Él lo comprendía bien, por virtud de su propio entendimiento, en que cada esfuerzo era un fracaso, y además cierto debía de ser, porque lo aseguraban personas como Polo y don José Ido, que eran dos templos de sabiduría. Verdaderamente, el Doctor Centeno no estaba en su lugar sino en Socartes, rodeado de sus iguales, las piedras, y de sus dignos prójimos, las mulas. ¿Por qué algunos chicos decían tan bien sus lecciones, y él no daba pie con bola?... ¡Qué cosa más triste! ¡Toda la vida sería un animal!... Sí: tan médico sería él como puede serlo una calabaza. ¡Qué desengaño! Y no era por falta de voluntad, que si la voluntad hiciera sabios, él se reiría del mismo Salomón. Era porque le faltaba algo en aquella condenada y cien veces maldita cabeza... Pero no, no lo podía remediar, ni estaba en su mano corregir su natural barbarie. Había hecho fatigosos y titánicos esfuerzos por retener las sabias respuestas de los libros, y las palabras se le salían de la memoria como se saldrían las moscas si se las quisiera encerrar en una jaula de pájaros... El Doctor Centeno para nada servía, absolutamente para nada. ¡Malditos libros, y cómo los odiaba! Y era tan bobo Felipe, que se le había ocurrido aprender muchas cosas preguntándolas al pasante. Porque en los cansados libros no se mentaba nada de lo que á él le ponía tan pensativo, nada de tanto y tanto problema constantemente ofrecido á su curiosidad ansiosa. ¡Oh! si el doctísimo don José le respondiese á sus preguntas, ¡cuánto aprendería! Adquiriría infinitos saberes, verbigracia: por qué las cosas, cuando se sueltan en el aire, caen al suelo; por qué el agua corre y no se está quieta; qué es el llover; qué es el arder una cosa; qué virtud tiene una pajita para dejarse quemar, y por qué no la tiene un clavo; por qué se quita el frío cuando uno se abriga, y por qué el aceite nada sobre el agua; qué parentesco tiene el cristal con el hielo, que el uno se hace agua y el otro no; por qué una rueda da vueltas; qué es esto de echar agua por los ojos cuando uno llora; qué significa el morirse, etc., etc.
Pensando en estas simplezas, dieron las doce y terminó la clase de la mañana. ¡Momento feliz! Creeríase que el día, perezoso, daba un salto y se ponía de pie... Iban saliendo los escolares á escape y atropelladamente: el último quería ser el primero. Todos, al pasar por donde Centeno estaba, le decían alguna cosa. Éste le daba con el pie; el otro le incitaba á que saliera también para jugar en la calle, y unos con desvío, los más con afecto, todos tenían para él palabra, pellizco ó arrechucho. Don Pedro le vió en la puerta, y ceñudo le dijo:
—Hoy estás sin comer.
Ni asombro ni pena causó esto á Felipe, por lo acostumbrado que estaba á tales penitencias. De los seis días de labor de cada semana, tres por lo menos se los pasaba á la buena de Dios. Es forzoso repetir que Polo hacía estas justiciadas á toda conciencia, creyendo poner en práctica el más juicioso y eficaz sistema docente; no lo hacía por ruindad, ni por la sórdida idea de ahorrar la comida de su Doctor sirviente.
Los condenados al ayuno se quedaban en la clase. Se les obligaba á estudiar en aquella triste hora, vigilados por el pasante, á quien una mujer andrajosa llevaba la comida en dos cazuelillos. Mientras ellos leían ó charlaban, él comía sus sopas y un guisote de salsa. Á veces, cuando les veía muy desconsolados, dábales algo. Después hacía traer un café, y repartía el azúcar que sobraba; siendo tal su bondad, que generalmente tomaba el brebaje muy amargo para que no faltara á los hambrientos la golosina. Alguno había tan mal agradecido, que cuando Ido se distraía reprendiendo á otro, echábale bonitamente dentro del vaso un pedazo de tiza de la que servía para escribir en el encerado.
