El deseo. Hermann Sudermann. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Hermann Sudermann
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 4057664092618
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siquiera su madre se hubiera mostrado indulgente! Pero no le perdonaba uno solo de los espárragos que se habían reservado en la primavera, ni tampoco el carruaje para sus paseos, en la época de la cosecha, cuando los caballos tienen tanto que hacer en los campos.

      «Quien no quiere escuchar debe padecer,» era su máxima predilecta, y él nada escuchaba ¡oh! absolutamente nada. Con una palabrita, con un simple «sí,» habría podido poner término a todos sus tormentos, habría podido vivir hasta el fin de sus días en la abundancia y en la alegría; y que no quisiera pronunciarlo, por una obstinación estúpida e inconcebible, que todas sus diligencias para casarlo quedaran infructuosas, era lo que su madre no podía perdonarle.

      Dos años transcurrieron así. Entonces sintió que, si continuaba esa existencia, iba forzosamente, tarde o temprano, a sucumbir del todo. La vacilación, el temor, lo enervaban más y más: resolvió, pues, buscar un fin, y exigir del destino la parte de felicidad razonable que le habían prometido la mirada leal de dos ojos azules y el silencio de dos labios pálidos.

      Y llegó el día en que llevó como esposa bajo su techo a la amada de su juventud, que hacía poco se había quedado huérfana y sin hogar.

      Era un sombrío y triste día de noviembre; las nubes grises corrían en el cielo como siniestros pájaros. Temblorosa y muy pálida con su vestido negro, la delicada y enfermiza criatura se suspendía de su brazo y se estremecía bajo las miradas con que la examinaban los extraños, en las cuales se mezclaban la compasión y el desdén.

      Su suegra la había acogido con reproches e imprecaciones, y transcurrió casi un año antes que entre ellas se establecieran relaciones algo tolerables.

      Marta se había mostrado valerosa y activa, y había, no obstante su mala salud, trabajado de la mañana a la noche para poner en orden todo lo que un amo, largo tiempo soltero, había dejado ir a la deriva.

      Y cuando, después de tres años de vida común, llena de paz y de consuelo, el Cielo prometió bendecir su unión, ella no cesó, aunque su estado exigía los mayores cuidados, de ir y venir, arreglándolo y dirigiéndolo todo, en la cocina, en la bodega y en la casa. Casi parecía que hubiera querido ganar así para su marido la dote que no había podido llevarle.

      En tales circunstancias—dos días después del nacimiento del niño,—Olga había llegado de improviso a Gromowo. Roberto no la había visto desde el día de su casamiento; y casi se asustó de su aspecto al verla dirigirse hacia él tan altiva, dura e impenetrable, tan maravillosamente se había desarrollado su hermosura.

      ¡Y esa mujer era la que ahora iba a ser suya! ¡Qué mundo de sufrimientos, sin embargo; cuántos días de sorda desesperación, y cuántas noches de horripilantes fantasmas habían transcurrido entre aquel día y el presente!

      Roberto se estremecía; no quería pensar más en ello; ahora todo parecía arreglado. La imagen transfigurada de Marta le sonreía apaciblemente desde arriba y lo bendecía, y, como una flor brotada de su tumba, la dicha parecía abrirse de nuevo para él.

      Las torres de la pequeña ciudad se acercaban progresivamente; se destacaban cada vez más detrás de los bosques de alisos. Un cuarto de hora después, el carruaje rodaba en la calle mal pavimentada.

      Apenas Roberto hubo pasado la puerta de la ciudad, notó que a su paso la gente lo trataba de manera enteramente singular. Los unos lo evitaban, los otros levantaban su gorra con ademán torpe, y tan pronto como podían, decentemente, se alejaban de él. Por el contrario, en todas las casas por delante de las cuales pasaba, las ventanas se cubrían de rostros que lo observaban gravemente y que, al ser saludados por él, desaparecían tímidamente detrás de las cortinas.

      Movió la cabeza pensativamente; sin embargo, como su espíritu estaba ocupado con la lucha a la cual se preparaba, no hizo gran caso de aquello y ya no miró ni a derecha ni a izquierda.

