Ése era, por ejemplo, el caso de Gheorghe Funar, el «alcalde loco» de Cluj, nacionalista rumano declarado, que había arrancado de las calles los letreros húngaros, había pintado los bancos de los parques de azul, amarillo y rojo, los tres colores de la bandera rumana, y había cambiado el nombre de la Piaţa Libertăţii (Plaza de la Libertad) por el de Piaţa Unirii (Plaza de la Unificación) para celebrar así la incorporación de Transilvania a Rumania en 1918 y, con ello, su separación de Hungría. En esta plaza, Funar colocó seis banderas rumanas junto a la estatua de Matías I Corvino, gobernante de Hungría y Transilvania en el siglo XV, y cambió la inscripción de la estatua, de modo que ya no decía HUNGARIAE MATTHIAS REX sino simplemente MATTHIAS REX. Cuando, en julio de 1977, Hungría abrió un consulado en Cluj, Funar ordenó a los trabajadores municipales que robaran la bandera.
Funar me recibió en su despacho, luciendo una insignia de la organización ultranacionalista Vatra Românească (Hogar Rumano). Era robusto, de estatura media, llevaba el pelo negro peinado hacia atrás, y vestía traje oscuro. Supuse que tendría unos cincuenta años. Su expresión era, además de imperturbable, fría y cautelosa. Dejaba vagar la mirada mientras apretaba los puños repetidamente. Hablaba con una voz susurrante, mesurada y didáctica, como si tratara de controlar su inseguridad y su rabia. Su estilo y su nacionalismo étnico me hacían pensar en Slobodan Milosevic y en Ratko Mladic, los líderes políticos y militares serbios que habían dirigido la brutal guerra contra los musulmanes bosnios. El currículum oficial de Funar decía muy poco: había sido el miembro del partido comunista que llevaba la cafetería de la universidad de la ciudad en la década de 1980. Eso era todo. Tales monstruos parecían salidos de quién sabe dónde: individuos de escasa cultura que alimentaban rencores de oscuras heridas recibidas en etapas anteriores de su vida, medraban aprovechando minúsculas oportunidades en tiempos de gran agitación social. Cuando estaba sentado allí, pensé no sólo en Milosevic y Mladic, sino también en Hitler.
—El pueblo rumano —me explicó Funar a través de un intérprete— quiere partidos políticos que defiendan los intereses nacionales, pues nos sentimos amenazados. Necesitamos un plan militar contra los rusos y, por lo tanto, tenemos que estar protegidos por la OTAN... En Transilvania no tenemos húngaros; sólo hay un millón cuatrocientos mil rumanos, que no saben muy bien a quién deben lealtad... La gran iglesia de la Piaţa Unirii no es húngara. Los húngaros saquearon todas las iglesias alemanas y quemaron las nuestras... Ni Kolozsvár ni Clausenburg son los verdaderos nombres de Cluj. Fueron los nombres que se le dieron bajo la ocupación de los nazis húngaros y no tienen validez... Será una desgracia para todos si Hungría ingresa en la Unión Europea y Rumania no... En Hungría está muy extendido el crimen organizado, pero aquí no. Rumania es más segura para la inversión occidental.
El alcalde terminó acusando al gobierno de Rumania, democráticamente elegido, de confabularse con los húngaros para reinstaurar una dictadura en el país.
Naturalmente, aquello era un disparate. La «gran iglesia» de la Piaţa Unirii, San Miguel, con su magnífica bóveda gótica, fue construida a mediados del siglo XIV por una próspera comunidad alemana que contrató a operarios húngaros. La entrada estaba llena de avisos en húngaro. Kolozsvár y Clausenburg son nombres de Cluj con varios siglos de historia, transmitidos por las comunidades húngara y alemana de la ciudad y según los hombres de negocios y los diplomáticos occidentales, es posible que la delincuencia sea mayor en Rumania que en Hungría.