Centeno, por estar privado de comida, no dejaba de servir la de sus amos en el comedor. Luego, cuando la criada ponía la mesa en la cocina, se le mandaba bajar á clase con el estómago más vacío que las arcas del Tesoro. Era tan desgraciado, que siempre llegaba después que el seráfico don José había repartido los terroncillos. Pero algún alma tolerante y cristiana se acordaba de él, hay que decirlo claro; sí: Marcelina le guardaba siempre alguna cosita, para dársela al anochecer, á escondidas de su hermano y de doña Claudia, que decía:
—¿Sabes lo que haces con esos mimos? Pues consentirle y echarle á perder más.
Y á pesar de tantos y tan variados rigores, Felipe tenía cariño á don Pedro; le quería, le respetaba y se desvivía por agradarle. Las reprimendas que su amo le echaba heríanle en lo más vivo de su alma, y ésta se le inundaba de contento cuando sorprendía en el semblante de él señales ó vislumbres, por débiles que fueran, de aprobación. Le miraba como á un sér eminente y escogido, instrumento de la Providencia, grande y terrorífico como aquel Moisés que hacía tan vistoso papel en las Escrituras. Algunos domingos, el terrible don Pedro tenía un arranque de generosidad, digno de su alma varonil. Aquella rigidez se doblaba; aquella dureza se fundía; aquel bronce se hacía carne. Llamaba á Felipe, y echando mano al bolsillo, le daba un par de cuartos, diciéndole:
—Toma, hombre: vete por ahí de paseo y compra alguna golosina.
VII
Frente á la casa de don Pedro, por el callejón de San Marcos, se veía, en muestra negra con letras blancas, el título de un periódico. En el piso bajo estaba la redacción, y en el sótano la imprenta y máquinas del mismo. Felipe, siempre que salía, se paraba delante de las ventanas mirando por los cristales á los señores que escribían el diario, reunidos alrededor de una mesa con tapete verde, en la cual había papeles cortados, manojos de cuartillas, grandes tijeras y obleas rojas. Los tales eran, según Felipe, los hombres más sabios de la tierra, porque inventaban todas aquellas cosas saladísimas que salían en el papel al día siguiente. Les miraba él desde fuera con supersticioso respeto, y se admiraba de que, siendo todos tan sabios, no tuvieran mejor pelaje. Disputaban, reían, y mientras el uno escribía, otro daba grandes tijeretazos sin piedad en distintos papeles más largos que sábanas. De todos aquellos simpáticos señores, el que más atraía la atención de Felipe era uno que siempre se sentaba frente á la ventana, y por eso se le veía mejor desde la calle. No era joven; tenía la cara redonda, la nariz muy chica y picuda, la expresión avinagrada, el mirar soberano, y grande, espaciosa y reluciente calva, por la cual se pasaba suavemente la mano para acariciar sus ideas. Vaya, que si toda aquella cabeza estaba llena de talento, aquél debía ser el hombre del siglo. ¡Con qué gravedad tomaba, ora las tijeras, ora la pluma, y con qué aire se acomodaba á cada momento los anteojos sobre la nariz!... Observando estas cosas, Felipe se detenía en la calle más de lo regular; los recados tardaban eternidades, y luego doña Claudia ó Marcelina ponían el grito en el cielo y llovían bofetadas. Mayores fueron aún las distracciones de Centeno cuando se hizo amigo de otro chico de la misma edad, poco más ó menos, que era hijo del mozo de la redacción y servía en ésta y en la imprenta para hacer recados y llevar pruebas. No salía nunca el Doctor á un mandado sin asomar las narices á la puerta de la redacción para ver si estaba su amigo. Éste también le buscaba, y como se encontraran, ambos se pasaban las horas jugando, olvidados de su deber. Desde que se vieron simpatizaron, y desde que se hablaron su afecto apareció tan vivo como si fuera antiguo. El primer cambio de palabras fué para enterarse de los nombres.
—¿Cómo te llamas tú?
—¿Yo? Felipe Centeno. ¿Y tú?
—Yo me llamo Juanito del Socorro.
En figura y en genio no tenían semejanza, pues Socorro representaba menos edad de la verdadera; era delgado, flexible y escurridizo como una lagartija. Parecía tener alas en los pies, porque no andaba sino á saltos, y hablaba haciendo mil contorsiones y monerías. Era más embustero que el inventor de las mentiras, que, según parece, fué la serpiente del Paraíso, y además vanidoso y