Hemos dicho que se abrían las puertas. ¡María Santísima, qué ruido, qué pataditas, qué empujones! La vetusta casa temblaba como en amenaza de desplomarse. Y el estruendo duraba hasta que aparecía don Pedro, no diré repartiendo bofetones, sino sembrándolos con gesto semejante al del labrador que arroja en tierra la semilla. Luego daba una gran voz. ¡Vaya un silencio, camaradas! Creo que se podría oir el ruido que hiciera una mosca frotándose la trompa con las patas... Después, poquito á poquito, saltaba un murmullo, una sílaba, una palabra, y de esto se iba formando susurro hondo y creciente que no se sabe á dónde llegaría si don Pedro con su potente quos ego no lo atajara.
Había un pasante á quien llamaban don José Ido, hombre aplicadísimo á su deber, pálido como un cirio y con ciertos lóbulos ó verrugones que parecían gotas de cera que le escurrían por la cara; de expresión llorosa y mística, flaco, exangüe, espiritado; manifestando en todo las congojas de una de esas vidas de abnegación y sacrificio heróicamente consagradas á la infancia. Tenía en la frente un mechón de negros y espeluznados cabellos que parecía un pábilo humeante, y en sus ojos, siempre mojados, chisporroteaban, con la humedad y el pestañeo, desgarradoras elegías. Era el mártir obscuro y sin fama de la instrucción, el padre de las generaciones, el fundamento de infinitas glorias, la piedra angular de tantas fortunas y de preclaros hechos. Políticos que habéis firmado sabias leyes; ministros que con un meneo de rúbrica lleváis diariamente la felicidad al corazón de vuestros amigos; negociantes que autorizáis un crédito; notarios que dais fe; poetas que conmovéis la muchedumbre; jurisconsultos que lucháis por el derecho; médicos que curáis, y periodistas que escribís y amantes que fatigáis el correo, acordaos de don José Ido, que al poner una pluma en vuestra mano torpe y al administraros el bautismo de tinta, iniciándoos en la religión de la escritura, os dió diploma y título de cristianos civilizados...
Porque el fuerte, ó mejor dicho, el sacerdocio de nuestro don José Ido, era la caligrafía. Enseñaba por el Evangelio de Iturzaeta una forma redonda, armónicamente compuesta de trazos gordos y finos, con cada rasgo para arriba y para abajo que daba gloria, y un golpe de mayúsculas que podría competir con lo mejor de los tiempos benedictinos. Cuando por encargo especial acometía un trabajo de felicitación ó cosa semejante, para implorar por cuenta propia ó ajena la benevolencia de cualquier magnate, eran de ver aquellas Emes iniciales con el cabello erizado de entusiasmo, aquellas Haches que arrastraban más cola que un pavo real, aquellas Erres que hacían cortesías, aquellas Efes con más peluca que Luis XIV, aquellas Eses minúsculas que parecían saltar de gozo, aquellas Eles á caballo sobre las Íes, aquellas Jotas con morrión, y otras infinitas maravillas que producían á la vista ilusión de pirotecnia, todo rematado con unas etcéteras que á la cola de esta procesión pendolística iban con plumachos, blandiendo alabardas y banderolas. El resto lo hacían mil vaivenes de rúbrica, como flechas disparadas ó laberinto arácnido, en el centro del cual aparecía lánguido, indolente, cual si cayera mareado en medio de tanto círculo, el claro nombre de José Ido del Sagrario.
La clase duraba horas y más horas. Era la vida perdurable, un lapso secular, sueño del tiempo y embriaguez de las horas. Nunca se vió más antipática pesadilla, formada de horripilantes aberraciones de Aritmética, Gramática ó Historia sagrada, de números ensartados, de cláusulas rotas. Sobre el eje del fastidio giraban los graves problemas de sintaxis, la regla de tres, los hijos de Jacob, todo confundido en el común matiz del dolor, todo teñido de repugnancias, trazando al modo de espirales, que corrían premiosas, ásperas, gemebundas. Era una rueda de tormento, máquina cruelísima, en la cual los bárbaros artífices arrancaban con tenazas una idea del cerebro, sujeto con cien tornillos, y metían otra á martillazos, y estiraban conceptos é incrustaban reglas, todo con violencia, con golpe, espasmo y rechinar de dientes por una y otra parte.
