Sonó una risa femenil, ruidosa, petulante, en la que se adivinaba un deseo de hacer volver las cabezas. Ascendió por la escalera un vestido de color de sangre, y detrás de su cola, majestuosamente suelta, varios fracs parecían correr para alcanzarlo y dominarlo.
—Nélida, nuestra amiga Nélida, con su escolta de admiradores—dijo Maltrana—. Todas las naciones de a bordo están representadas en este séquito amoroso. Sólo faltamos nosotros; pero tengo la certeza de que si usted no va a ella, ella le buscará.
Admiraba su boca de «tigresa en celo», según él decía; boca de húmedo carmesí, en la que brillaba luminoso el nácar de una dentadura voraz. Al abrirse con el desperezo de la risa, sus dientes, un tanto agudos, parecían surgir de este estuche rojo, como salen las uñas de la zarpa de un felino.
Ocupó una mesa ella sola, e inmediatamente la rodearon sus acompañantes. Hablaba en alemán, inglés, francés y español con todos ellos, llevándose a los labios un cigarrillo sin encender. Uno de los adoradores se inclinó ofreciéndole la llama de un fósforo.
—Ése es el que llaman «el barón»—dijo Maltrana—: un belga que nos abruma con su hermosura de Antinoo, petulante e insufrible lo mismo que esas muchachas que alcanzan en un concurso el premio de belleza... Por el momento, es el preferido.
—¡Nélida!... ¡Nélida!—gritó una voz de mujer.
Era la mamá, que, desde una mesa cercana, pretendía corregir con este llamamiento la audacia de su hija. Podía tolerarse que fumasen las artistas, pero no una señorita que viaja con sus padres. Bastaba ver la actitud de las damas que estaban en el jardín de invierno: fingían no reparar en ella, pero se adivinaba en sus ojos una impresión de escándalo... Todo esto pareció decirlo la madre con su mirada y su breve llamamiento. Pero Nélida se limitó a contestar fríamente: «¡Mamá!», y encogiéndose de hombros siguió fumando. La madre se replegó vencida, cruzó los brazos sobre el vientre y quedó en la inmovilidad de una esfinge cobriza al lado de su esposo, que hablaba con un vecino.
—Ese padre es admirable—dijo Isidro—, tan admirable como la niña. Vea su aire de patriarca, sus barbas y sus melenas canas, la mansedumbre con que habla y la deferencia con que escucha. Por dos veces se declaró en quiebra hace años; pero en América se olvidan pronto estas cosas, y según parece, vuelve ahora para reanudar sus antiguos trabajos.
Había perdido en Europa gran parte de su fortuna, pues lo que obtiene éxito a un lado del Océano no lo obtiene en el otro, y regresaba, después de catorce años de ausencia, con el propósito de explotar varios negocios estupendos, según él, que aún le quedaban por allá.
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