—América estaba descubierta por entero—dijo Ojeda—cuando todavía enviaban los vecinos de Tenerife expediciones a su costa, por estas aguas, en busca de la famosa tierra de San Borombón. Y la isla, que se dejaba ver perfectamente desde lo alto de las montañas, difuminábase en el horizonte y acababa por perderse cuando alguien iba a su encuentro en un buque. Hubo muchas expediciones, unas pagadas por los regidores de la isla, otras de particulares, pero todas sin éxito; y la gente, cada vez más convencida de la existencia de San Borombón, achacaba estos fracasos a la impericia de los expedicionarios antes que renunciar al encanto de lo maravilloso. Casi todos los mapas de la época situaban esta isla en las inmediaciones de las Canarias, y ochenta años antes de a independencia de las colonias, cuando la América española iba ya pensando en declararse mayor de edad, todavía salió de Tenerife una expedición mandada por un caballero respetable, y como se trataba de una empresa misteriosa, iban dos frailes en su buque. Algunos creían que esta isla fantasma era el lugar del Paraíso terrenal donde viven en bienaventuranza eterna Elías y Enoch... La santa poesía se aprovecha siempre de las ficciones populares, y por esto el Tasso, al encantar al caballero Rinaldo en los mágicos jardines de Armida, los coloca en una isla de las Canarias, recordando sin duda la tradición de la de San Borombón.
Luego los dos amigos hablaron de la Atlántida, tierra sorbida por las convulsiones del lecho del Océano y que sólo había dejado como recuerdo de su existencia una tradición de poderosos gigantes en diversas teogonías: Hércules batiendo sus columnas entre España y África y juntando dos mares; Dhoulcarnain (El de los dos cuernos) y Chidr (El personaje verde), héroes de la fábula árabe inspirada en las tradiciones fenicias, abriendo un canal entre el Mar Tenebroso, o sea el Atlántico, y el Mar Damasceno, el Mediterráneo.
La ciencia helénica había adivinado a través de las poéticas ficciones la verdadera forma del planeta. En los primeros tiempos era la tierra un disco que flotaba sobre las aguas del río Océano, ligeramente inclinado hacia el Sur por el peso de la abundante vegetación del trópico. Pero los pitagóricos sustituían esta hipótesis con la afirmación de la esfericidad del planeta, y después de esto no había que hacer grandes esfuerzos para imaginarse la posibilidad de navegar desde el extremo de Europa, o sea desde España, a las costas orientales de Asia, siguiendo el rumbo de Occidente. Aristóteles y Estrabón hablaban de un «solo mar que bañaba a la vez las costas opuestas de los dos continentes», añadiendo que en muy pocos días podía ir un buque desde las columnas de Hércules a la parte más oriental de Asia.
Estas ideas se conservaban y propagaban a través de la Edad Media entre los hombres de estudio. Muchos Padres de la Iglesia siguieron considerando la tierra como una superficie plana, con arreglo a la fantástica geografía del monje bizantino Cosmas Indicopleustes, pero en conventos y universidades se transmitían pequeños grupos las tradiciones de la antigüedad, las doctrinas de Aristóteles, comentadas y difundidas por los árabes de España, los rabinos arabizantes, Alberto el Grande y otros sabios cristianos. La geografía de Ptolomeo era admitida por los hombres cultos.
Preocupaba el continente asiático a la Europa medieval, puesta en contacto con él por las invasiones de los musulmanes y las expediciones de los cruzados. Se conocían por relatos antiguos las conquistas de Alejandro hasta el Ganges y las correrías de algunos procónsules romanos, pero quedaba una parte del continente misteriosa y desconocida: el Asia ultra-Ganges, la más grande y la más rica. El lujo de las cortes europeas hacía cada vez más necesarios los productos de la India, traídos por las caravanas a través de las áridas mesetas asiáticas: las especierías, el marfil y la seda. Los sacerdotes budistas y cristianos, por religioso proselitismo, realizaban atrevidos viajes que iban ensanchando el horizonte geográfico y el de las ideas. Con la llegada de las caravanas se difundían las asombrosas noticias del reino del Preste Juan y las maravillas de las ciudades de mármol y oro, enormes como naciones, que se levantaban junto a los ríos del Catay o en las islas de Cipango. Pisanos, venecianos y genoveses, aprovechadores de la brújula inventada por los árabes, iban en busca de los productos del Asia siguiendo el mar Rojo o cruzando el mar Caspio. Osados aventureros escribían con espíritu romanesco el relato de sus largos años de aventuras, y los viajes de Marco Polo y Nicolás Conti interesaban como un libro de caballerías.
