Las consecuencias políticas de la democracia radical que predica Feyerabend parten del hecho de la no división entre expertos y legos en las cuestiones fundamentales de evaluación de un programa de investigación.
[…] la elección de un programa de investigación es una apuesta. Pero es una apuesta cuyo resultado no puede ser comprobado. La apuesta es pagada por los ciudadanos; puede afectar a sus vidas y a las de generaciones futuras […] Ahora bien, si tenemos cierta seguridad de que existe un grupo de personas que por su entrenamiento son capaces de elegir alternativas que implicarían grandes beneficios para todos, entonces nos inclinaríamos a pagarles y a dejarles actuar sin más control durante largos períodos de tiempo. No existe tal seguridad ni por motivos teóricos ni por otros personales. Hemos de concluir que, en una democracia, la elección de programas de investigación en todas las ciencias es una tarea en la que deben poder participar todos los ciudadanos. 32
La propuesta es tan radical como repetida desde entonces. Si uno lee, pongamos por caso uno que nos es cercano, los ensayos colgados en la página de la oei dedicada a cts (http://www.campus-oei.org/salactsi/), observará múltiples versiones de esta forma de plantear la solución al problema de Epimeteo: la participación a través de foros, mecanismos de evaluación, etcétera que impliquen la voz de los afectados en las decisiones de los programas de investigación: disolver la barrera entre expertos y legos, hacer de los expertos en la justicia, todos en el discurso de Protágoras, también expertos en la dirección de la investigación. Recientemente Latour y Fuller han propuesto una solución similar.
La fuerza de esta línea está en haber elevado el volumen de las muchas voces que concurren en el patio de vecinos de las relaciones entre ciencia, tecnología y sociedad. Su debilidad es la fuerte dependencia que tiene de una concepción pragmatista del conocimiento, de que el valor, sea cual sea la matriz de valores aplicables, sobreviene a consecuencias beneficiosas, o percibidas como tales, por el grupo de referencia. Pero, como ya he desarrollado en otros trabajos, 33 si fuera el caso, en primer lugar, de que hubiese alguna conexión no casual entre verdad y eficiencia, o entre verdad y utilidad, y si fuese el caso añadido de que hubiese una interdependencia interna entre los contenidos del conocimiento, nos podríamos encontrar con que una distribución de las reivindicaciones por grupos de referencia social no es un buen mapa de los problemas abiertos en la investigación científica, y tendríamos algo muy parecido a lo que podríamos denominar un juego del prisionero epistémico. El problema es el siguiente: si el conocimiento científico y técnico forma una trama de dependencias entre unas regiones y otras y si estas dependencias tienen que ver no solamente con alguna forma interna de coherencia sino con el sentido fuerte de que las teorías sean verdaderas para que sus predicciones puedan ser útiles y los diseños eficientes, no se pueden desarrollar localmente los conocimientos siguiendo los deseos e intereses parciales de los grupos particulares. El dilema del prisionero nos enfrenta a una situación en la que la colaboración de todos a una causa común sería la salida que salvaría a todos del desastre, pero cada uno cree que la salida particular es la más racional para cada uno. Y eso es precisamente a lo que está abocada una propuesta basada en el desarrollo de la ciencia y la tecnología de acuerdo a los intereses locales.
El laberinto del contrato social
Las tres posiciones que hemos relatado son soluciones coherentes y representan concepciones muy extendidas en el mundo contemporáneo. Cuando se leen los textos en los que fueron propuestas, como los de los autores que hemos elegido, o cuando se escuchan los argumentos de sus defensores actuales, aparecen a primera vista como soluciones razonables. Sorprende que hayan causado tantas controversias, porque parecería que debieran encontrarse fórmulas que las hicieran complementarias. La historia nos muestra que estas controversias han sido largas y enconadas. La tensión entre la planificación social de la ciencia y la resistencia de muchos miembros, a veces muy importantes, de las comunidades científicas, que ofrecen argumentos muy similares a los que encontramos en Polanyi, ha sido una fuente de conflictos permanente desde la creación de las políticas públicas de la ciencia. La controversia entre las dos líneas universalistas y la tercera línea crítica, constituye uno de los elementos centrales de lo que han sido llamadas Guerras de la Ciencia.
