En el paso subterráneo que va desde el andén al vestíbulo de la estación —vacío cuando estuve aquí por última vez en 1990— vi quioscos bien abastecidos de pantis, perfumes y libros de informática occidentales traducidos al búlgaro. Entré en el hotel Trimontsium, el edificio estalinista de color gris donde me había alojado ocho años antes; no había cambiado. La calefacción era deficiente y el agua caliente escasa, las puertas de contrachapado barato y sus débiles tiradores estaban rotos, el mobiliario era viejo, el fax se desconectaba por la noche y la recepcionista fumaba. Algunos de los que allí trabajan parecían luchadores. Pero fuera de este vestigio de los años ochenta, el nuevo Plovdiv me atraía.
A lo largo de la principal calle comercial, vi edificios viejos con carteles luminosos en inglés: «Reebook: This is my planet»; «Hair Sculptures 98»; etc. En todas partes había mucha gente y mucho ruido. Como en Bucarest y Sofía, la moda era la de París y Nueva York, con predominio de las barras de labios color magenta y los vestidos negros. De nuevo eran las mujeres, con su sentido de la moda, las que se mostraban mucho más modernas que los hombres. (Históricamente, Bulgaria había sido una sociedad pagana y matriarcal.) En un puesto callejero compré una salchicha grasa y picante, me senté en un bar y pedí un raki, el licor con sabor a anís del antiguo Imperio turco; luego me puse a mirar a los transeúntes.
En el mundo excomunista hay dos tipos de tiendas y restaurantes: los construidos de plexiglás, mármol y metales cromados, con buenos whiskis y vinos y una cocina internacional que ofrece excelentes ensaladas, pescados y cocina sana —locales frecuentados por los nuevos ricos—, y los comedores desangelados con ventanas mugrientas, barras de bar de zinc y ceniza de cigarrillos en los manteles, donde se sirve una comida barata propia de la época comunista, en vajilla barata. Estos locales son frecuentados por el resto de la población. Aunque en las últimas semanas había visto muchas familias, aparentemente modestas, comiendo en McDonald’s, los beneficios del capitalismo consumista parecían reservados principalmente a la antigua elite comunista. En la calle había muchos niños pidiendo caridad, en su mayoría gitanos.
En el club de periodistas de Plovdiv conocí a Iván Bedrov, director ejecutivo de la fundación Periodistas por la Tolerancia, y a Yordan Danchev, redactor jefe de la fundación, ambos de poco más de veinte años de edad. Ante una Coca-Cola, con música rock suave de fondo, los dos muchachos se quejaron amargamente de la sociedad. Me dijeron también que en Kyustendil, en la Macedonia de Pirin, habían sido profanadas recientemente sepulturas judías. La televisión búlgara informó de que el crimen «tuvo que ser obra de gitanos o turcos». Los medios de comunicación búlgaros califican a la Iglesia pentecostal de «secta compuesta por drogadictos». Una encuesta realizada en Plovdiv mostró que la ORIM contaba con el apoyo del 32 por ciento de la población, un respaldo sólo superado por la Unión de Fuerzas Democráticas. En Plovdiv, los gorilas de la ORIM habían atacado campamentos gitanos y habían pedido que los Testigos de Jehová fueran expulsados del país.
—Si surgen problemas en Macedonia causados por musulmanes albaneses —me dijo Bedrov—, entonces la ORIM lanzará una campaña contra los musulmanes de aquí.[44] La ORIM tiene credibilidad porque fue el primer grupo que se manifestó contra el gobierno neocomunista en 1996, que cayó poco después.
En otras palabras, si la economía se hunde, si Macedonia entraba en erupción o seguían infiltrándose criminales en el gobierno, el resultado podría ser el caos. Pero también había posibilidades de que no ocurriera nada grave. ¿Eran estos dos jóvenes periodistas un signo de esperanza? En la Bulgaria comunista nunca me había encontrado con críticos de la sociedad con un modo de pensar tan independiente.
Antes de tomar el tren a Estambul, en dirección sureste, disponía de unas cuantas horas. Mientras paseaba por el barrio antiguo de Plovdiv, subí una escalera hasta un pequeño parque de hierba verde, tan oscura como el musgo, desde donde se divisaba toda la ciudad. Justo debajo de mí se abría un precioso laberinto de casas construidas con guijarros durante los siglos XVIII y XIX en lo que los búlgaros llaman «estilo del resurgimiento nacional», con miradores tallados a mano, decorativos balcones de madera y terrazas con baldosas de terracota, manchadas y descoloridas. Pero también había bloques de viviendas alineados y construidos con hormigón y ladrillos, sin jardines ni zonas de esparcimiento, que se extendían hasta la llanura de Tracia. A su lado, el puñado de casas tradicionales quedaba patéticamente empequeñecido. Desde esta atalaya, los siglos XVIII y XIX parecían de dudosa importancia comparados con el deshumanizador siglo XX. Pero la política búlgara tenía que evolucionar a partir de esas décadas comunistas. Detrás de mí, en la colina más alta, desde la que se dominaba Plovdiv, se alzaba una gigantesca escultura de un soldado soviético con un fusil de asalto AK-47. Probablemente, la escultura seguía allí porque derribarla pondría en peligro los cimientos de las casas que había debajo.
Bajé la escalera y entré en una iglesia próxima, donde percibí el misterio pagano bajo la superficie de la ortodoxia oriental, con sus cánticos celestiales, el olor etéreo de la cera natural y los rostros incorpóreos que me miraban desde los iconos cubiertos de pan de oro y envueltos en un aura de oscura sensualidad. Éste era otro nivel de existencia que rivalizaba con el físico e incluso lo abarcaba con toda su corrupción. Pero tal vez sólo se podía crear una sociedad mejor a partir de ese mundo, con su poder, su magia y los tesoros ocultos de tradición nacional. Tal vez la moralidad podría surgir de esa belleza.
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