El relato evangélico de su deserción es casi con seguridad verídico, pues, lo mismo que la negación de su Maestro por parte de Pedro, el acontecimiento habría sido gravemente vergonzoso para la Iglesia temprana y, por tanto, su inclusión no indica sino la imposibilidad de negarlo verosímilmente. Lucas, sin embargo, lo omite, tal vez por su renuencia a admitir que los llamados «doce» (aunque el número parece haber fluctuado) pudieran haberse desacreditado tan profundamente. Los discípulos de Jesús no parecen haber sido los personajes más brillantes, y de forma continua y exasperante, comprenden equivocadamente sus palabras. Simón Pedro es en particular propenso a las malas interpretaciones precipitadas e improvisadas. Si realmente fue el más importante de los discípulos o incluso su primer papa, desde luego ello no se debió a su inteligencia. En Getsemaní no es capaz siquiera de mantenerse despierto mientras su Maestro está sufriendo tormento espiritual a unos metros de distancia. El Evangelio de Marcos destaca por su presentación de la conducta de los discípulos antes de la Pascua a la luz más desfavorable posible.
¿Buscó Jesús su propia muerte? Parte del interés de la escena en el huerto de Getsemaní estriba en la descripción de su ataque de pánico durante la espera de su inminente crucifixión, con lo cual se conjura la idea de que la causa de su muerte fue su imprudencia. De la lectura de los Evangelios no se desprende que estuviera loco, que es como uno muy posiblemente necesitaría estar para exponerse a la crucifixión siendo inocente de un delito penado con la misma. Por otra parte, él no podía ignorar que su elección de la Pascua para presentarse en Jerusalén hacía prácticamente inevitable un conflicto con las autoridades. La ejecución del Bautista constituía un precedente sumamente grave. Tal vez fue a Jerusalén simplemente a celebrar la Pascua, como cualquier buen judío palestino de su tiempo. Pero también parece haber sentido que su misión en su Galilea natal había fracasado, y que era necesario un cambio de rumbo. En su patria chica gozaba de cierta fama, pero las personas corrientes se sentían probablemente más atraídas por la posibilidad de unos cuantos milagros alucinantes que por la fe a la que él las convocaba. Aun así, su popularidad bien pudo haber sido superada por la de Juan el Bautista, que probablemente lo aventajaba en capacidad de convocatoria. A su manera partidista, los Evangelios tienden a minimizar al Bautista y a engrandecer a Jesús; pero, casi con toda certeza, Jesús inició su carrera a la sombra de Juan, y más tarde quizá se produjo una brecha teológica entre ellos. Juan era apocalíptico, Jesús no; Juan predicaba una mala nueva, Jesús una buena.
Tal vez Jesús sintiera de un modo oscuro que la voluntad de su Padre sólo podía cumplirla a través de la muerte. La cuestión teológica aquí planteada por el evangelista no es que Jesús quisiera morir, sino que su muerte se seguía lógicamente de su vida. Quienes traten de amar a los demás sin reservas (lo cual puede ser un significado de «Hijo de Dios») provocarán alarma, ansiedad y agresión, y probablemente serán eliminados. El mundo, en el peyorativo sentido de las estructuras de poder vigentes que le da san Juan, va a sentirse amenazado por tal temeridad. Como ha dicho un teólogo: Jesús murió por ser humano en un orden social crucificador. Hay una abierta contradicción entre su misión y aquello a lo que los Evangelios se refieren con desprecio como «el príncipe de este mundo».
¿Fue, pues, Jesús un líder «espiritual» más que político? Ésta es, por cierto, la interpretación habitual de su exhortación a dar al César lo que es del César y, al mismo tiempo, a Dios lo que es de Dios. Pero es muy improbable que fuera la forma en que se entendieran sus palabras en la Palestina del siglo i. Proyecta retrospectivamente sobre ellas una distinción moderna entre religión y política que carece de cualquier base en las Escrituras. Quienes oyeron las palabras de Jesús entendieron que «las cosas de Dios» incluían la misericordia, la justicia, dar de comer al hambriento, acoger al inmigrante, cobijar al indigente y proteger a los pobres de la opresión de los poderosos. En un estupendo momento de paso de lo sublime a lo trivial, en su apocalítica descripción de la Segunda Venida, el mismo Jesús aclara que la salvación no consiste en un ritual religioso o unos códigos de conducta, sino en la donación de un mendrugo de pan o un vaso de agua. El reino de los cielos resulta ser algo sorprendentemente materialista. Es de otro mundo en el sentido de que significa una transfiguración futura de la existencia humana, no en el sentido de unos castillos en el aire. Hay poco de delirio narcótico en la desalentadora advertencia a sus camaradas de que si son fieles a su Evangelio de amor y justicia tendrán el mismo funesto final que él. La medida del amor de uno es, en su opinión, si lo matan o no. Los cristianos que no constituyen una afrenta para los poderes vigentes, según sugiere él, no son fieles a su misión.
Tipos en absoluto del otro mundo se conocen como los ricos o poderosos, o aquellos respetables suburbanitas que creen poder negociar su entrada en el cielo con un comportamiento impecable; mientras que el mismo Jesús propende a andar con aquellos (prostitutas, recaudadores de impuestos, etcétera) de muy mal comportamiento. Están fuera de la ley, no en el sentido en que por definición lo están los gentiles, sino en el sentido de que sus vidas constituyen un estado crónico de transgresión de ella. En un acto de omisión que por fuerza habría sorprendido a un judío ortodoxo de la época, Jesús ni siquiera pide a estos hombres y mujeres que busquen el perdón antes de admitirlos en su compañía. Para un profeta judío, frecuentar tal chusma, y hasta ver en ella signos del reino de paz y justicia por venir, es extraordinario.
Un signo de la naturaleza material de la teología del Nuevo Testamento lo constituye el hecho de que Jesús pase tanto tiempo curando a los enfermos. Lo que mayoritariamente atiende son cuerpos humanos; y su campaña contra las fuerzas que paralizan a hombres y mujeres parece considerarla como un signo de la venida del reino. La enfermedad es vista, sin ningún tipo de ambigüedad, como una forma del mal, un concepto judío muy corriente en aquella época. De hecho, Jesús parece suscribir el mito de que es obra de Satanás. El dolor no es bueno. Si uno puede arrancarle algún valor, mejor; pero sería preferible no tener que hacerlo. En ninguna parte de los Evangelios aconseja Jesús a los afligidos que se reconcilien con su sufrimiento. Los que están ciegos, sordos, enfermos o mentalmente perturbados existen en los márgenes sociales, y la visceralmente prejuiciosa Palestina no es ninguna excepción; y restaurar su salud es también devolverlos a la paridad con los demás, lo cual es una razón de que la curación sea un signo del reino. Antes de morir, Jesús deja a sus seguidores su propio cuerpo para que sea consumido sacramentalmente (esto es, semióticamente, mediante un signo), como un nuevo principio de unidad con los otros en lugar de como un principio de diferenciación.
Al comienzo de su Evangelio, el autor convencionalmente conocido como Lucas cuenta el encuentro, casi con toda certeza ficticio, de María, embarazada de Jesús, con su prima Isabel. Lucas pone en labios de María una canción conocida por la Iglesia católica como el Magnificat pero que, según sospechan algunos estudiosos bíblicos, puede ser una versión o un eco de un canto revolucionario zelote:
Proclama mi alma la grandeza del Señor,
se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador;
porque ha mirado la humillación de su esclava.
Desde ahora me felicitarán todas las generaciones,
porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí:
su