El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III. Manuel Fernández y González. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Manuel Fernández y González
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 4057664109354
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Catalina!—¡Ah, don Francisco!"/> —¡Ah, doña Catalina!—¡Ah, don Francisco!

      —San Marcos llora; allá le dejo entregado á su viudez, y á los canónigos escandalizados de que Lerma se haya atrevido á tanto: allá se quedan llorando, porque ya no tienen quien les haga llorar... de risa, y yo me vengo aturdido á la corte, porque ya no tengo al lado, en un consorcio infame, á quien me hacía reir de... rabia.

      —¡Siempre tan desesperado!—dijo con acento conmovido la joven.

      —¡Y siempre vos tan buena!—dijo Quevedo, á cuyos ojos asomó una lágrima-; ¡tan buena!... ¡tan hermosa y tan desgraciada!—pero cambiando repentinamente de tono, dijo:—¿conque el rey que os casó mal, os ha desmaridado bien?

      —¡Cómo! ¿sabéis?...

      —Sé que por meterse en oficios de dueña, y por el pecado de torpe, anda por esas tierras desterrado el conde de Lemos, mi señor.

      —¡Pero vos lo sabéis todo!¡acabáis de llegar!...

      —Súpelo en San Marcos, y fué un día grande para mí; el único de grandeza que conozco al rey Felipe III; como que desterraba de la corte á vuestro marido, y á mí me permitía venir á enterrarme en ella, ó mejor dicho, á enojarme.

      —¡A enojaros!

      —Sí por cierto, á enojarme en vuestros ojos.

      —¡Ah, don Francisco!, el amor debía tener un decálogo.

      —¡Torpe soy!

      —¿Vos torpe?

      —¡Si no os entiendo!, á no ser que el decálogo del amor empezase de esta manera: el primero, amar á la condesa de Lemos sobre todas las cosas.

      —Bien decís que sois torpe; el decálogo del amor debía decir: el segundo no galantear en vano.

      —Porque sé que en vanísimo enamoro, digo que viniendo á la corte, me entierro. Pero del mal el menos; viniendo vos sola, no temo que nadie pise mi alma en su sepultura.

      —Acabaréis por enfadarme, don Francisco—dijo con seriedad la condesa.

      —¿Enfadaros, vos, cuando yo estoy alegre? ¿nublaros cuando yo amanezco?

      —¿Es decir, que os alegráis de mi abandono?

      —¡Alégrome de vuestra resurrección!

      —Es que yo no me he muerto.

      —Os enterraron en el matrimonio, poniéndoos por mortaja al conde de Lemos. ¿Cómo queréis que no me alegre, cuando os desamortajan y os desentierran? ¿Cómo queréis que no exclame?

Conde que te has condenado,
porque pecar no has sabido:
bien casado, mal marido,
¡guárdete Dios, desterrado!

      —¡Sois terrible!—exclamó riendo la condesa.

      —Perdonadme, pero de tal modo me han hecho vomitar versos en San Marcos, que aún me duran las ansias; donde piso, dejo sátiras; de donde escupo, saltan romances; donde llega mi aliento, se clavan letrillas. Pero prometo, á fe de Quevedo, no volver á hablaros sino en lisa prosa castellana.

      —¿Sin jugar del vocablo?

      —Lo otorgo.

      —¿Ni del concepto?

      —No me atrevo á jurarlo, porque me tenéis tan presa el alma y os teme tanto, que no sabe por dónde escaparse.

      —Siempre que no me habléis de amor... ya sabéis donde vivo.

      —Me aprovecharé de vuestra buena oferta, y me contentaré con adoraros en éxtasis.

      —Es que yo no quiero veros idólatra. Pero dejando esta conversación, que os lo aseguro, me disgusta, ¿á dónde íbais por aquí?

      —Iba en busca de un hombre que se me ha perdido, y voy á buscarle á casa del duque de Lerma, vuestro padre, donde según dicen le habré hallado.

      —¿Vais á casa de mi padre?

      —No, por cierto, voy á buscar al cocinero de su majestad.

      —¿Qué, se encuentra en casa de mi padre?

      —Allí está prestado.

      —¿Queréis hacerme un favor, don Francisco?

      —¿No sabéis que podéis mandarme?

      —Pues bien: os mando que llevéis esta carta á donde ese sobrescrito dice.

      —«Al duque de Lerma, en propia mano»—dijo Quevedo.

      Y se quedó profundamente pensativo.

      —¡Sé que sois enemigo de mi padre, que os pido un gran sacrificio! Pero...

      —¿Me lo pagaréis?...

      —Os lo... agradeceré en el alma.

      —¡Iré!—dijo Quevedo, levantando la cabeza con resolución.

      —¿Y no queréis saber el contenido de esta carta?

      —Me importa poco.

      —Podrá suceder...

      —Me importa menos.

      —Adiós—dijo precipitadamente la condesa.

      —¿Por qué?...

      —Suenan pasos, y se ven luces—dijo la de Lemos—. Si nos encontraran aquí juntos...

      Quevedo apagó la luz de la condesa de un soplo, y luego sopló su linterna.

      —¿Qué hacéis?—dijo la condesa, que se sintió asida por la cintura y levantada en alto.

      —Desvanecerme con vos á fin de que no nos vean.

      —Soltad, ó grito.

      —Pueden conoceros por la voz.

      —¡Traen luces y nos verán!

      —Allí hay unas escaleras.

      Y luego se oyó el ruido de las pisadas de Quevedo hacia un costado de la galería.

      Luego no se oyó nada, sino los pasos de algunos soldados que iban á hacer el relevo de los centinelas.

      Uno de ellos llevaba una linterna.

      —¿Qué es esto?—dijo el sargento tropezando en un objeto—un candelero de plata con una bujía.

      —Y una linterna de hierro.

      —Las acaban de apagar.

      —Cuando entramos había aquí una dama y un caballero.

      —Dejad eso donde lo hemos encontrado y adelante. En palacio y en la inquisición, chitón.

      Siguieron adelante los soldados, atravesando lentamente la galería.

      Poco después se oyeron de nuevo las pisadas de Quevedo.

      —Buscad mi candelero—dijo con la voz conmovida la de Lemos.

      —Y mi linterna—contestó con un acento singular Quevedo.

      —Ved que ésta es mi mano—dijo la condesa.

      —No creía que estuviéseis tan cerca de mí.

      —¡Ah! ya he dado con él.

      —Ya he dado con ella.

      —¡Adiós, don Francisco! mañana me encontraréis todo el día en mi casa.

      —¡Adiós,