Armando Palacio Valdés
Maximina
Publicado por Good Press, 2019
EAN 4057664115614
Índice
I
LEGÓ á Pasajes Miguel, un viernes por la tarde. Al apearse del tren halló el esquife de Úrsula amarrado á la orilla.
—Felices tardes, D. Miguel—le dijo la batelera, expresando en su rostro, cada vez más encendido por el alcohol, una alegría sincera.—Ya me pensaba que no le vería más...
—¿Pues?
—¡Qué sé yo!... eso de casarse lo entienden tan mal los hombres... Pues mire usted, señorito, aquí en el pueblo todos se han alegrado mucho al saber la noticia... Sólo algunas envidiosas no querían creerlo... ¡Jesucristo lo que voy á hacerlas rabiar esta noche! Voy á recorrer el pueblo diciendo que yo misma le he llevado á casa de D. Valentín.
—Déjate de hacer rabiar á nadie—repuso el joven riendo—y aprieta un poco más á los remos.
—¿Tiene gana de ver á Maximina?
—¡Vaya!
Era la hora del oscurecer. Las sombras amontonadas en el fondo de la bahía subían ya á lo alto de las montañas. En los pocos buques anclados la tripulación se ocupaba en la carga y descarga, y sus gritos y el chirrido de las maquinillas era lo único que turbaba la paz de aquel recinto. Allá enfrente comenzaban á verse algunas luces dentro de las casas. Miguel no apartaba los ojos de una que fulguraba débilmente en la morada del ex capitán del Rápido. Sentía un anhelo grato y deleitable que estremecía de vez en cuando sus labios y hacía perder el compás á su corazón. Pero en el balcón de madera, donde tantas veces se había reclinado para contemplar la salida y entrada de los buques, nadie parecía ahora. Su rostro contraído denunciaba el afán que le embargaba. Úrsula sonreía mirándole fijamente sin que él lo advirtiese.
Saltó en tierra, despidióse de aquella, subió la desigual escalera de piedra y se internó por la única y tortuosa calle del pueblo. Al llegar á la plazoleta de marras percibió en el balcón de la casa de su novia una figura que desapareció rápidamente. El joven sonrió de placer y á paso rápido se introdujo en el portal. Sin mirar siquiera al estanquillo, llamó á la puerta con los nudillos.
—¿Quién?—dijo de adentro en seguida una voz dulce y pastosa que sonó en su corazón como música celeste.
—Servidor.
Tiraron del cordel, empujó la puerta y vió en el primer descanso de la escalera á la misma Maximina con una bujía en la mano. Vestía un traje de cuadros blancos y negros y llevaba el peinado en trenza como siempre. Estaba un poco más pálida, y como testimonio de sus recientes inquietudes dibujábanse en torno de sus ojos garzos dos círculos levemente azulados. Presentóse sonriente y ruborizada á la vista de Miguel, quien de dos brincos salvó la distancia que le separaba de ella, y cogiéndole la cara le aplicó una razonable cantidad de besos, no sin que la niña protestase haciendo esfuerzos por separarse.
—¡Eso lo veo yo!—dijo una voz desde arriba. Era la de D.ª Rosalía.
Á pesar del tono jocoso que había usado, Maximina se asustó tanto que dejó caer la bujía y quedaron enteramente á oscuras. D.ª Rosalía, sofocada de risa, vino con una lámpara; pero ya su sobrina había desaparecido.
—¿Ha visto usted qué criatura?... Se va á casar mañana, y se espanta lo mismo que si le conociese de ayer... De seguro que ya está cerrada en su cuarto... Le va á costar á usted trabajo hacerla salir.