Jesús también consuma la ley mediante la demostración de que el amor por él prescrito, llevado al límite, tendrá como consecuencia inevitable la muerte. Cumplir la ley de este modo también es, sin embargo, trascenderla: en lugar de tablas de piedra, ahora es la carne y la sangre, el cuerpo de un delincuente político que con la aceptación de su propia muerte por el bien de los otros ha llegado, de alguna manera, al otro lado de ella. La ley es abolida por su cumplimiento. Al encarnar la ley en su pura humanidad, Jesús también puede hablar a los gentiles que se hallan fuera de la jurisdicción mosaica. Es en este sentido en el que en definitiva prescinde de la ley en cuanto caduca; no en el sentido de desacatarla. Él, por ejemplo, parece haber aceptado las leyes judías sobre la pureza, como su encuentro con el leproso en el Evangelio de Marcos deja claro. Sólo hay uno o dos incidentes en los que puede haber violado la ley mosaica. Uno es su consejo a uno de los aspirantes a discípulo de «dejar que los muertos entierren a los muertos», una frase que había de impresionar a Karl Marx. El otro incidente es la curación de un tullido en el Sabbath. En sí misma probablemente no habría constituido una violación, pero, tras curar al sufriente, Jesús le manda de manera un tanto gratuita tomar su camilla y andar, lo cual es contrario a la prohibición de llevar nada a cuestas en el Sabbath. Sin embargo, dista de ser una infracción merecedora de la pena de muerte.
Por otro lado, a Jesús se le muestra por lo regular asociándose con pecadores, con lo cual se alude no solamente a los que ocasionalmente violan la ley, sino a los que la incumplen de manera flagrante y sistemática. La palabra «pecadores» está aquí próxima a «malvados», que para el Antiguo Testamento incluiría a quienes, como los recaudadores de impuestos (esto es, los agentes de aduanas), se aprovechan de los pobres. Jesús, pues, no sólo se deja ver junto a los moralmente frágiles; se codeaba con algunos personajes bastante depravados, y no exigía que abandonaran su depravación antes de sentarse a la mesa con él y disfrutar de su compañía. No les pide que dejen de pecar, hagan sacrificios por sus pecados y obedezcan la ley, y con esta omisión está posiblemente desafiando la autoridad de Moisés. De manera aún más escandalosa, permite que estos personajes de sórdida moral sepan que Dios los ama especialmente, lo cual dista de ser el mejor modo de reformarlos. Preferible sería sin duda que dejaran de ser depravados, pero deberían saber que Dios los ama tal como son. Uno no tiene que observar una conducta excelente para ganar el favor divino. De hecho, la parábola del rey que llena su boda de comensales no invitados puede interpretarse en el sentido de que quienes siguen a Jesús, aun cuando infrinjan la ley, tendrán prioridad sobre los convencionalmente probos (esto es, los que obedecen la ley) cuando llegue el momento de entrar en el reino de Dios. La ley había de conservarse; pero su conservación era menos importante que su propia misión. Era la fe en él mismo, no la conformidad con la ley, lo que aseguraba la salvación.
En su crucifixión y descenso al infierno, a Jesús, en opinión de san Pablo, «se le hace pecar» al identificarse con la escoria y los desechos de la tierra, solidarizarse con los que sufren el mal y la desesperación a fin de transfigurarlos a través de la resurrección. Como el clásico protagonista trágico, sólo triunfa mediante el fracaso. Sólo si su desolado grito en la cruz («Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?») se toma en serio (de hecho, es una cita de las Escrituras), podría haber alguna esperanza de resurrección. (Éstas, dicho sea de paso, son las únicas palabras, de las que se suponen pronunciadas por Jesús en el Calvario, que generalmente se aceptan como históricamente probadas. Aquí podemos de nuevo invocar el criterio de disimilitud.) Si se hubiera tumbado a esperar confiadamente el resurgimiento, no se habría levantado de entre los muertos. Aquí no se trata de teleología alguna de curso fluido. Sólo siendo un callejón sin salida pudo su muerte convertirse en un horizonte. Él parece morir desconcertado, inseguro de por qué su Padre requiere de él esta fútil acción, pero aun así fiel a él. Es porque su acción es infructuosa, un callejón sin salida y un absurdo, por lo que puede fructificar en las vidas de otros.
