Federico el Grande acostumbraba decir a sus generales: «Aquel que lo defiende todo no defiende nada».[1] Del mismo modo, el que escribe sobre todos los lugares de una región muy amplia no escribe sobre ninguno de ellos. Un libro que se ocupara de todos los países que hay desde Marruecos hasta la India —ámbito de Oriente Próximo según algunas definiciones— sería demasiado grueso y difícil de manejar.
Mi intención aquí es narrar un viaje, no escribir un estudio completo. Algunos lectores se sorprenderán de no encontrar en estas páginas los nombres de Irán e Irak. Sobre Irán ya escribí extensamente en Viaje a los confines de la Tierra y sobre Irak en The Arabists. Por eso consideré que sería más útil introducir al lector en países como Siria, Georgia, Azerbaiyán y Turkmenistán, que habían recibido relativamente poca atención y cuyo futuro puede constituir, no obstante, la noticia de mañana, cuando los líderes de viejo cuño abandonen la escena política.
Abril de 2000
1.
RUDOLF FISCHER, COSMOPOLITA
El aroma de aguardiente de ciruela y vino tinto se mezcló con el moho y el polvo de libros y mapas viejos. Eran las diez de la mañana del 17 de febrero de 1998. Yo estaba en un piso de la zona oriental de los monótonos alrededores de Budapest. Mi anfitrión, Rudolf Fischer, sugirió que empezáramos a beber.
—El slivovitz es kosher; mire la etiqueta, ¡está en hebreo! Y el vino es joven, de una barrica de Villányi, en el sur de Hungría. Le sentará bien a su estómago y nos soltará la lengua.
Alfombras rústicas, tejidos populares y otros productos de artesanía balcánica llenaban la pequeña sala de estar de Fischer, que también hacía las funciones de biblioteca: volúmenes de principios del siglo XX, en varios idiomas, sobre el nacionalismo en los Balcanes, los Imperios persa y otomano, la herencia bizantina de Grecia y otros temas relacionados con esta perdida zona de Europa. Fischer, de espeso pelo blanco, mostacho y expresión pensativa, vestía pantalones de ante y zamarra de pastor sin mangas. Su aspecto desenvuelto y el telón de fondo formado por mapas y cachivaches me recordaron al explorador victoriano, lingüista y agente secreto sir Richard Francis Burton, ya anciano, en su biblioteca de Trieste.[2] Yo había acudido a Fischer en busca de consejo antes de iniciar mi viaje por todo Oriente Próximo (desde los Balcanes hasta Asia central), que los isabelinos ingleses llamaban Tartaria.
—Nací en el año 1923 —me dijo Fischer—, en Kronstadt, Transilvania, una ciudad fundamentalmente alemana que ahora se llama Braşov y pertenece a Rumania. Mi padre era un judío húngaro y su familia rigurosamente ortodoxa. Mi madre era alemana, de Sajonia, y luterana. Figuró entre aquellos a los que los nazis protegieron otorgándoles la condición de —es éste un término cargado de connotaciones raciales reservado para los germanos de Europa oriental y el sur de Rusia— Volksdeutsche. Mis padres se querían muchísimo. ¿Le sorprende? Antes de la llegada al poder de Hitler, estas ironías y sutilezas eran comunes en las relaciones entre los grupos étnicos; no se lo puede imaginar. Mi madre escapó de la Rumania comunista pretextando que era judía y quería ir a Israel. Mi esposa también es sajona y luterana, de un lugar cercano a Kronstadt. Naturalmente —añadió con una sonrisa—, yo era suficientemente judío para los nazis, pero no lo bastante para satisfacer a los rabinos israelíes de hoy.
Fischer me alargó su tarjeta de visita. En ella no había número de teléfono ni dirección, sólo estas palabras:
rudolf fischer
χαλαμαρας
La palabra griega —me explicó— definía a «la persona que, en el siglo XIX, escribía cartas de amor» a las mujeres por encargo de sus maridos, que servían en el ejército turco y no sabían escribir.
Brindamos, y Fischer desplegó un conjunto de mapas del Estado Mayor del ejército austríaco a finales del siglo XIX y un mapa alemán de una época un poco anterior.
