El deseo. Hermann Sudermann. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Hermann Sudermann
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 4057664092618
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      Pero quizá la dosis que había tomado era demasiado débil, quizá el tiempo—hacía más de un año que Marta había muerto de parto, y en esa época era cuando él había dado a Olga la poción calmante—quizá el tiempo había atenuado la fuerza del veneno. Sí, sí, así era; era preciso que así fuera. Mal conservada, la morfina puede descomponerse y volverse inofensiva.

      ¡Adelante, pues, para salvarla, si no es demasiado tarde! El doctor daba vueltas en su cuarto, buscando algo, sin saber qué. Luego tomó de nuevo la carta.

      —¿Y qué es lo que me pides? Hija, hija mía, ¿te figuras que sea cosa tan fácil violar un juramento, renunciar, como se arrojaría un cascarón vacío, a los deberes a los cuales uno ha permanecido fiel durante medio siglo? Niña, no sospechas lo que pides a un hombre de honor.

      En seguida, acercando mucho el papel a sus ojos, volvió a leer una vez más este pasaje: «Es la súplica de una moribunda... se lo suplico a usted desde el fondo del corazón; otórgueme usted todavía esta satisfacción suprema.»

      Por sus ajadas mejillas rodaban gruesas lágrimas.

      —Es imposible, hija mía, es imposible, por bien que sepas suplicar. Y aun cuando lo quisiera, me traicionaría yo mismo. No soy ya más que una pobre y vieja ruina, y no soy dueño de mis nervios. Lo notarían a la primera ojeada. Mas, para que no hayas... suplicado... en vano... a tu tío... quiero... por lo menos... ensayar. Por ti y por Roberto, es necesario ante todo salvarte. ¡Día de Dios! Viejo, sé hombre todavía por lo menos una vez en tu vida. ¡Es preciso que la salves, es preciso, es preciso, es preciso!

      Y tan ligero como sus piernas cascadas podían llevarlo, se precipitó—empujando a su paso a la ama de llaves que escuchaba en la puerta—y echó a andar por la escarcha helada y punzante de la mañana de invierno.

       Índice

      La pareja de los viejos Hellinger, sentados a la mesa para el desayuno, presentaba la imagen de la tranquilidad y de la serenidad más perfectas. Del tubo del aparato de cobre para hacer café, cuyo vientre, bruñido y lustroso, reflejaba el fulgor rojo del fuego, se elevaba un ligero vapor azulado que volvía a bajar hacia la mesa, en nubecillas, empañaba el azucarero de plata y coronaba con un rocío las tazas de café.

      El señor Hellinger llevaba toda la barba, bien cuidada y blanca como la nieve; sus facciones regulares y todavía jóvenes, sus mejillas sonrosadas, respiraban la bondad y el gozo de vivir. Cómodamente extendido en su sillón azul floreado, con la bata recogida sobre las rodillas, parecía esperar con una resignación apacible lo que el destino, bajo la forma de su mujer, le reservaba para ese día.

      Esta acababa de echar un poco de café en el filtro, y se limpiaba minuciosamente los dedos con su delantal de tela blanca adamascada, adornado, a la rusa, con anchas tiras de bordadura roja. Su cofia alba, cuyas cintas estaban sólidamente atadas bajo su carnosa barba, se inclinaba un poco sobre la oreja izquierda, y su rudo y áspero rostro de viejo dragón, de facciones ligeramente hinchadas como se ve en las mujeres de edad que beben de buen grado un trago de coñac en la copa de sus maridos, brillaba lleno de energía y de decisión en su marco de encajes. Se veía en su aspecto que estaba acostumbrada a dominar, a doblegarlo todo, y aun la sonrisa de perpetua amargura que vagaba por su ancha boca, demostraba hasta qué punto acostumbraba a perseguir, sin dejarse detener, la realización de sus planes.

      Y, para no permanecer inactiva hasta que el café hubiera pasado, tomó el tejido de gruesa lana que en su condición de «Presidenta de la Asociación de las mujeres» y de «Directora de la comisión de los pobres,» no se permitía jamás abandonar, y con una rapidez inaudita hizo deslizar las agujas brillantes en sus manos huesosas y habituadas al trabajo.

      —Adalberto, ¿no tienes noticias de Roberto?—preguntó con voz ruda y metálica, que debía penetrar hasta en los menores rincones de la casa.

