—Hasta mañana.
Y salió otra vez corriendo, con la sonrisa en los labios, para ocultar la vergüenza que también ella sentía.
—Vaya, niños—dijo la brigadiera levantándose con decisión,—podéis retiraros, que todos necesitamos descanso... Isabel, encienda usted luz en el cuarto de los señoritos.
Maximina, ruborizada, desfallecida casi de vergüenza, fué á besarla. Miguel, disfrazando con una sonrisa de hombre de mundo la inquietud verdadera que sentía, hizo lo mismo.
III
UNQUE no había hablado de ello, Miguel tenía resuelto vivir en casa aparte; pero que fuese vecina á la de su madrastra. Cuando Julita supo esta decisión, experimentó grave disgusto y quiso indignarse contra su hermano. No tardó, sin embargo, en comprender que obraba cuerdamente. La brigadiera trataba á Maximina con toda la amabilidad de que era susceptible. Aquélla la abrumaba con atenciones y caricias; y á pesar de todo, no era posible vencer su timidez. No se la oía pedir nada de lo que la hiciese falta, lo cual hacía presumir que muchas veces se quedaba sin ello. En la mesa, cuando deseaba alguna cosa, lo más que se autorizaba era hacer disimuladamente una seña á Miguel para que se la diese. Jamás ordenaba cosa alguna á los criados de la casa. Sólo con su doncella Juana se entendía para los mil menesteres de la vida. Miguel, con esto, andaba un poco inquieto, porque bien se le alcanzaba, á pesar del rostro alegre de su esposa, que no debía de estar muy á su gusto en la casa; y aun la había reprendido suavemente por su falta de confianza. Un día, á los pocos de haber llegado, viniendo de la calle y disponiéndose á entrar en su cuarto, Juana le llamó aparte con mucho misterio y le dijo:
—Señorito, voy á decirle una cosa para que la sepa... La señorita tenía costumbre de merendar allá en su casa... Aquí se conoce que no se atreve á pedirlo... Hoy me ha mandado comprarle unas galletas... Mire usted, aquí las tengo.
—¡Ay, probrecita mía!—exclamó Miguel con emoción.—¡Pero qué tonta!
—No vaya por Dios á decírselo, porque entonces ya no vuelve á tener confianza conmigo.
—Pierde cuidado.
Y se entró en el cuarto de su esposa diciendo:
-Maximina, traigo el apetito muy despierto de la calle. No puedo aguardar la hora de comer. Anda, vé al comedor y dí que me traigan algo.
—¿Qué quieres?
—Cualquier cosa... Lo que tú hayas merendado.
La niña se quedó suspensa.
—Es que... es que yo todavía no he merendado.
—¿Cómo no?—exclamó Miguel en el colmo de la sorpresa.—¡Pues si ya son cerca de las seis!... ¿No te lo han traído?... Á ver, Juana, Juana (á grandes voces), llame usted á la señorita Julia.
—¿Qué vas á hacer? ¡por Dios! ¿qué vas á hacer?—exclamó la chica llena de terror.
—Nada, enterarme de por qué no te han servido el dulce, ó los pasteles, ó lo que tomes...
—¡Pero si no lo he pedido!
—No importa; tienen obligación de servirte á la misma hora lo que acostumbres á tomar.
—¿Qué querías, Miguel?—preguntó Julia entrando.
—Quería preguntarte por qué no han servido la merienda á Maximina, siendo ya cerca de la seis.
Julia quedó á su vez confusa.
—Es que... es que Maximina no merienda.
—¿Cómo que no merienda?—exclamó estupefacto.
—Se lo he preguntado el primer día y me dijo que no tenía costumbre.
Miguel volvió los ojos á Maximina, que bajó los suyos ruborizada como si hubiese cometido un delito.
—Pues yo te digo que sí—profirió en alta voz volviéndose á Julia con semblante severo.—Yo te digo que tiene esa costumbre, y has hecho muy mal, conociendo su carácter, en no insistir, ó al menos en no preguntármelo á mí.
—¡Por Dios, Miguel!—murmuró la esposa con acento de angustia.
Julia se puso fuertemente colorada, y girando sobre los talones, se salió de la estancia. Maximina estaba petrificada. Su marido dió algunos pasos con semblante hosco, y salió también yendo derecho al comedor, donde halló á su hermana muy triste, sacando platos. Tomándole la barba entre los dedos y soltando una carcajada, le dijo:
—Ya sabía que Maximina no merendaba. No hagas caso de lo que te he dicho. He querido ponerla en este apuro á ver si la curo de su timidez.
—Pues mira, chico, te ha salido el tiro por la culata, porque á quien has puesto es á mí—respondió la joven, enojada realmente.—¡Ya se han concluído para mí los mimos!
—¡Hola! ¿Celos tenemos?
—¡Eso quisieras tú, fatuo!
—Vamos, confiesa que sí—dijo sujetándola por los brazos y dándola un mordisco en el cuello.—Confiesa que ya han parecido...
—¡Quita, tonto, retonto!—contestó, forcejando por desasirse.—¡Que te estés quieto, Miguel! ¡Déjame, Miguel!
Y dando una fuerte sacudida, se zafó de sus manos y escapó airada de la habitación, mientras su hermano quedaba riendo.
En los días siguientes pudo éste convencerse de que Maximina había caído en gracia á todos en la casa. Ni era posible que otra cosa sucediese dada su condición apacible, callada y modesta. Sin embargo, nuestro joven observó con cierto disgusto que de esta condición se abusaba en algún modo, pues no se la consultaba para nada, y se ordenaba el plan del día, las salidas al paseo, á los teatros, á las tiendas y á las visitas, sin preguntarle siquiera si deseaba quedarse en casa. Esto contribuyó mucho á que apresurase su traslación, decidiéndose por un cuarto principal de la vecindad, muy amplio y hermoso, aunque un poco caro para su fortuna; pero contaba compensar el exceso privándose de otras cosas superfluas.
Era para nuestro héroe gratísimo solaz el salir con su esposa á comprar los muebles que les hacían falta. Desgraciadamente, la brigadiera y Julia les acompañaban la mayoría de las veces, y entonces ya se sabía que ante aquélla todos perdían el derecho de elección y hasta el de emitir dictamen. Molestaba esto no poco á Miguel, y por eso siempre que podía evitaba el que su madrastra les acompañase; pero, con sorpresa suya, Maximina no se mostraba ni más contenta ni más dispuesta á dar su opinión. Parecía que todo le era indiferente, y que aquel lujo que jamás había visto la impresionaba de mal modo. De vez en cuando apuntaba tímidamente que tal armario ó tal sofá eran bonitos, «pero caros». Miguel se había impacientado en dos ó tres ocasiones viendo su indiferencia, pero se había arrepentido luego al notar el gran efecto que cualquier contestación seca causaba en su esposa, y había concluído por embromarla por sus tendencias á la economía. Lo que más le placía á Maximina en aquellas salidas era ir sola con su marido por las calles, y eso que no había consentido en apoyarse en su brazo de día, á pesar de los ruegos que le había dirigido.
—Me da mucha vergüenza; todo el mundo mira para nosotros...
—Es que les sorprende que me haya enamorado de una mocosuela