Una segunda y más detenida mirada a cada una de las tres soluciones, sin embargo, nos permite ver que las tres son defectuosas, que no atienden a las razones del vecino. La primera solución contiene un elemento de autoritarismo innegable: la planificación social de la ciencia y la tecnología puede estar sometida demasiado a los avatares de las ilusiones políticas, a los sesgos cognitivos que se producen en nuestras sociedades de consumo o de riesgo, o lo que es más habitual, que se insista y financien líneas de investigación por efectos de moda o por mecanismos de representación simbólica. El famoso caso de la financiación de la fusión fría es ilustrativo a este respecto. Muchos gobiernos tuvieron la ilusión de que se estaba encontrando la piedra filosofal que habría de resolver el problema de la energía y abrieron la chequera para que los investigadores fijasen la cifra de financiación. No es un caso aislado: si se leen las líneas prioritarias de muchos planes de investigación estatales o regionales, particularmente los ya pasados, que pueden ser leídos con cierta perspectiva, encontraremos fácilmente la intromisión de los sesgos simbólicos, de moda, de las aversiones al riesgo o del deseo inmoderado en la expresión de las políticas públicas de investigación. Pero además se introduce una posibilidad de dominio absurdo de una burocracia superestructural sobre las comunidades científicas que emplea ella misma más recursos que las propias comunidades que trata de planificar o evaluar.
La solución elitista que significa la segunda alternativa no es menos odiosa que la primera. Si en una primera observación las demandas de autonomía parecen razonables, en un segundo momento nos encontramos ante una situación mucho menos idílica que la presentada por Polanyi cuando habla de la república de la ciencia. Pues si es una república, que no lo es, al contrario, es una metáfora ella misma sumamente peligrosa, es una república con todas sus glorias y miserias. Aún sentimos frío al pensar en el proyecto Mannhattan: los físicos se embarcaron en fabricar una bomba porque así creían que favorecían los intereses de la república, pero sobre todo porque así pensaban que su ciencia sería favorecida cuando los poderes vieran su utilidad. Cuando quisieron hacer protestas de pacifismo era tarde y su situación lamentable. Fausto había vendido su alma y los demonios le habían concedido sus deseos. Me parece ilustrativa la historia que narra C. P. Snow en una joyita no tan conocida como sus famosas conferencias sobre las dos culturas y que apenas es leída ya. Se trata de Science and Government,34 un libro en el que narra el comportamiento de dos asesores científicos del gobierno inglés: sir Henry Tizard, presidente del comité de investigación aeronáutica desde 1933 a 1943 y de otros comités de defensa aérea durante la Guerra Mundial, y F. A. Lindemann, lord Cherwell, asistente personal y amigo de Churchill para la investigación y las políticas de defensa. Ambos tomaron parte como científicos en la decisión de los bombardeos estratégicos de las ciudades de Alemania. El argumento de Lindemann, que prevaleció, era que debía de quebrarse la potencia alemana bombardeando no las fábricas, que estarían bien defendidas o podrían ocultarse, sino la población, y no los barrios de clases media y alta, que al tener muchos jardines harían inefectivas buena parte de las bombas, sino los apiñados barrios obreros, en los que las bombas serían sumamente efectivas y destruirían la "capacidad productiva" alemana. Tizard se opuso alegando que las estadísticas estaban sesgadas, y que el efecto prometido sería mucho menor. Sus argumentos no hicieron efecto en Churchill, que ya había decidido los bombardeos, pero tampoco lo hacen en nosotros, que observamos horrorizados esa capacidad para banalizar el mal bajo pretexto de cálculo científico. No son casos aislados: los expertos pueden ser tan ciegos y peligrosos como los tiranos