De hecho, una de las primeras palabras o frases del Nuevo Testamento de las que podemos estar razonablemente seguros de que es ipsissima verba (sus auténticas propias palabras) es la cariñosa expresión aramea «Abba» con que Jesús habla repetidamente de Dios, y que unida a «Padre» significa algo así como «Padre querido». En su origen se parecía más a un diminutivo, como «papá». Era muy raro, por no decir ofensivo, que un judío piadoso afirmara hallarse en tal intimidad con Yahvé, tal como es ofensivo para los escribas y fariseos que Jesús implícitamente reivindique una autoridad tan absoluta para sus enseñanzas. En uno o dos momentos parece elevarse a sí mismo por encima de Moisés; y a ojos judíos hacer de menos a Moisés era algo casi tan atroz como hacer de menos a Dios mismo. Sin embargo, a un hombre al que cura lleva cuidado en decirle que sus pecados han sido perdonados, utilizando la voz pasiva. «Yo te perdono tus pecados» habría constituido casi con toda seguridad una blasfemia que habría proporcionado a sus adversarios justamente la clase de munición que estaban buscando.
¿Se veía Jesús a sí mismo como el salvador del mundo? Muchas de las cosas que los evangelistas ponen en su boca así lo indican; pero su ámbito primordial de referencia era el judaísmo. Probablemente se veía a sí mismo como el profeta escatológico predicho por el Antiguo Testamento, con una misión circunscrita a Israel. Desde luego, a sus camaradas los exhorta a predicar la buena nueva que ha traído solamente a la casa de Israel, unas palabras tan claramente contrarias a la práctica de la primera Iglesia que tuvieron suerte de no verse suprimidas. Para otros quedó –para Pablo en particular, el apóstol de los gentiles, que escribió antes que los evangelistas– el desarrollo de las implicaciones más universales de la misión de Jesús, lo cual no quiere decir que él mismo fuera inconsciente de ellas. «Quien cumpla la voluntad de mi Padre es mi hermano, y hermana, y madre» no es solamente una crítica de la ideología doméstica, sino también un rechazo del particularismo judío. En los textos hay mucho más de este tenor.
Los romanos se reservaban el poder ejecutivo en exclusiva, y no tenían interés alguno en las polémicas teológicas de sus súbditos coloniales. O mejor dicho, tales arcanas disputas sólo les interesaban si amenazaban con producir consecuencias políticas. Desde luego, se habrían puesto en alerta si Jesús hubiese afirmado ser el Mesías, pues la mayoría veía al Mesías como a un líder político militante que volvería a poner a Israel en pie. Pero Jesús tampoco afirma ser el Mesías salvo en dos ocasiones, ambas dudosas desde el punto de vista histórico. Y aun si lo hubiese hecho, no habría podido estar claro a qué se refería con ese título, pues tenía sentidos diferentes al de redentor político de Israel. También podía interpretarse en un sentido más espiritual. El título no habría sido necesariamente considerado como sedicioso. Su reivindicación para uno mismo no constituía en sí un delito político. Ni tampoco se habría considerado blasfema la aplicación del término a uno mismo, pues el Mesías era globalmente considerado como una figura humana más que divina. En cualquier caso, la idea de que un personaje carismático que andaba de acá para allá acompañado de un séquito casi totalmente desarmado, de tamaño considerable pero no enorme, pudiera destruir el templo o derrocar el Estado, era absurda, como las autoridades judías y romanas no pudieron por menos de reconocer. Había miles de guardianes del templo, por no hablar de la guarnición romana.
