—¡Demonio! ¿no ha vuelto otra vez?
Una mujer muy limpia y aseada, que estaba arrodillada en el rincón, se levantó apresuradamente, demostrando así que la exclamación del señor Roedor se refería a ella.
—¿Qué haces? —exclamó el señor Roedor buscando a tientas una bota para tirársela por la cabeza. —¿Ya estás otra vez con lo mismo?
Y habiendo encontrado lo que buscaba, tiró a la mujer una bota llena de barro. Y hemos de llamar la atención acerca de la particularidad de que aun cuando el señor Roedor regresaba, por las tardes, del Banco con las botas limpias, por la mañana las tenía siempre llenas de barro.
—¿Se puede saber lo que estabas haciendo?
—Estaba rezando mis oraciones —contestó la pobre mujer.
—¿Conque rezando, eh? ¿Se puede saber qué te propones pasando el tiempo de rodillas y rezando contra mí?
—No rezaba contra ti, sino por ti.
—No es verdad, y, por otra parte, no quiero consentírtelo. Mira, hijo, aquí tienes a tu madre rezando contra la prosperidad de tu padre. ¡A fe que tienes suerte, hijo mío, de que tu religiosa madre se pase el día entero rezando para que no puedas llevarte a la boca tu pan de cada día!
El joven Roedor, que iba en mangas de camisa, miró a su madre muy disgustado.
—Te repito —insistió el señor Roedor —que no quiero que reces más. No quiero que venga la mala suerte por tu causa. Si fueras otra y no llamaras la desgracia contra tu marido y contra tu hijo, tendríamos ya buenos cuartos. Levántate, chico, y mientras yo me limpio las botas, vigila a tu madre y si ves que vuelve a arrodillarse me lo dices.
Obedeció el chico y fijó sus ojos en su madre, a la que, de vez en cuando, asustaba fingiendo que iba a llamar a su padre, el cual volvió al poco rato para tomar su desayuno. Hacia las nueve de la mañana se arregló convenientemente y salió para desempeñar sus deberes diarios.
A pesar de que se llamaba a sí mismo “un honrado menestral” nada podía justificar esta denominación. Sus herramientas de trabajo consistían en un taburete de madera, que en otros tiempos fue una silla, taburete que su hijo llevaba cada mañana junto a la puerta de la casa de banca inmediata al Tribunal del Temple. Allí, con el auxilio de algunos puñados de paja, que arrebataba a cualquier carro que pasara, podía guarecerse del frío y de la humedad que, de otra manera, habría sufrido en su campamento.
Aquella mañana ventosa de marzo, Jeremías se instaló en su sitio, cuando, al poco rato, apareció uno de los empleados de la casa, exclamando:
—¡Que entre el mozo!
—Ya tenemos qué hacer, padre —exclamó el muchacho sentándose en el taburete que el autor de sus días acababa de dejar desocupado.
—¿Por qué tendrá mi padre los dedos siempre cubiertos de orín? —se preguntó el chico.— Porque aquí no hay hierro ninguno que tocar.
Capítulo II.— La vista de una causa
—¿Conocéis Old Bailey, verdad? — preguntó uno de los empleados más antiguos a Jeremías.
—Sí señor, lo conozco.
—Perfectamente. ¿Conocéis, también al señor Lorry?
—Mejor todavía —contestó Jeremías.
—Muy bien. Entrad por la puerta de ingreso de los testigos y enseñad al portero esta nota para el señor Lorry. Os dejará entrar.
—¿Al patio, señor?
—Al patio.
—¿He de esperar en el patio?
—Ahora os diré lo que debéis ha esta nota al señor Lorry y vos, mientras tanto, haced alguna señal a este último para que os vea y sepa dónde estáis, Luego os quedáis allí, por si acaso él os necesita.
—¿Nada más?
—Nada más. Quiere tener un mensajero a su disposición. Por esto se le avisa de que estaréis allí.
El empleado dobló la nota y el señor Roedor, tomándola, preguntó:
—¿Se juzga algún caso de falsificación de esta mañana?
—De traición.
—Pues en tal caso habrá descuartizamiento. Esto es muy bárbaro.
—Es la Ley —observó el viejo empleado.
—Por más que sea la Ley, ya basta con matar a un hombre. No hay necesidad de descuartizarlo.
—Tened cuidado de cómo habláis de la Ley. No os metáis en lo que no os importa. Recordad este buen consejo. Tomad la nota y marchad en seguida.
Jeremías tomó el papel, saludó y, al pasar por delante de su hijo, le avisó del lugar adonde iba y se alejó.
La prisión era un lugar infame, en el cual se desarrollaban las enfermedades con una facilidad pasmosa y, a veces, no solamente hacían presa de los encarcelados, sino que, incluso, se adueñaban del mismo presidente del Tribunal. Más de una vez el juez pronunciaba su propia sentencia y moría mucho antes que el pobre hombre a quien acababa de condenar a muerte. Por lo demás la prisión de Old Bailey era famosa por un patio que tenía y del cual salían continuamente numerosos viajeros, pálidos y demacrados, en carros y coches, en dirección al otro mundo, y atravesando por entre el numeroso público que iba a presenciar tales espectáculos. Era también famosa por el pilorí, antigua y sabia institución que infligía un castigo cuya extensión no era posible mover y, también, por la pena de azotes que allí se aplicaba, muy humanitaria y reformadora.
Abriéndose camino por entre la multitud que siempre rodeaba la cárcel, el mensajero del Banco Tellson halló la puerta que buscaba y entregó la carta a través de un ventanillo. Después de ligera demora se abrió la puerta un poco y el señor Jeremías Roedor pudo penetrar en el patio.
—¿Qué juicio se está celebrando? —preguntó a un empleado.
—Uno de traición.
—Entonces lo descuartizarán si lo encuentran culpable.
—¡Oh, no hay cuidado! —replicó el otro, —será culpable.
La atención del señor Roedor fue solicitada entonces por el portero, que se dirigía hacia el señor Lorry para entregarle el papel que acababa de recibir. El señor Lorry estaba sentado a una mesa, en compañía de otros señores que llevaban pelucas, y no muy lejos se veía al defensor del reo, con un gran montón de papeles ante él. Enfrente estaba otro caballero, también con peluca, con las manos metidas en los bolsillos y mirando al techo con la mayor atención. Jeremías procuró con señas y con algunas toses significativas que el señor Lorry le mirase.
Entró, por fin, el juez y, a poco, dos carceleros introdujeron al acusado. Todos los que estaban en la sala miraron al desgraciado, a excepción del personaje que tenía los ojos fijos en el techo. Jeremías miró como todos los demás y vio que era un hombre joven, de unos veinticinco años, de excelente aspecto, de noble apostura, moreno y de ojos negros. Parecía un caballero. Vestía de negro o de gris muy obscuro, y su cabello, que era largo y negro, estaba recogido y atado con una cinta en el cogote, más, tal vez, para evitar que le molestase, que por adorno. Por lo demás parecía muy tranquilo, y después de hacer una reverencia ante el juez se quedó inmóvil.