El deseo. Hermann Sudermann. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Hermann Sudermann
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 4057664092618
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      —Sube tú—dijo a su marido la mujer, tan resuelta de ordinario.

      Y, estremeciéndose, extendió la mano hacia el frasco de gotas de Hoffman, que estaba siempre a su alcance. Era la primera vez en su vida que tenía miedo.

      Cuando el viejo Hellinger penetró en la habitación de arriba, el espectáculo con que se encontró le heló la sangre en las venas.

      El cuerpo de su hijo yacía en el suelo, cuan largo era. Debía, en su caída, haberse agarrado de los montantes de la parihuela sobre la cual habían puesto a la muerta y arrastrado todo consigo, pues, sobre él, entre tablas rotas, el cadáver estaba extendido, en su larga camisa, con su rostro helado sobre el de Roberto, y los desnudos brazos sobre la frente de éste.

      En ese momento, Roberto recuperó el sentido y se enderezó. La cabeza de la muerta se deslizó y golpeó el suelo...

      —¡Roberto, hijo mío!—gritó el anciano precipitándose hacia él.

      Este, con los ojos muy abiertos, paseaba en su derredor una mirada vidriosa; parecía no haber vuelto en sí todavía. De repente descubrió uno de los brazos de Olga que, en el momento en que el cuerpo resbalaba hacia un lado, se había atravesado sobre su pecho. Su mirada recorrió aquel brazo hasta el hombro, hasta el cuello, hasta el blanco rostro que sonreía fijamente.

      Sostenido por los dos brazos de su padre, se levantó. Vacilaba sobre sus piernas, como un toro que ha recibido un hachazo.

      —¡Por Dios, hijo mío, vuelve en ti!—exclamó el anciano tomándolo por los hombros.—La desgracia se ha consumado. Somos hombres, tenemos que resignarnos.

      Roberto le lanzó una mirada tímida, desesperada, como un niño. Luego se inclinó hacia el cadáver, lo levantó y lo puso en la cama rechazando con el pie la parihuela destrozada. En seguida se sentó junto a ella, a la cabecera, y maquinalmente enrollaba en su dedo índice un mechón de la suelta cabellera.

      El viejo comenzó a temer por la razón de su hijo.

      —Roberto—dijo acercándose a él.—Tranquilízate, sal de aquí, con quedarte no le devolverás la vida.

      El joven prorrumpió en una risa tan estridente y tan siniestra, que su padre se estremeció hasta la médula de los huesos.

      Su estupor acababa de disiparse de improviso; saltó con los ojos brillantes, e hinchadas las venas de las sienes.

      —¿Dónde está mi madre?—gritó avanzando hacia el anciano.

      Este trató de calmarlo.

      —¡Por piedad, tén un poco de paciencia! Todo te lo contaremos.

      La señora Hellinger, quien, desde hacía ya un momento, escuchaba en la escalera, introdujo en ese momento la cabeza por la puerta. Pasando por delante de su padre, Roberto se precipitó hacia ella con violencia, como si fuera a empuñarla por el cuello. Pero tenía todavía suficiente razón para comprender lo monstruoso de su conducta. Dejó caer sus brazos, inertes; se sentía sofocado, como si la cólera, que trataba de contener, fuera a ahogarlo.

      —Madre—dijo,—es necesario que me rindas cuentas; quiero una respuesta... ¿Por qué ha muerto Olga?

      La anciana se le acercó con expresión de tierna compasión, e hizo un movimiento como para arrojarse a su cuello llorando; pero, con un ademán rudo, él la apartó.

      —Dejemos eso, madre—dijo.—¡Devuélvemela!...

      —Pero, Roberto—gimió ella,—¿es así cómo un hijo trata a su madre? ¡Adalberto, dile tú cuáles son las consideraciones que un hijo debe a su madre!

      Roberto se apoderó de las manos de su padre.

      —No te mezcles en esto, padre—dijo...—La cuenta que hoy tengo que arreglar con mi madre, sólo a nosotros dos concierne. Madre, te lo pregunto una vez más: ¿por qué ha muerto Olga?

