La confluencia entre filosofía política y filosofía de la ciencia
La progresiva confluencia entre filosofía política y filosofía de la ciencia se ha visto favorecida por cambios objetivos ocurridos recientemente en el ámbito de la tecnociencia y en el ámbito político-social, y a raíz de ellos en la propia naturaleza, que ha sido, por así decirlo, "politizada". Pero también el rumbo que ha tomado la filosofía de la ciencia en la última mitad del siglo xx ha favorecido esta confluencia. En poco tiempo, desde la Segunda Guerra Mundial, han cambiado muchas cosas en ciencia y tecnología, en la reflexión filosófica sobre la ciencia y la tecnología en nuestra sociedad y en la propia naturaleza. La ciencia se ha convertido claramente en un hecho social, ha estrechado sus vínculos con la tecnología, también con el sistema político. Por otra parte, la filosofía de la ciencia ha descubierto los aspectos prácticos de la misma –la ciencia es acción humana y social, no sólo resultados–, ha descubierto también que el conocimiento científico y su aplicación tecnológica tienen que convivir con la inevitable incertidumbre y ha desarrollado el concepto de racionalidad científica en un sentido que lo aproxima mucho al de racionalidad política. Permítaseme analizar, de modo un poco más detenido, estos procesos.
La ciencia es un hecho social
Que la ciencia se ha convertido, al menos desde la Segunda Guerra Mundial, en un complejo hecho social, no requiere mayores demostraciones y puede ser tenido por algo obvio. Eso no quiere decir que haya desaparecido la investigación científica individual o en pequeños grupos y con escasos recursos, pero este modo tradicional de investigación se ha visto rebasado hoy por la llamada "Gran Ciencia" (Big Science). Me limitaré a ilustrar la idea con un par de datos históricos aislados, pero significativos.
Isaac Newton ingresó como estudiante en el Trinity College de Cambridge en el mes de julio de 1661. Allí permaneció hasta el verano del año 1665. En este momento Inglaterra se vio azotada por una epidemia de peste, y los estudiantes de Cambridge se vieron obligados a dejar la ciudad y refugiarse en el campo, donde las probabilidades de contagio eran menores. En la soledad de su obligado retiro de Woolsthorpe, entre 1665 y 1666, Newton descubrió el método de fluxiones, elaboró la teoría de los colores y concibió la idea de la gravitación universal. Según señala su biógrafo, Richard Westfall, 7 la famosa historia de la manzana parece estar vinculada también a su estancia en esta localidad. Todos estos logros, anota el propio Newton, "corresponden al periodo 1665-1666, los años de la epidemia. Porque en aquel tiempo, me encontraba en la plenitud de mi ingenio, y las matemáticas y la filosofía me ocupaban más de lo que lo harían nunca después". Todo esto se produce en la soledad, en el aislamiento, lejos de los laboratorios, las bibliotecas y las estructuras académicas, de congresos y reuniones y en un momento en que incluso la asignación económica de su College estaba en el aire. Por entonces un científico, uno de los más importantes que ha dado la humanidad, aún podía trabajar así.
