Historia de dos ciudades. Charles Dickens. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Charles Dickens
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788074842139
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lo creo.

      —¿Quiénes son esos pocos? ¿Cómo los elegís?

      —Escojo a los que son hombres verdaderos y se llaman como yo, Jaime. Por otra parte vos sois inglés y no me entenderíais.

      Miró luego por un agujero de la pared y levantando la cabeza, llamó dos o tres veces en la puerta, sin otro objeto aparente que el de hacer ruido. Con la misma intención metió la llave ruidosamente en la cerradura y, por fin, abrió. Antes de entrar dijo algo y le contestó una voz débil desde el interior. Entonces el tabernero hizo seña a sus compañeros para que entraran y el señor Lorry cogió el brazo de la joven, pues observó que le faltaban las fuerzas.

      —Entrad conmigo —dijo.— Todo eso no es más que… cuestión de negocio.

      —Estoy asustada —contestó ella temblando.

      —¿De qué?

      —Quiero decir de él. De mi padre.

      Apurado por el estado de la joven y por las señas que le hacía el tabernero, el señor Lorry levantó a su compañera y en brazos la hizo entrar en la habitación. Defarge quitó la llave, cerró por dentro, todo eso con tanto ruido como le fue posible, y, finalmente, echó a andar despacio hasta llegar a la ventana junto a la cual se detuvo.

      El lugar, evidentemente destinado a leñera, era muy obscuro, pues solamente había una ventanilla en el techo y estaba medio cerrada. Era, pues, difícil avanzar a la escasa luz reinante, pero allí, sin embargo y de espalda a la puerta, estaba un hombre de blancos cabellos, sentado en una banqueta muy baja, muy atareado en hacer zapatos.

      —Buenos días —exclamó el señor Defarge mirando al hombre de cabellos blancos que tenía la cabeza inclinada sobre su trabajo.

      El interpelado levantó la cabeza y en voz baja, como distante, contestó a la salutación:

      —Buenos días.

      —Siempre trabajando, ¿eh?

      Después de largo silencio, la blanca cabeza se levantó de nuevo y dijo:

      —Sí, estoy trabajando.

      Y aquella vez, antes de inclinar de nuevo la cabeza, el anciano miró al tabernero con sus trastornados ojos.

      La debilidad de la voz causaba compasión y temor a un tiempo. No era la debilidad resultante de la pérdida de fuerzas, sino que, indudablemente, se debía en gran parte al encierro y a la falta de uso. Era como débil eco de un sonido muy antiguo.

      Hubo una pausa y luego el tabernero dijo:

      —Deseo abrir un poco la ventana para que entre más luz. ¿Podréis resistirla?

      El zapatero interrumpió su labor y preguntó:

      —¿Qué decís?

      —Que si podréis resistir un poco más de luz.

      —Tendré que resistirla si la dejáis entrar.

      El tabernero abrió la ventana y el rayo de luz que entró dejó ver al viejo zapatero que tenía sobre las rodillas un zapato a medio terminar. Sobre la banqueta y en el suelo estaban sus herramientas. Tenía la barba blanca, mal cortada, la cara chupada y los ojos muy brillantes. Llevaba la camisa abierta por el pecho, dejando al descubierto su piel blanca y flácida. Y tanto él como los andrajos que vestía, a causa del largo encierro habían adquirido el color amarillento del pergamino.

      Puso una mano ante los ojos para resguardarlos de la luz y entonces se vio que los huesos de aquélla se transparentaban. No miraba al tabernero, sino que apenas dirigía los ojos a uno y otro lado, como si hubiese perdido el hábito, de asociar el espacio con el sonido.

      —¿Vais a terminar hoy este par de zapatos? —preguntó Defarge al tiempo que hacía señas al señor Lorry para que se acercara.

      —¿Qué decís?

      —Si vais a terminar hoy este par de zapatos.

      Esta pregunta le recordó su labor y se inclinó nuevamente sobre ella. Mientras tanto avanzó el señor Lorry llevando de la mano a la joven, y cuando ya hacia cosa de un minuto que estaban al lado de Defarge, el zapatero levantó la vista. No dio muestras de sorpresa al ver a otra persona, sino que se llevó la mano a los labios y luego reanudó el trabajo.

      —Tenéis una visita —le dijo Defarge.

      —¿Qué decís?

      —Que hay una visita. Mirad, este caballero es muy inteligente en calzado. Mostradle el zapato que estáis haciendo. Tomad —dijo a Lorry dándole el zapato.— Ahora —añadió dirigiéndose al zapatero —decid a este señor qué clase de calzado es éste y el nombre del que lo hace.

      Hubo una larga pausa y luego el pobre hombre dijo:

      —He olvidado ya lo que me decíais. Repetídmelo.

      —¿Podéis describir este calzado?

      —Es un zapato de señora. A la moda, aunque nunca he visto la moda.

      —¿Y el nombre del zapatero?

      —¿Preguntáis mi nombre? —exclamó después de largo silencio.

      —Precisamente.

      —Ciento cinco, Torre del Norte.

      —¿Nada más?

      —Ciento cinco, Torre del Norte.

      Y dando un suspiro se absorbió nuevamente en su trabajo.

      —¿Sois zapatero de oficio? —le preguntó el señor Lorry.

      El interpelado miró a Defarge, como invitándole a contestar, mas en vista de que no lo hacía, lo hizo él diciendo:

      —No, no es mi oficio. He aprendido aquí. Lo aprendí yo solo. Pedí permiso…

      Hizo una pausa como si no estuviera resuelto a continuar y luego añadió:

      —Pedí permiso para aprender yo solo. Lo conseguí al cabo, después de muchas dificultades y desde entonces hago zapatos.

      Y mientras tendía la mano en espera de que le devolvieran su labor, el señor Lorry le preguntó, mirándolo con fijeza:

      —¿No os acordáis de mí, señor Manette?

      El zapato cayó al suelo, en tanto que el pobre zapatero miraba al que le preguntaba.

      —¿No recordáis tampoco a este hombre, señor Manette? —preguntó el señor Lorry, apoyando la mano en el brazo de Defarge. —Miradlo bien. Miradme también. ¿No vuelven a vuestra memoria las imágenes de los que fueron vuestro antiguo banquero y vuestro criado, ni recordáis vuestros antiguos negocios, señor Manette?

      El cautivo de tantos años miró fijamente al señor Lorry a Defarge y sus ojos dejaron asomar algunos destellos de la antigua inteligencia, pero quedaron pronto nublados.

      Y eso ocurrió nuevamente cuando los ojos del desgraciado se fijaron en el hermoso rostro de la joven que, deslizándose junto a la pared avanzaba tendiéndole las manos, en su deseo de estrechar contra su pecho aquella cabeza de espectro.

      Pero nuevamente quedó apagado el destello de inteligencia. Dando un suspiro, el zapatero reanudó