—Me considero feliz de haber sido honrado con el encargo y más me complacerá llevarlo a cabo.
—Os doy las gracias, caballero —contestó la joven.— Os estoy muy agradecida. Me anunciaron en el Banco que el caballero me explicaría todos los detalles del asunto y que debo prepararme para oír noticias sorprendentes. Desde luego he hecho todo lo posible para prepararme y os aseguro que siento deseos de saber de qué se trata.
—Naturalmente —contestó el señor Lorry.— Yo…
Después de ligera pausa añadió, ajustándose mejor la peluca:
—Es muy difícil empezar.
Y se quedó silencioso en tanto que la joven arrugaba la frente.
—¿No nos habremos visto antes, caballero? —preguntó la joven.
—¿Lo creéis así? —exclamó sonriendo el señor Lorry.
Ella permaneció silenciosa, sin contestar y el caballero añadió:
—En vuestra patria de adopción, señorita, supongo que desearéis que os trate como si fueseis inglesa.
—Como gustéis, caballero.
—Señorita Manette, yo soy hombre de negocios y con respecto a vos he de llevar a cabo un negocio. Cuando oigáis de mis labios lo que voy a decir, tened la bondad de no ver en mi otra cosa que una máquina que habla, porque, en realidad, no seré otra cosa. Con vuestro permiso, pues, voy a referiros ahora, señorita, la historia de uno de nuestros clientes.
—¿Una historia?
—Sí, señorita, de uno de nuestros clientes. En nuestros negocios bancarios llamamos clientes a todas nuestras relaciones. Se trataba de un caballero francés; un hombre de ciencia, de grandes dotes intelectuales. Un doctor.
—¿De Beauvais?
—Sí, señorita, precisamente de Beauvais. Como el doctor Manette, vuestro padre, este caballero era de Beauvais. Y, también como el señor Manette, vuestro padre, el caballero en cuestión era muy conocido en París. Tuve el honor de conocerlo allí.
Nuestras relaciones eran puramente comerciales, aunque de carácter confidencial. En aquel tiempo estaba yo en nuestra casa francesa, y de ello hace… ¡oh, por lo menos, veinte años!
—¿En aquel tiempo? ¿Puedo preguntar qué tiempo era?
—Hablo, señorita, de veinte años atrás. Se casó con una dama inglesa… y yo era uno de sus fideicomisarios. Sus asuntos, como los de muchos otros caballeros franceses, estaban por completo en manos del Banco Tellson. De la misma manera soy y he sido fideicomisario de veintenas de nuestros clientes. Estas son relaciones de negocios, señorita; no hay en ellas amistad alguna, interés particular, ni nada que se parezca a sentimiento. En el curso de mi vida comercial, he pasado de uno a otro, de la misma manera como durante el día paso de un cliente a otro; en una palabra, no tengo sentimientos. Soy una máquina y nada más. Y continuando mi relación…
—Pero, caballero, me estáis refiriendo la historia de mi padre, y ahora se me ocurre que cuando murió mi madre, que solamente sobrevivió a mi padre dos años, vos fuisteis quien me llevó a Inglaterra. Estoy casi segura de ello.
El señor Lorry tomó la manecita que avanzaba hacia él y respetuosamente la llevó a los labios. Luego, tras de arrellanarse en su silla, añadió:
—Sí, señorita, fui yo. Y eso os convencerá de que realmente no tengo sentimientos y que todas mis relaciones con los clientes son puramente de negocios. Desde entonces habéis sido la pupila del Banco Tellson y yo no he procurado siquiera veros de nuevo, ocupado como estaba en otros asuntos. ¡Sentimentalismos! No, no tengo tiempo para ello, pues me paso la vida ocupado en mover inmensas sumas de dinero.
El señor Lorry volvió a alisarse la peluca, por más que no era necesario, y continuó:
—Así, pues, señorita, lo que acabo de referir es la historia de vuestro padre. Pero ahora vienen las diferencias. Si vuestro padre no hubiese muerto cuando murió… ¡No os asustéis!
En efecto, la joven se había sobresaltado.
—Os ruego —prosiguió el señor Lorry —que moderéis vuestra agitación. Aquí no se trata más que de negocios. Como iba diciendo…
Pero la mirada de la joven lo descompuso de tal manera, que, tartamudeando, prosiguió:
—Como iba diciendo… Si el señor Manette no hubiese muerto, y si en vez de morir, hubiese desaparecido silenciosa y misteriosamente; si no hubiera sido muy difícil adivinar a qué temible lugar había ido a parar; sí no hubiese existido algún compatriota suyo tan temible que resultara peligroso hablar aún en voz baja de vuestro padre, es decir, sin correr el peligro de verse encerrado para siempre más en alguna olvidada prisión; si su esposa hubiera implorado del mismo rey, de la reina, de la corte y hasta de las mismas autoridades eclesiásticas, que le dieran noticias del desaparecido, aunque siempre en vano… entonces la historia de vuestro padre habría sido la misma de ese infortunado caballero, el doctor de Beauvais.
—¡Continuad, caballero, os lo ruego!
—Voy a proseguir, pero ¿no os faltará valor?
—Cualquier cosa es preferible a la incertidumbre en que me habéis dejado.
—Habláis con calma y seguramente, estáis ya tranquila. Así me gusta —añadió, aunque su actitud parecía menos complacida que sus palabras.— Se trata solamente de un negocio… de un negocio que hay que llevar a cabo. Ahora bien; si la esposa del doctor, aunque era una dama de gran valor y muy animosa, sufrió tanto por esta causa antes de que naciera su hijo…
—No fue un hijo, caballero, sino una niña.
—Bien, una niña. Esto no altera el negocio. Así, pues, señorita, la pobre dama sufrió tanto antes de nacer su hija, que se resolvió ahorrarle la herencia del dolor que ella había sufrido, y le hizo creer que su padre había muerto. ¡No, no os arrodilléis! ¿Por qué os arrodilláis?
—Para suplicaros que me digáis la verdad. ¡Oh, caballero, compadeceos de mí y decidme la verdad!
—Ya lo haré… pero esto no es más que un negocio. Me aturrulláis y no podré seguir. Si, por ejemplo, me decís cuánto suman nueve veces nueve peniques o los chelines que hay en veinte guineas, me dejaréis más tranquilo.
Sin contestar a esta pregunta, la joven hizo un esfuerzo por dominarse, y advirtiéndolo su interlocutor, exclamó:
—Bien, perfectamente. Cobrad ánimo. Se trata solamente de un negocio y de un buen negocio. Señorita Manette, vuestra madre tomó la resolución que he indicado, y cuando murió, con el corazón destrozado por el dolor, y sin haber dejado ni un momento de hacer indagaciones con respecto a vuestro padre, os dejó a los dos años de edad en camino de crecer hermosa, feliz y sin penas, y libre de la obscura nube que habría representado para vos la incertidumbre de no saber si vuestro padre continuaba encerrado en un calabozo y seguía sufriendo las torturas de estar enterrado en vida.
Miró compasivo a los dorados cabellos de la joven, como si hubiese temido verlos con algunas hebras de plata.
—Ya sabéis que vuestros padres no tenían gran fortuna —añadió— y que cuanto poseían fue debidamente asegurado