El entusiasmo religioso hablaba de embajadas dirigidas a los papas por el Preste Juan o el Gran Kan de la Tartaria, poderosos señores que desde el fondo de sus palacios querían entrar en relación con la cristiandad y convertirse a la verdadera fe. Pero las embajadas quedábanse siempre en el camino, y únicamente llegaba como disperso algún europeo renegado que iba describiendo las maravillas de las ciudades asiáticas con una exuberancia que enardecía las imaginaciones. La lectura de los libros santos hacía revivir en los doctores cristianos la memoria de las ricas tierras del Asia oriental. Se recordaban las flotas enviadas por Salomón al monte Sopora, que otros llamaban Ofir y algunos creían ser la isla de Trapobana. Las naos del sabio rey, después de tres años, volvían cargadas de oro, plata, piedras preciosas, pavones y colmillos de elefantes. San Isidoro afirmaba que la isla Trapobana «hervía de perlas y elefantes, y que en ella el oro era más fino, los elefantes más grandes y las margaritas y perlas más preciosas que en la India». Junto a la Trapobana había dos islas, la de Chrise, que era toda de oro, y la de Argyra, toda de plata. Estas islas de montañas preciosas estaban pobladas de hormigas grandes como perros y venenosas como grifos, que sacaban con sus patas el oro de la tierra y hacían bolas, abandonándolas en la playa. Los marinos de Salomón aguardaban mar afuera a que las bestias se alejasen en busca de comida, y entonces desembarcaban, y con gran prisa iban cargando las bolas de oro, para hacer al día siguiente la misma operación.
Llegar a la India, ponerse en contacto con sus riquezas, apoderarse de sus pedrerías y sus especias de exótico perfume, entrar en la ciudad de Quinsay, urbe monstruosa de treinta y cinco leguas de ámbito con «doscientos puentes de mármol, sobre gruesas columnas de extraña magnificencia», fue el ensueño con que empezó su vida el siglo xv, para no finalizar hasta haberlo realizado.
La parte de Europa más avanzada en el Océano, la península Ibérica, era el lugar de partida de todas las intentonas para descubrir la ruta misteriosa de la India por Oriente y por Occidente. El contacto con los árabes españoles había acostumbrado a sus navegantes al uso de la brújula, impulsándolos a apartarse de las costas. Los marinos portugueses, gallegos y cántabros comerciaban con las Islas Británicas y las repúblicas anseáticas del Báltico; los marinos catalanes y mallorquines, rivales de los italianos en el comercio de Oriente, usaban cartas de navegar desde mediados del siglo xiii. Las Ordenanzas de Aragón disponían que cada galera llevase dos cartas marinas, cuando los demás buques de la cristiandad navegaban sin otros rumbos que el instinto y la costumbre. Raimundo Lulio hablaba de la fabricación en Mallorca de instrumentos náuticos, groseros sin duda, pero asombrosos para aquella época, los cuales servían para determinar el tiempo y la altura del Polo a bordo de las naves. Un marino catalán, Jaime Ferrer, avanzando en el Mar Tenebroso, llegó a Río de Oro, cinco grados más al Sur del cabo Non, que los portugueses, ochenta y seis años después, creyeron ser los primeros en haberlo doblado.
El infante don Enrique de Portugal, gran protector de descubrimientos, fundaba en el Algarbe la Academia de Sagres para los estudios geográficos, y los individuos de ella, viejos navegantes y médicos hebreos aficionados a la cosmografía, elegían como presidente a un piloto catalán, maese Jacobo de Mallorca. Españoles y portugueses, al explorar las costas de África o arriesgarse Océano adentro, se establecían en las islas, que eran como puestos avanzados en esta guerra tenaz con el misterio del Mar Tenebroso. El Archipiélago de las Canarias, las islas, de los Azores, Madera y Cabo Verde, convertíanse en lugares de parada y descanso para los nautas atrevidos y al mismo tiempo en lugares de observación para los que soñaban con nuevas expediciones. El misterio del Océano los retenía allí, y se casaban con isleñas hijas de europeos, constituyendo nuevas familias de marinos.
Eran los pobladores de aquellas islas a modo de los ejércitos destacados