Utilicemos como contraste el paisaje del Proyecto Manhattan, que sirvió para desarrollar y fabricar la primera bomba atómica. Para empezar conocemos el nombre del proyecto, una entidad social, más que el de los científicos que intervinieron en él, que fueron muchos, de diversas nacionalidades y de distintas especialidades, instalados algunos en centros universitarios y otros en centros industriales, y conectados todos con el poder político y militar. El "éxito" del proyecto no se hubiera producido de no ser por el impulso político y financiero que recibió de Churchill, Roosevelt y Truman, por la colaboración de muchos de los mejores científicos del momento: físicos, químicos, informáticos..., por las aportaciones de la industria química de los Estados Unidos y por la coordinación de todo ello dentro de complejas estructuras militares. Con el Proyecto Manhattan nace lo que se conoce como la "Gran Ciencia", un hecho social de enormes dimensiones con ramificaciones de todo género. Para hacernos una idea de su envergadura, basta con recordar que en él se gastaron 2.191 millones de dólares, que su resultado final sirvió para generar una terrible masacre, que todos los equilibrios de la Guerra Fría (la política mundial de cuatro décadas) dependieron de la investigación y el desarrollo nuclear, y que, en fin, el estallido de la bomba atómica abrió en Occidente un debate ético sobre la función de la técnica en el que todavía nos encontramos.8 En nuestros días ocupan un lugar similar el "Proyecto Genoma Humano" (pgh) y el "Proyecto Brain", pero se han dado algunos cambios significativos. Por ejemplo, el pgh nace ya rodeado de un aparato de relaciones públicas importante, desde el propio pgh se ha intentado incentivar el debate social y las repercusiones éticas y políticas forman parte, de modo explícito, de las preocupaciones de algunos de los científicos involucrados en el proyecto.
La naturaleza eminentemente social de la producción científica, así como el gran poder de influencia que la ciencia tiene sobre la propia sociedad, tanto mediante las aplicaciones tecnológicas, como mediante las imágenes del mundo que propone, hacen que la reflexión filosófica sobre la ciencia no pueda permanecer ajena por más tiempo a la perspectiva política. Y viceversa, la filosofía política y social no ha podido por menos que ocuparse de la tecnociencia, ya que se trata de uno de los más poderosos factores de configuración social. Cuando los sociólogos comienzan a caracterizar nuestra sociedad actual como una sociedad de la información y del conocimiento, es más que evidente que la tecnología y la ciencia son ya objeto de reflexión para el pensamiento político y social. Pero, junto a la perspectiva sociológica, hace falta una mirada filosófica que atienda a los aspectos críticos y evaluativos. Como ha defendido Srdan Lelas, 9 la filosofía de la ciencia tiene que tratar ahora sobre la legitimidad de la ciencia en una doble dimensión, en su relación epistémica con la naturaleza y en su relación práctica con la sociedad.
La simbiosis entre tecnociencia y política
Como ha señalado Miguel Ángel Quintanilla, los cambios científicos y tecnológicos se producen hoy a un ritmo extraordinariamente rápido, tienen una gran amplitud y profundidad, dependen de la estrecha conexión existente entre ciencia y tecnología, y son uno de los factores más importantes del crecimiento económico y del cambio social. Pero los cambios en ciencia y tecnología no están determinados, dependen de la voluntad de las personas (en el mejor de los casos de la voluntad democrática, aunque esto, por supuesto, no está garantizado). En consecuencia, parece sensato y necesario el establecimiento de políticas científicas.
De hecho, tras la Segunda Guerra Mundial, muchos organismos (UNESCO, OCDE, OEA...) y gobiernos comenzaron a adoptar políticas científicas. En principio se trataba de políticas para impulsar y promover el desarrollo científico y tecnológico, que se adoptaban en el convencimiento de que dicho desarrollo produciría, a su vez, un progreso económico e industrial. Indudablemente, tanto el desarrollo tecnocientífico como el industrial y económico se hallan entrelazados en nuestros días, y producen intensos cambios sociales y naturales. Además, tanto la investigación científica como la innovación tecnológica están en estrecha dependencia de las decisiones políticas y de las prácticas sociales: la expansión de internet, por ejemplo, está recibiendo un apoyo político inusitado, y la introducción de ordenadores, que, sin un cambio cultural y de costumbres, no serviría para aumentar la productividad, contribuye a ella merced a los cambios sociales y laborales recientemente introducidos. No existe, en fin, algo así como un destino fatal necesario para la tecnociencia.
Las políticas de promoción de la ciencia y de la técnica fueron pronto completadas con políticas de orientación del desarrollo tecnocientífico (por ejemplo, a través del establecimiento de áreas prioritarias en las convocatorias de