—Éstos son los mapas que tiene que utilizar al principio de su viaje —me dijo—. Son mejores que los mapas de la época de la guerra fría. Por supuesto, los mapas posteriores a 1989 no sirven para nada. El telón de acero sigue siendo una frontera social y cultural. ¿Sabe cuál ha sido el verdadero servicio que McDonald’s ha prestado a Hungría y a los demás países que antes eran socialistas? Pues que sus establecimientos son los únicos sitios donde la gente, sobre todo las mujeres, puede encontrar lavabos limpios.
Fischer se tomó su segundo slivovitz con vino tinto. Luego señaló con el dedo el mapa alemán de mediados del siglo XIX y me dijo:
—Los Cárpatos, que ahora pertenecen a Rumania, marcan el fin de Europa y el principio de Oriente Próximo. Al norte y al oeste de los Cárpatos se halla lo que fue el Imperio austrohúngaro. Aquí el mapa es como uno moderno, observe cuántas ciudades hay. Pero, mire, al sur y al este de los Cárpatos el mapa está prácticamente vacío. Ese espacio abarca el antiguo Imperio turco otomano, Valaquia, Serbia y Bulgaria. En él se habían hecho pocos estudios de reconocimiento y el comercio no estaba regulado. Comparados con Transilvania, Croacia y Hungría, esos países siguen estando subdesarrollados.
Voy a explicarlo; no es tan complicado como parece. En términos muy simples, la fisura que recorre los Balcanes, entre el Imperio austrohúngaro y el Imperio otomano, a la que Fischer se refiere, refleja una división que existió mucho antes. En el siglo IV de nuestra era el Imperio romano quedó escindido en dos partes: la occidental y la oriental. Roma siguió siendo la capital del Imperio de Occidente, en tanto que Constantinopla pasó a ser la capital del Imperio de Oriente. A la postre, el Imperio de Occidente dio paso al reino de Carlomagno y los Estados Pontificios; en otras palabras, a Europa occidental. El Imperio de Oriente, Bizancio, estaba poblado principalmente por cristianos ortodoxos que hablaban griego y después, cuando los turcos otomanos conquistaron Constantinopla en 1453, por musulmanes. La frontera entre el Imperio de Oriente y el Imperio de Occidente pasaba por el medio de lo que después de la Primera Guerra Mundial sería el estado multiétnico de Yugoslavia. Cuando, en 1991, este estado se deshizo violentamente, reprodujo, al menos en un principio, la división de Roma dieciséis siglos antes: eslovenos y croatas eran católicos, herederos de una tradición que se remontaba de Austria-Hungría a Roma en Occidente; los serbios, en cambio, eran ortodoxos y herederos del legado otomano-bizantino de Roma en Oriente.
Los Cárpatos, que se alzan en el noreste de la antigua Yugoslavia y dividen Rumania en dos partes, reforzaron esa frontera entre Roma y Bizancio, y, más tarde, entre los emperadores de la casa de Habsburgo, instalados en Viena, y los sultanes turcos, residentes en Constantinopla. Rudolf Fischer me dijo que los Cárpatos, que no eran fáciles de atravesar, impidieron que se propagara hacia el este la cultura europea, marcada por la arquitectura románica y gótica, así como por el Renacimiento y la Reforma.[3]
—Ésa es la razón de que Grecia también pertenezca a Oriente —dijo Fischer, y añadió—: Rumania, a causa de la influencia del Renacimiento y la Reforma en el noroeste del país, estaba más desarrollada que Grecia antes de la Segunda Guerra Mundial. —Y agitó la mano para dar énfasis a sus palabras—. Fue sólo la doctrina Truman, que aportó diez mil millones de dólares, nada menos que dólares de 1940, en concepto de ayuda, la que creó la Grecia occidentalizada de hoy.
»Déjeme que siga por esta línea —continuó Fischer—. Las diferencias entre el líder húngaro Mátyás Rákosi y el líder rumano Gheorghe Gheorghiu-Dej, ambos estalinistas, y aún más entre sus sucesores respectivos, János Kádár y Nicolae Ceauşescu, eran las diferencias, ¿no lo ve?, que existían entre la Austria-Hungría de los Habsburgos y la Turquía otomana. Es posible que Rákosi y Kádár fueran falsos centroeuropeos, pero, aun así, por ser húngaros eran centroeuropeos. En cambio, Gheorghiu-Dej