      Se había apoyado contra la pared y miraba a su madre fijamente con los ojos inyectados de sangre.

      Mientras tanto, la señora Hellinger se había echado a llorar.

      —¿Acaso lo sé?—dijo sollozando.—¿Acaso puede saberlo alguien? La hemos encontrado en su cama, nada más. La infeliz criatura ha traído la vergüenza a nuestra casa, en señal de agradecimiento...

      —No la ultrajes, madre—dijo él con un gruñido feroz.—¡Muy bien sabes que era mi novia!

      Ella lanzó un grito de sorpresa, y su marido hizo un ademán de extrañeza.

      —¿Cómo, madre! ¿No lo sabías?—gritó Roberto golpeándose la frente con ambos puños.—¿Ella nada te dijo? ¿No fue a buscarte anoche para contarte lo que había pasado entre nosotros durante el día?

      —¡Nada me dijo!—gimió ella.—Apenas si me dirigió una sílaba, y se encerró en su cuarto...

      —Madre—dijo él acercándose hasta tocarla,—cuando te hube confesado todo, ¿no te dirigiste a su conciencia? ¿No le predicaste que, si me amaba verdaderamente, debía renunciar a mí, porque hacía mi desgracia, y sabe Dios cuántas otras cosas? Madre ¿no has hecho eso?

      —¡Mi propio hijo no me cree! ¡Mi propio hijo me acusa de falsedad!—gimió la vieja.—¡He ahí el agradecimiento que obtengo hoy de mis hijos!

      Él le tomó la mano.

      —Madre—dijo,—mucho me has hecho sufrir en todos estos últimos años. Los peores dolores, los más amargos que he tenido que padecer, te los debo a ti.

      —¡Dios de misericordia!—exclamó ella con voz aguda.—¡He ahí el agradecimiento! ¡He ahí el agradecimiento!

      —Pero todo el mal que nos has hecho, a Marta y a mí, te lo perdonaré, madre,—continuó Roberto,—sí ¡y aun más! Te pediré perdón de rodillas por haber alimentado a veces malos pensamientos contra ti, pero es necesario que me otorgues una cosa: es preciso que me jures aquí, sobre este cadáver, que nada sabías, que en todo me has dicho la verdad.

      Y la acercó al cadáver que parecía contemplarlo con su sonrisa de beatitud, como una novia que sonríe a su novio.

      —¿Acaso es necesario semejante juramento entre nosotros?—dijo ella en tono dolorido dirigiéndole, con sus hinchados ojos, una mirada amarga y furiosa.

      Pero le dejó hacer. Roberto puso la mano derecha de su madre sobre la frente de la muerta; ella la acarició diciendo entre sus sollozos:

      —¡Lo juro, mi querida! ¡Bien lo sabes tú, tú, que yo ignoraba todo y que jamás te he exigido nada malo!

      Entonces exhaló un suspiro de alivio, como si descubriera de improviso lo ventajoso que era para ella y para su familia ese lúgubre acontecimiento. En la tierna caricia con que rozó el rostro de la muerta había un agradecimiento sincero.

      En el mismo instante el viejo médico entró precipitadamente en la habitación. Había querido ir al encuentro de Roberto para prepararlo a la espantosa noticia, y veía con terror que llegaba demasiado tarde.

      El viejo Hellinger se adelantó vivamente a recibirlo y le cuchicheó en el oído:

      —¡Lléveselo usted, está como un loco! Aquí nada podremos obtener de él.

      Roberto se había quedado inmóvil, abrazado a las columnas de la cama; su pecho jadeaba; su rostro parecía petrificado por un dolor sombrío, sin lágrimas.

      El doctor frotó su ruda barba gris contra el hombro del joven y gruñó con ese tono de consuelo áspero que, mejor que cualquier otro, llega al corazón de los hombres enérgicos:

      —Ven, hijo mío. No hagas locuras; ¡no turbes su reposo!

      Roberto se estremeció e inclinó dos o tres veces la cabeza.

      Y, de repente, como vencido por