Historia de dos ciudades. Charles Dickens. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Charles Dickens
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788074842139
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el único pasajero que llegó a aquella hora?

      —Sí, señor, el único.

      —¿Viajabais solo, señor Lorry, o iba con vos algún compañero?

      —Me acompañaban dos personas. Un caballero y una señorita. Están aquí.

      —¿Conversasteis con el acusado?

      —Muy poco. El tiempo era malo y casi durante todo el viaje estuve tendido en el sofá.

      —¡Señorita Manette!

      La joven, hacia quien se volvieron todos los ojos, se puso en pie y su padre la imitó.

      —Señorita Manette, mirad al acusado.

      Este pareció intranquilo al ser contemplado por aquella graciosa joven.

      —¿Habíais visto ya anteriormente al acusado, señorita Manette?

      —Sí, señor.

      —¿Dónde?

      —A bordo del barco a que acaba de referirse el señor Lorry.

      —¿Erais vos la señorita a quien acaba de referirse este caballero?

      —Sí, desgraciadamente soy yo.

      —Contestad a las preguntas que se os dirijan, sin hacer observación alguna —exclamó el fiscal.— ¿Conversasteis con el acusado durante el viaje?

      —Sí, señor.

      —Referid la conversación.

      En medio de la atención general y del silencio reinante, la joven empezó a decir:

      —Cuando este caballero llegó a bordo…

      —¿Os referís al prisionero? —preguntó el fiscal frunciendo las cejas.

      —Sí, señor.

      —Entonces llamadle acusado.

      —Pues, cuando el acusado llegó a bordo, se fijó enseguida en mi padre y vio que estaba fatigado y enfermo. Mi padre estaba tan mal que yo temí exponerle al aire y por esto le arreglé su lecho en la cubierta, cerca de la escalera de los camarotes y me senté a su lado para cuidarlo. Aquella noche no había más pasajeros que nosotros cuatro. El acusado fue tan amable que me aconsejó cómo podría guarecer mejor a mi padre del viento y del mal tiempo, y, en general, se portó con la mayor bondad y cortesía. Así empecé a hablar con él.

      —¿Os fijasteis si llegó solo a bordo?

      —No llegó solo.

      —¿Cuántos le acompañaban?

      —Dos caballeros franceses.

      —¿Observasteis si conferenciaban secretamente?

      —Estuvieron hablando hasta el último momento, cuando los franceses se vieron obligados a bajar al bote.

      —¿Visteis si, entre ellos, se cambiaron algunos papeles semejantes a estas listas?

      —Vi que tenían algunos papeles en las manos, pero no sé cuáles.

      —Ahora contadnos cuál fue la conversación del acusado, señorita Manette.

      —Se mostró muy amable conmigo, y bondadoso y útil para mi padre. Espero —exclamó entre lágrimas— que mi declaración no va a perjudicarle y a pagar mal los favores que me hizo.

      —No os ocupéis de esto, señorita Manette —replicó el juez,— estáis en la obligación de decir la verdad y el acusado lo sabe. ¡Continuad!

      —Me dijo que viajaba a causa de unos negocios de naturaleza delicada y difícil, que podían poner en situación apurada a algunas personas, y que viajaba bajo nombre supuesto. Añadió que aquellos negocios lo habían llevado a Francia pocos días antes y que, de vez en cuando, le obligaban a dirigirse tan pronto a Francia como a Inglaterra.

      Entonces el fiscal llamó al doctor Manette para que declarara y le dijo:

      —Doctor Manette, servíos mirar al acusado. ¿Lo habíais visto anteriormente?

      —Una vez tan sólo, cuando me visitó en mi casa de Londres. Hará de eso tres años o tres y medio.

      —¿Sabéis si es la misma persona que viajaba a bordo del barco que os llevaba a vos y a vuestra hija y el mismo que conversó con ésta?

      —Lo ignoro, señor.

      —¿Hay alguna razón especial que explique la imposibilidad en que os halláis de contestar a mi pregunta?

      —Sí, señor, existe.

      —¿No tuvisteis la desgracia de permanecer largos años preso, sin haber sido juzgado ni acusado, en vuestro país natal, doctor Manette?

      —En efecto, estuve preso mucho tiempo.

      —¿Acababais de ser puesto en libertad, cuando hicisteis aquel viaje?

      —Así me lo dijeron.

      —¿No recordáis nada?

      —Nada absolutamente. En mi memoria hay un vacío por espacio de no sé cuánto tiempo, es decir, desde que en mi cautiverio me dediqué a hacer zapatos hasta el tiempo en que me encontré viviendo en Londres con mi querida hija. Esta me era ya muy querida cuando Dios misericordioso me devolvió mis facultades, pero no sé cuándo empecé a conocerla, pues no me acuerdo.

      Se presentaba, entonces, una cuestión muy importante y era la de saber si el acusado había visitado, en aquella noche de noviembre, cinco años atrás, una ciudad en la que había un arsenal de guerra y una importante guarnición, para adquirir datos. Se presentó un testigo, quien declaró que reconocía en el acusado a un hombre que estuvo aquella noche en el café de dicha ciudad esperando a otra persona.

      En aquel momento el caballero de la peluca, que, hasta entonces había estado mirando al techo, escribió una o dos palabras en un pedazo de papel, y, después de arrollarlo, lo entregó al defensor. Este lo leyó, miró al acusado con la mayor atención y se volvió para preguntar al testigo:

      —¿Estáis seguro de que era este mismo hombre?

      —Completamente —contestó el testigo.

      —¿No pudisteis ver a otra persona que se le pareciera mucho?

      —Habría tenido que ser tan parecido a él, que casi es imposible que pudiera darse el caso.

      —Pues, entonces, hacedme la merced de mirar a este caballero —dijo el defensor señalando al que acababa de entregarle el papel,— y luego mirad al preso. ¿No creéis que se parecen como dos gotas de agua?

      En efecto, aquellos dos hombres no podían ser más parecidos.

      Inmediatamente el fiscal preguntó al defensor, señor Stryver, si con esto quería acusar de traición al señor Carton, que era el caballero de la peluca, pero el defensor contestó que no se proponía nada de esto, sino, tan sólo, señalar la posibilidad de que se tratara de una persona tan parecida al acusado como la que tenían a la vista.

      A continuación el defensor, señor Stryver, se esforzó en demostrar que Barsad era un espía a sueldo y un traidor, un traficante en sangre humana y uno de los más perfectos sinvergüenzas que existieron en la tierra después del traidor judas; que el virtuoso criado