En esto, pues, han resultado todas las efervescentes esperanzas de Jesús y su entorno. La crucifixión proclama que la verdad de la historia humana es un delincuente político torturado. Es un mensaje profundamente inaceptable para los sumidos en el error ingenuo (idealistas, progresistas, liberales, reformadores, conformistas, modernizadores, humanistas socialistas, etcétera), aunque perfectamente comprendido por un judío como Walter Benjamin. Sólo si se puede contemplar esta horrible imagen sin ser convertido en piedra, aceptándola absolutamente como la última palabra, hay una pequeña oportunidad de que no sea tal. En la fe cristiana, la oportunidad se conoce como la resurrección. Reconocer esta oscuridad como propia, discernir en esta monstruosa imagen un reflejo de uno mismo en cuanto su condición histórica, es el acto revolucionario que los Evangelios conocen como metanoia o conversión.
El cristianismo es, por consiguiente, considerablemente más pesimista que el humanismo secular, lo mismo que inconmensurablemente más optimista. Por un lado, es desalentadoramente realista sobre la contumacia de la condición humana: la perversidad del deseo humano, la prevalencia de la idolatría y la ilusión, el escándalo del sufrimiento, la sorda persistencia de la opresión y la injusticia, la escasez de la virtud pública, la insolencia del poder, la fragilidad de la bondad y el formidable poder del apetito y el interés propio. Es a esta condición a lo que se llama el «pecado original», que significa aquellas imperfecciones que parecen estructurales en el animal cultural o lingüístico y que, pace todo el historicismo ingenuo, son continuas en una u otra forma a lo largo de la historia humana. Por otro lado, mantiene no sólo que la redención de esta funesta condición es posible, sino que, asombrosamente, en cierto sentido ésta ya se ha producido. Ni siquiera el más mecanicista de los marxistas afirmaría hoy en día que el socialismo es inevitable, menos aún que ya ha llegado sin que nos hayamos enterado. Para la fe cristiana, sin embargo, el advenimiento del reino es seguro, pues el levantamiento de Cristo de entre los muertos ya lo ha fundado. Sin embargo, sólo puede llegar plenamente en virtud de una «revolución» que corte hasta llegar a la carne misma. Una nueva polis sólo es posible sobre la base de un cuerpo transfigurado. Esto es lo que se conoce tradicionalmente como la resurrección. La evolución política puede verse como implícita en los Evangelios, pero su camino no es todo de bajada. El poeta William Blake, un cristiano heterodoxo, no tuvo dificultad alguna en comprender este hecho. Es uno de los varios beneficios de un periodo de retroceso político como el nuestro que los límites de la acción política, así como su insistente necesidad, puedan medirse sobriamente.
No mucho de lo que Jesús hace o dice en estos escritos es original. En su mayor parte, hace y dice cosas que sabemos que son bastante típicas de los profetas judíos del siglo i. Muy poco en él es único en este respecto, especialmente sus milagros, la predicación escatológica y la llamada a los marginados. La exhortación a amar al prójimo como a uno mismo se remonta al Libro del Levítico, y el judaísmo la asimiló del helenismo. En el Evangelio de Juan, Jesús habla del mandamiento a amarse los unos a los otros como «nuevo», pero él no podía ignorar que no lo era. Incluso la resurrección no era por entero desconocida. Jesús no es la única figura que se levanta de entre los muertos en esta obra. Podría decirse que no es tanto su doctrina la que es distintiva (aunque parte de ella sí lo es), como la extraordinaria autoridad con que la formula. Tal vez fue esto, más que otra cosa, lo que le granjeó la enemistad de tantos de su entorno. Él habla como si fuera el virrey directo de Dios. Lo que lo distingue de los otros profetas judíos no es el anuncio del reino (no otra cosa hace el Bautista, por ejemplo), sino su insistencia en que era la fe en su propia persona la que determinaría la posición reservada a uno en ese régimen. A fin de cuentas, lo que ofrece es una relación más que una serie de dogmas y, desde luego, más que un programa. La salvación es, en este sentido, más performativa que proposicional... de la misma manera que para los evangelistas Dios no es en primer lugar el Creador omnipotente y omnisciente del universo, sino quien levantó a Jesús de entre los muertos.
Los Evangelios no pretenden ser biografías de Jesús. No se preocupan por su aspecto o por sus aficiones. No se nos cuenta si tenía una mascota, se peinaba con raya a la derecha o prefería correr a nadar. Por el contrario, estos textos son documentos de la primera Iglesia, en los cuales los acontecimientos se configuran y modelan para ilustrar lo que los