Vaciló un momento para reconstituir en su memoria la lista de los ausentes.
—Hay también unos americanos del Norte, en los que habrá usted reparado por el ruido que mueven. Van afeitados, con pantalones anchos y un botón en la solapa, insignia de no sé que Sociedad de su país. A todas horas destapan champaña en el fumadero; piden la caja de cigarros, y meten la mano para abarcar muchos de una vez, cantan a gritos y son el tormento de los músicos, pues siempre están exigiendo que toquen: ¡Miusic! ¡Miusic!... Viene también sola una dama yanqui, alta, buena moza. Su marido la espera en Río Janeiro; tiene no sé qué negocios en el interior del Brasil... Y varias muchachas alemanas que van a casarse a América sin conocer a sus novios. El matrimonio, según parece, se arregla por cartas y retratos. El colono o el mecánico que llega a establecerse en los pueblos de la Argentina o las selvas brasileñas, envía una carta a su pueblo: «Remítanme una muchacha de éstas y las otras condiciones. Ahí van tres mil marcos para ropa y el pasaje. Y la muchacha se embarca sin conocer al futuro esposo más que en un busto fotográfico, y su única preocupación es que al verle resulte de buena estatura... Hay también... Pero aquí, amigo Ojeda, no sé qué decir...
Pareció dudar Maltrana, y al fin añadió:
—Hay una señorita que va con sus padres, la gentil Nélida, mezcla de caracteres y sangres que desorienta al más listo, y le confieso que me da mucho que pensar. Su padre es alemán, su madre de una de las repúblicas del Pacífico; ella nació en la Argentina, pero desde los nueve años ha vivido en Berlín. Es esa muchacha que usted habrá visto en el paseo, acompañada siempre de hombres; muy alta, esbelta, con la falda corta, tan ceñida, que no puede dar un paso sin que la tela moldee todo su cuerpo. Lleva el pelo cortado como una melena de paje, lo mismo que las cupletistas... Yo no he conocido hasta ahora pájaros de esta especie. Allá en Madrid la gente es de menos complicaciones... Tenemos también unos cuantos muchachos bien trajeados, de vaga nacionalidad, que hablan con soltura diversos idiomas. No los he calado bien. Pueden ser comisionistas de comercio que fingen aires de personaje, barones arruinados en busca de una americana rica, o ladrones elegantes como los de las novelas. ¡Vaya usted a saber!... Pero aquí termina mi relato por ahora. Ya vuelve la gente de tierra. Vamos abajo a oír sus impresiones de Tenerife.
En la cubierta de paseo continuaba la bulliciosa feria. Los pasajeros habían terminado sus compras, y eran ahora las camareras del buque y los stewards los que aprovechaban los últimos momentos para hacer sus adquisiciones con mayor baratura. En el viaje de regreso el Goethe no tocaba en Tenerife para hacer carbón, y ellos, con el pensamiento puesto en Hamburgo, compraban vistosas telas, pañuelos y manteles, para hacer regalos a los que les esperaban allá.
Maltrana se detuvo junto a un indostánico que regateaba con una joven. Estaba ella en el quicio de una puerta, temerosa de dejarse ver a la luz del sol y mostrando al mismo tiempo su casi desnudez, cubierta con un simple kimono rosa que transparentaba el contorno de su cuerpo. Los brazos y parte del pecho delataban la frescura de un baño reciente. Se había levantado tarde y acababa de subir a toda prisa a la cubierta para hacer sus compras antes de que se marchasen los vendedores. El hombre cobrizo ensalzaba la riqueza de una túnica azul con ramajes y pájaros blancos que ella tenía entre sus manos.
—Me pide dos libras, ¿qué le parece?—dijo la joven sonriendo a Maltrana, mientras éste daba con el codo a su compañero.
Ojeda adivinó por esta señal que era Nélida. Ella le miró sonriente, con la misma sonrisa que dedicaba a todos los hombres. Por primera vez se fijaba en él. Fernando la vio más alta, más joven que Teri, pero con un aspecto vulgar y atrevido que le fue antipático. Sólo sus ojos de pupilas de ámbar, que tomaban con la luz un reflejo de oro, le recordaron ¡ay! los otros. Tal vez no eran iguales; pero él los llevaba abiertos y brillantes en su imaginación, y la más leve semejanza le hacía creer en una identidad completa.
—Me quedo con esto—dijo Nélida mirando amorosamente la asiática vestidura—. Pero no tengo dinero: habrá que pedir las dos libras a mamá... ¿No han visto ustedes a mamá?
Y sin aguardar respuesta, desapareció escalera abajo entre el revoloteo de la tela rosa, semejante a tenue nube, que transparentaba la firme silueta de su cuerpo desnudo.
Aparecieron en el paseo los excursionistas llegados de tierra. Pegábanse a los flancos del trasatlántico las lanchas de vapor para devolverle su cargamento humano. Las mujeres, llevando grandes ramos de flores, corrían hacia sus camarotes o charlaban con las amigas que se habían quedado en el buque, lo mismo que si regresasen de una larga expedición. ¡Venían de España!, ¡ya conocían España! Un país más que añadir a sus relatos de viajes.
Los hombres, con sus anchos sombreros empolvados, los gemelos pendientes de un hombro y empuñando todavía el bastón de paseo, hablaban solemnemente de su viaje. Para muchos, era el primer suelo que habían pisado después de su salida de Hamburgo o de París. El buque se había detenido muy poco en Vigo y en Lisboa. Comentaban a coro el atraso y la pereza de aquella tierra. Todas las lecturas antiguas sobre España, todos los prejuicios y errores tradicionales reaparecían de golpe con sólo un paseo de dos horas por una isla de África. El «doktor» alemán que pedía una corrida de toros a las siete de la mañana, alardeaba de sus conocimientos hispánicos llamando «cuadrilleros» a todos los que había encontrado en tierra vistiendo uniforme militar. También hablaba de familiares de la Inquisición, recordando a los curas gordos y morenos que salían de la iglesia, en busca del casero chocolate, luego de decir su misa.
Se lamentaba un joven belga, al que muchos llamaban «barón», de las calles en cuesta y de los coches. ¡Ni un solo automóvil!... Las mujeres, asomadas a las ventanas como odaliscas.
—Y pensar—dijo Ojeda a su amigo—que tal vez alguno de éstos escribirá un artículo titulado «Mi viaje a España».
Un hombre subido de color, con vistosa corbata y pantalones recogidos a la inglesa, esforzaba su acento lento y meloso para expresar indignación.
—¡No me diga!... ¡Valiente zoquete fui en bajar! Cuatro veces he ido a Europa, y nunca he querido conoser la España. Ahí no hay adelantos: ahí no hay nada. A mí déme usted la Inglaterra... Ojalá nos hubiesen descubierto los ingleses. Yo estoy por la sivilisasión, ¿sabe, amigo?... Mucha sivilisasión.
Maltrana sonrió, al mismo tiempo que lo mostraba a su amigo.
Ese que habla es Pérez... Pérez de no sé qué republiquita de las que dan cara al Pacífico. Me han dicho que en su país para ser algo hay que probar que se desciende de ocho abuelos indios y media docena de negros. El blanco queda abajo. Desde la bendita independencia no han podido rascarse con tranquilidad. Todos los años corren a un presidente, y de vez en cuando fusilan al que alcanzan y queman el cadáver para que no deje semilla. «Y yo estoy por la sivilisasión, ¿sabe, amigo?...» Vámonos allá para no oírle.
Se sentaron en el extremo