Pero Funar era un personaje de segunda fila. La multitud que apoyaba a los trabajadores de la sanidad pública en huelga era más numerosa que la convocada en favor del Día Avram Iancu de tendencia nacionalista, que Funar había ayudado a organizar, en honor a un héroe local del siglo XIX que luchó contra los húngaros.[18] Funar se apoyaba principalmente en los campesinos de Valaquia y Moldavia que Ceauşescu había ordenado realojar en Cluj, y que provenían del sur y el este de Rumania y se sentían amenazados por los habitantes de Transilvania, tanto rumanos como húngaros, más adelantados que ellos. A escala nacional, los que apoyaban a Funar y a Corneliu Vadim Tudor, extremista como él, del partido de la Gran Rumania, constituían sólo un 10 por ciento de la población. Funar, que cumplía su segundo mandato, no podía presentarse por tercera vez como candidato a la alcaldía. Esas carreras sólo florecen en tiempos de catástrofes económicas o políticas.
Aun así, la necesidad de conservar una fuerte identidad nacional me parecía mayor aquí que en Hungría. Ioan-Aurel Pop es un historiador medieval que dirige el Centro de Estudios Transilvanos en Cluj, situado en un chalé decadente rodeado de malas hierbas y bloques de viviendas sin terminar. Pop me dijo que los rumanos tienen «una personalidad específica modelada por la historia», pero nunca habían conocido el lujo de vivir en un estado-nación moderno como otros europeos. Y lo anhelan, dijo, tanto como en Occidente muchos anhelan arrancar de cuajo el nacionalismo.
—Los húngaros y los austríacos han sido aquí los amos durante cientos de años —añadió—. Nosotros [los rumanos] sólo hemos controlado Transilvania desde 1918. Se requiere un equilibrio.
Pero la gente que yo veía en la calle, le dije, tenía los ojos puestos en modelos occidentales, sobre todo estadounidenses, no en Rumania. ¿Negarían las nuevas tecnologías y el capitalismo global a Rumania la oportunidad de repetir la experiencia nacional de los países occidentales? Pop reflexionó un momento y luego sugirió que nuestras dos consideraciones posiblemente eran correctas y que el futuro de Europa podría ser cuasi medieval.
—La integración de los países de Europa occidental traerá consigo el cambio de Europa oriental. En veinte años, Europa podría ser escenario de nacionalismos fuertes, pero sin fronteras sólidas a causa de la economía global. Esto podría significar que Hungría se apoderara económicamente de Transilvania, que en tal caso tendría una identidad diferenciada como región cosmopolita, transnacional, entre Hungría y Rumania. Que esto sea bueno o malo podría depender del modelo político que llegara de Europa occidental. Si en Francia e Italia, o en Alemania, creciera el nacionalismo de derechas y en España y otros lugares aumentara la violencia separatista, todo ello podría tener una influencia perniciosa en las nuevas democracias de Europa oriental.
Aquel mismo día, algo más tarde, volví a ver a Pop, junto con algunos de sus colegas de la Universidad Babeş-Bolyai de Cluj y quince posgraduados, que me asaltaron con preguntas sobre las intenciones de Estados Unidos en los Balcanes. Una posgraduada con llamativos cabellos dorados estaba sentada al fondo de la pequeña habitación. Acompañada por gestos de asentimiento de sus profesores y amigos, hizo una dura crítica social del modelo implantado en Rumania por el renacimiento del espíritu individualista que siguió al hundimiento del comunismo, fomentado por el eterno miedo a Rusia y agravado por el creciente abismo entre Rumania y Europa central.
—Los rumanos sabemos que Rusia nunca será realmente democrática —empezó diciendo la chica—. Sabemos que nuestras iniciativas tienen poco valor y que nuestra democracia, como en las décadas de 1920 y 1930, carece de ética. No tenemos una clase media moderna, y nuestra nueva aristocracia es la nomenbratura [los hijos mimados de la elite excomunista que se apoderaron de los bienes del Estado a partir de 1989]. Nuestra clase política es incompetente e intratable. Vosotros, los occidentales, os vais a cansar de nosotros, ya lo veréis. Nos decís que tenemos que privatizar, pero la mafia y los rusos compran nuestras empresas. Una importante compañía de petróleo rumana fue puesta en venta, pero en Occidente nadie la quiso. La compró Lukoil, una compañía rusa. Así es como, a la postre, los