Por lo general, Jesús deja que sean otros los que le cuelguen etiquetas, y rara vez les dice si lo hacen con razón o no. A lo largo de todo el texto se perciben sus formas deliberadamente evasivas de definición. Ninguno de los términos disponibles parece encajar del todo con él. Casi con toda certeza, el hecho de que guarde silencio cuando en el juicio ante el Sanedrín el sumo sacerdote le pregunta quién es, debe de haber pesado mucho en su contra. Según la ley judía, una muestra de desacato hacia las autoridades gubernamentales de Israel era motivo suficiente para una condena a muerte. El término con que ocasionalmente se refiere a sí mismo –el «Hijo del Hombre»– es igualmente ambiguo; en cierto sentido, simplemente constituye un circunloquio habitual en arameo para evitar una repetición excesiva del pronombre de primera persona, algo así como «suyo afectísimo» en español. También puede decirse de una persona o un ser humano. En otro sentido, en el Libro de Daniel puede referirse a una figura apocalíptica bastante vaga; pero no siempre queda claro si Jesús, al emplear el término, está hablando de sí mismo o de otro. Sobre esta ambigüedad debieron influir consideraciones de prudencia, lo mismo que en su rechazo a autonombrarse Hijo de Dios o Mesías. Quizá lo que a veces está señalando es que él es el profeta escatológico del Libro de Daniel, aunque aparentando simplemente utilizar una forma del pronombre personal. No tenemos ningún medio de saberlo. Aparte de uno o dos ejemplos menores, nadie más emplea del título de «Hijo del Hombre» de Jesús, y él mismo casi siempre utiliza la expresión en tercera persona.
Es probable que Jesús acabara en el Calvario debido a su enorme popularidad entre algunos de los pobres que habían acudido en masa a Jerusalén para la fiesta de la Pascua y que sin duda esperaban de él alguna vaga clase de salvación de la ocupación romana. Su apoyo popular distaba probablemente de ser tan grande como dicen los evangelistas, y sí menor que el de algunos hombres santos del siglo i. Las estimaciones antiguas del tamaño de las multitudes no son, evidentemente, fiables. Aun así, había una expectativa general de que Dios estaba a punto de hacer algo espectacular. Para la teología cristiana, él lo hizo... pero resultó ser una resurrección, no una revolución. Algunas personas corrientes parecen haber saludado a Jesús como su rey cuando llevó a cabo su carnavalesca entrada en la ciudad. Parecen identificarlo con el Mesías davídico, el mítico guerrero que va a cambiar la suerte de Israel y confundir a sus enemigos. Esto podría haber creado entonces, en una capital ya muy cargada de tensión, la clase de clima de polvorín que alarmó a los gobernantes judíos de Jerusalén. Para los alborotadores, la Pascua constituía un territorio de caza habitual. Temerosos de que la presencia del predicador galileo en la ciudad pudiera desencadenar una insurrección y de que esto a su vez pudiera provocar un contragolpe militar de los romanos, lo hicieron arrestar. Juan el Bautista, mentor de Jesús, fue probablemente ejecutado por razones muy similares. Si el sumo sacerdote no mantenía el orden público, el prefecto romano podía tomar el relevo. Caifás, el sumo sacerdote de entonces, parece haber sido un hombre decente, y sin duda se tomó en serio su obligación de hacer que los imperialistas no molestaran a su pueblo.
Según la inscripción que se leía sobre su cruz, Jesús parece haber sido ejecutado por haberse proclamado rey de los judíos, una reivindicación que desde luego habría alarmado a los romanos. Como hemos visto, en los Evangelios no hay pruebas de que tuviera pretensiones regias; pero es muy posible que su manera de entrar en Jerusalén despertara esa clase de sospechas, a lo cual quizás habría que sumar las explicaciones típicamente obtusas dadas por sus discípulos de sus observaciones sobre el reino. Jesús probablemente hizo observaciones en privado, o incluso (a pesar de su habitual prudencia) en público, lo cual podría haberse empleado contra él en este sentido. De hecho, éste puede ser el objetivo del acto de traición de Judas. ¿En qué consistió exactamente su traición? No puede ser en que hiciera saber a los saduceos en qué lugar de la ciudad se hallaba Jesús, pues casi con toda seguridad ya lo sabían, y sin duda tendrían espías que les informaban de sus movimientos. Más probable parece que les proporcionara pruebas del carácter sedicioso de su maestro, algo a lo que ellos pudieron entonces añadir su propio sesgo antes de presentárselo a los romanos.
Está claro que algunos de los judíos opositores