      En la esquina de la plaza del mercado—en el sitio donde estaba antes la casilla de impuestos—se hallaba la vieja ama de llaves del doctor: tenía las manos ocultas bajo su delantal azul y una cara de entierro.

      Cuando el coche se acercó, ella le hizo seña de que se detuviera.

      —¡Vamos, señora Liebetreu!—dijo él alegremente.—¡Al fin me encuentro con alguien que no huye al verme!

      La anciana alzó los ojos al cielo para no verse obligada a mirarlo.

      —¡Ah, mi joven señor!—dijo, se le llamaba siempre el joven señor, para distinguirlo de su padre, aunque hacía tiempo que había cumplido los treinta.—El señor doctor ruega a usted que entre en su casa: querría hablar primero con usted, pues tiene algo que decirle.

      —¿Es muy urgente lo que tiene que decirme?

      La vieja se asustó; creyó que a ella iba a incumbirle el cuidado de darle la penosa noticia.

      —¡Ah! ¡Qué sé yo!—exclamó.—No me ha dicho más que eso.

      —Bueno, salude usted afectuosamente a mi tío, y dígale que tengo que hablar primero con mis padres—él sabe de qué se trata—y que inmediatamente después iré a verlo.

      La anciana murmuró algo, pero las palabras se ahogaron en su garganta.

      El carruaje continuó su camino hacia la casa del viejo Hellinger, situada bajo la sombra de viejos y soberbios tilos, como bajo un dosel. Los vidrios de las ventanas le dirigían miradas amistosas; las lustrosas tejas del techo brillaban; se sentía, como siempre, que ese techo abrigaba el reposo de una vejez rodeada de amplias comodidades. Ató su caballo en la verja del jardín y subió con paso pesado y ruidoso la pequeña escalinata, a lo largo de la cual, en grandes tiestos, los ásteres medio muertos bajaban lamentablemente la cabeza.

      La campanilla hizo oír su ruidoso repique en toda la casa, pero nadie se presentó a recibirlo. Arrojó su capa empapada por la lluvia sobre uno de los grandes cofres de roble en que estaban sepultados los tesoros de la ropa maternal. Después entró en la sala, estaba desierta.

      —Los viejos son muy capaces de estar durmiendo la siesta—murmuró;—creo que hoy será prudente dejarlos dormir.

      Se dejó caer en el rincón de un sofá y miró a la puerta, pues esperaba, en sus adentros, que Olga hubiera visto su coche a la entrada, y bajara para tenderle la mano.

      No tardó en impacientarse. ¿Y si Olga había ido a la granja? Pero no; ella sabía que él debía venir para hablar con sus padres.

      Por fin se decidió: «Voy a ir a llamar a su puerta,» y se levantó.

      Contuvo una sonrisa al estirar sus robustos miembros. Cuando, desde la víspera por la tarde, había aspirado sin tregua a encontrase con ella, se sentía invadido, en el momento de volver a verla, por una especie de aprensión singular. Esa timidez, esa confusión que en otros tiempos se apoderaban siempre de él en su presencia, volvían a dominarlo. ¿Era posible que hubiera tenido la víspera a esa mujer en sus brazos? ¿Y si se había arrepentido, si fuera a devolverle su palabra?

      Pero en ese instante, toda su audacia se despertó. Abrió los brazos en toda su extensión, y, sonriendo a ese reflejo de felicidad con que lo inundaba el recuerdo de las recientes horas, exclamó:

      —¡Que haga la prueba! ¡Con estas mis manos la alzo y me la llevo a casa! ¡Puesto que Marta ha dicho «sí,» yo querría ver que alguien se opusiera!

      Y de puntillas, para no despertar a sus padres, subió la escalera que no por eso dejaba de gemir bajo su peso.

      Delante de la puerta del cuarto de Olga, se detuvo estupefacto: veía la raya de luz que penetraba en el corredor por la rotura de la madera.

      Tocó la puerta sin obtener respuesta: no obstante, entró.

      *

       * *

      Un segundo después, la casa se conmovía hasta sus cimientos, como si el techo se desplomara.

      Los dos ancianos que se habían