      La pregunta pareció desagradar al anciano, quien movió la cabeza como si hubiera querido rechazarla lejos; ella turbaba su quietud matinal.

      —Un hijo muy afectuoso, hay que confesarlo—continuó ella, y su amarga sonrisa se acentuó aún más.—Hace ocho días que no se ha dejado ver ni ha dado señales de vida. ¡Si habitara en la luna, no vendría con más rareza!

      El señor Hellinger refunfuñó algo en su barba y se preparó a tomar su larga pipa.

      —Parece que todavía hay algo que no va bien,—continuó ella.—En estos últimos tiempos, sobre todo, se ha vuelto tan raro: suele dar vueltas en mi derredor sin decirme una palabra amable. Me imagino que debe tener encima algún pago que no puede hacer.

      —¡Pobre muchacho!—dijo el anciano, e hizo chasquear su lengua, sin duda para desechar ese pensamiento desagradable.

      —¡Sí, pobre muchacho!—repuso ella en tono burlón.—¿Todavía lo compadeces, quizá? ¿Eres capaz de haberle dado otra vez algo a hurtadillas?

      Él, en señal de protesta, levantó sus manos blancas y bien cuidadas, pero no tuvo sin embargo el valor de mirarla de frente.

      —Adalberto—dijo ella en tono amenazador,—no quiero que eso vuelva a suceder. Lo que le das a él nos lo quitas a nosotros y nuestros demás hijos. ¡Si todavía fuera digno de ello! Pero «quien no quiere escuchar debe padecer.» Si por arrogancia y por obstinación corre a su pérdida...

      —Permite, Enriqueta...—insinuó el señor Hellinger tímidamente.

      —Yo nada permito, querido Adalberto—replicó ella.—¡Quien no quiere escuchar, digo, debe padecer! Si, en su negra ingratitud, no quiere seguir los consejos de su madre, tan llena de ternura que se inquieta sólo por él, que pasa las noches cavilando y atormentándose...

      Y se frotó los ojos con su delantal, como si hubieran estado llenos de lágrimas.

      —¡Pero Enriqueta!—volvió a decir él.

      —¡Adalberto, no me contradigas! Ya sabes que te paso todas tus locuras; te permito quedarte en El Águila Negra todo el tiempo que quieres; te dejo beber de ese mal vino tinto que cuesta tan caro, todo lo que puedes soportar; te preparo la cena cuando vuelves tarde a casa; y, a propósito, bien podrías evitar el volcar tres sillas como lo hiciste ayer. En resumen, me parece que tienes muy poca consideración por tu vieja y fiel esposa; pero ¿qué era lo que quería decir? Sí, en cuanto a mis planes, me harás el servicio de no mezclarte en ellos, por que no los comprendes. ¿Tienes siquiera una idea de todo lo que he hecho ya por ese bribón de Roberto? Correr y viajar de un lado a otro, hacer visitas, escribir cartas, y sabe Dios cuántas otras cosas. Lo presenté a cinco o seis jóvenes extremadamente ricas, se las traje en una bandeja, de modo que no tenía más que extender la mano. ¿Pero qué hizo? Supongo que todavía te acuerdas del ataque que tuve cuando, hace cuatro años, nos trajo a Marta, ¡a esa pobre y enfermiza criatura! Todos mis achaques vienen de allí.

      —¡Pero, Enriqueta!

      —Mi querido Adalberto, te ruego que no me vuelvas a cantar tu antífona: «Marta era mi carne y mi sangre;» ya lo sabemos. Pero, si quería mostrárseme como una sobrina afectuosa y agradecida, ¿por qué no le trajo la dote necesaria? ¡Porque nada tenía, naturalmente, nada! Mi hermano murió indigente como una rata de iglesia. ¿Es esto decente en un miembro de mi familia? Pero, en fin, que hiciera de sus bienes lo que se le antojara, poco me importa; sólo que no tenía necesidad de echarnos a su hija en los brazos.

      —Pero... ya está muerta—observó el señor Hellinger.

      —Sí, ya está muerta—replicó su esposa juntando las manos.—Yo no diré: alabado sea Dios, porque eso sería pecado; pero ya que el buen Dios lo ha decidido así, quiero por lo menos aprovechar y tratar de reparar la locura de Roberto. Mientras estabas en El Águila Negra, bebiendo tu vino tinto, me puse nuevamente en campaña, trabajé, tomé nuevas informaciones; ya no tiene más que elegir.