantas cuestiones se suscitasen, dejándose arrastrar de la melancolía (quizá de la nostalgia de su esposa, su butaca y su Shakspeare), se iba á sentar solitario en cualquier diván, y allí pensaba ó dormitaba, forjándose la ilusión de que estaba cumpliendo con su deber. Miraba con ojos distraídos desfilar el enjambre de diputados, periodistas y aficionados que los secundan, sin que su actividad febril, su agitación y su anhelo despertasen en nuestro perezoso el noble deseo de trabaja r por el país y contribuir de algún modo á su felicidad. Á veces, no sabiendo ya en qué pensar, se entretenía en buscar parecidos entre las personas que veía y otras que había conocido antes. Llamóle particularmente la atención un diputado, director de Aduanas, que se parecía como un huevo á otro á cierto pescador de Rodillero á quien apodaban Talín. Le había conocido con motivo bien triste: se le había muerto un hijo de sarampión y no tenía una peseta en su casa para enterrarle. El pobre tuvo que llevarle en brazos al cementerio y abrir él mismo la fosa. Pocos meses después pereció Talín en una célebre galerna descrita ya en las novelas. ¡Pero cómo se parecía aquel señor diputado á Talín! Había otro cuyo rostro, cuajado de costurones y cicatrices, sin cejas ni pestañas, perdidas en una enfermedad secreta, que le obligaba á ir todos los años á Archena, semejaba notablemente al de un pobre minero que había conocido en Langreo. Trabajaba éste en las chimeneas de las minas, pasando todo el día metido en un tubo estrecho que él mismo iba abriendo con trabajo. Un día se inflamó el gas y le quemó el rostro y las manos horriblemente. Después tuvo que pedir limosna.

      Cuando estas imaginaciones le fatigaban, llamaba á Merelo y García y le hacía sentarse á su lado recreándose en oirle referir, con la vehemencia que le caracterizaba, todas las menudencias de bastidores (si no es irreverencia comparar los pasillos del Congreso á los bastidores de un teatro). Era Merelo entonces el fénix de los noticieros de Madrid y la envidia de los demás propietarios de periódicos, que más de una vez habían tratado de arrebatárselo al conde de Ríos, ofreciéndole el oro y el moro. Pero Merelo, con una lealtad nunca bastante loada, y eso que él no cesaba de loarla, se había mantenido firme, rechazando todas las proposiciones que se le hicieron. Ninguno como él para recorrer en un instante una docena de grupos, averiguar lo que hablaban, de lo que habían hablado y de lo que iban á hablar, deslizarse entre las piernas de los diputados y sorprender los secretos más íntimos y arcanos de la política, moler á preguntas á los embajadores, atreverse con los ministros, martirizar á los empleados y sacar á cada cual lo que tenía en el cuerpo, unas veces con suavidad, otras casi á viva fuerza. Realmente Merelo y García fué en España el Bautista de esa pléyade de jóvenes noticieros que actualmente tanto ilustran nuestra prensa. El fué quien trazó los primeros lineamientos de las conferencias, en forma de preguntas y respuestas, que después se han generalizado tanto. No obstante, en tiempo de Merelo aún estaban en mantillas, y los embajadores chinos ó marroquíes no contestaban de un modo tan preciso y categórico como ahora á los reporters cuando les preguntan verbigracia:—¿Cuántas horas han tardado ustedes en el viaje?—¿Ha podido usted conciliar el sueño?—¿Se ha bajado usted alguna vez al retrete? etc., etc.

      Era nuestro Merelo más conocido que la ruda en todos los centros oficiales y más temido que el cólera morbo. Cuando se le metía en el caletre averiguar cualquier cosa, no le arredraban ni las malas caras ni las contestaciones groseras. Estaba á prueba de desaires. Se contaba que al salir de una importantísima conferencia diplomática el ministro de Estado, Merelo le abocó preguntándole con la mayor frescura:

      —¿Qué tal, Sr. F***, se arregla ó no se arregla lo del tratado?

      El ministro le mira con curiosidad y le pregunta:

      —¿De qué periódico es usted redactor?

      —De La Independencia—manifiesta Merelo muy risueño.

      —Bien se conoce, por la poca vergüenza que usted tiene—repone el ministro fríamente, girando sobre los talones.

      El general conde de Ríos contaba á sus tertulios con lágrimas de entusiasmo un famoso testimonio que de sus especialísimas dotes había dado Merelo en cierta ocasión. Hallábase éste como siempre á perro puesto en una de las puertas del salón de conferencias, olfateando hacía rato alguna noticia, cuando acertó á ver que un portero entregaba al presidente del Consejo de ministros un telegrama. Abriólo éste, lo leyó con atención, y frunciendo la frente, lo arrugó después entre las manos y se salió á paso lento hacia los pasillos. Merelo toma vientos y le sigue con las orejas tiesas, la mirada ansiosa, las narices abiertas. El presidente se mete en los retretes. Merelo le espera inmóvil. El presidente sale. Entonces se opera en el cerebro de Merelo una de esas revoluciones súbitas y terribles. Vacila algún momento en seguirle; pero en aquel punto le acomete una famosa inspiración que ha hecho raya en los fastos del noticierismo. En vez de seguir la presa, se introduce como un relámpago en los retretes, mira, busca, rebusca... En el fondo de la vasija de un urinario hay un papelito azul arrugado. Merelo no vacila y se apodera de él.

      Aquella noche insertaba La Independencia el siguiente suelto: «Parece que encuentra dificultades en Roma la preconización del obispo electo de Málaga Sr. N***, primo hermano del presidente del Consejo de ministros». Leyó éste la noticia en la cama y quedó altamente sorprendido, según confesó después á sus amigos, pues la especie de que el Papa se oponía á la preconización de su primo se la había trasmitido el embajador por telégrafo. Dando vueltas á la imaginación, recordó que aquella tarde, después de leer el telegrama, una sombra le seguía por los pasillos del Congreso, y le aguardaba á su salida del retrete. El presidente adivinó de pronto y soltó una gran carcajada.—«¡Vaya, buen provecho!»—dijo apagando la luz.