En la cavidad ancha, triste, pesada, jaquecosa de la escuela, se veían cuadros terroríficos: allá un Nazareno puesto en cruz; aquí dos ó tres mártires de rodillas con los calzones rotos; á esta parte, otro condenado pálido, cadavérico, todo lleno de congojas y trasudores, porque se le había atragantado una suma; más lejos otro con un cachirulo de papel en la cabeza y orejas de burro, porque sin querer se había comido una definición. Como el sol reverbera sobre el rocío, así, por toda la extensión de la clase, las sonrisas abrillantaban las lágrimas, cuando no las secaba el ardor de las mejillas. Los números y rayas trazadas en los encerados daban frío, y mareaban los grandes letreros y las máximas morales escritas en carteles. Las negras carpetas, al abrirse, bostezaban, y los tinteros, ávidos de manchar, hacían todo lo posible por encontrar ocasión de volcarse... Daba grima ver tanto dedo torpe y rígido agarrando una pluma para trazar palotes, que más se torcían cuanto mayor era el empeño en enderezarlos. Las bocas, nerviositas, hacían muecas con el difícil rasgueo de la pluma... Á lo mejor, un cráneo sonaba seco al golpe de un puño cerrado y duro. Restallaban mejillas sacudidas por carnosa mano. Los pellizcos no cesaban, y á cada segundo se oía un ¡ay! Se confundían las voces de bruto, acémila, con los lamentos, las protestas y el lastimoso y terrorífico yo no he sido. La palmeta iba cayendo de mano en mano, incansable, celosa de su misión educatriz, aporreando sin piedad á todo el que cogía. La quemazón de la sangre, el cosquilleo, el dolor agudísimo, daban entendimiento al torpe, mesura al travieso, diligencia al indolente, silencio al lenguaraz, reposo al inquieto. Y como auxiliares de aquel docto instrumento, una caña y á veces flexible vara de mimbre sacudían el polvo. Había nalgas como tomates, carrillos como pimientos, ojos con llamaradas, frentes mojadas de sudor de agonía, y todo era picazones, escozor, cosquilleo, latidos, ardor y suplicio de carnes y huesos.
Salvas las contadas ocasiones en que se veía cruzar por el aire una mosca con rabo de papel, sucediendo á esto la algazara propia del caso, el aburrimiento llenaba las horas de la clase, aquellas horas que avanzaban arrastrándose como las babosas sobre una peña. Los miembros se entumecían, y no había fuerza humana capaz de impedir las patadas, los desperezos, el acostar la cabeza sobre los brazos cruzados, el cuchicheo, la inquietud... Una autoridad férrea, despótica, á quien la conciencia del deber daba algo de la crueldad sublime que enalteció á Junio Bruto, Jefté y Guzmán el Bueno, recorría los bancos, desde que se notaban los primeros síntomas de la rebelión del fastidio. Á la manera que el cómitre de una galera iba sacudiendo con duro látigo la pereza de los infelices condenados al remo, así don Pedro ponía rápido correctivo con su vara ó su mano al arrastrar de suelas, á las pandiculaciones, al cuchicheo, al mirar, al reir. ¡Pobres orejas! ¡Cuántas veces se veía la mano del maestro levantar muy alto una cabeza suspendida de una oreja, ó empujar otra sobre la carpeta con tal fuerza, que á poco más se incrusta la nariz en la tabla!... Su máxima era: Siembra coscorrones y recogerás sabios.
II
Don Pedro Polo y Cortés era de Medellín: por lo tanto, tenía con el conquistador de Méjico la doble conexión del apellido y de la cuna. ¿Había parentesco? Dice Clío que no sabe jota de esto. Doña Claudia, madre de nuestro extremeño, sostenía que sí; mas para probarlo se vale del sentimiento antes que de las razones. El padre, hombre que gozó la más pura y noble fama de honradez, murió desastrosamente en la cárcel veinte años antes de estos sucesos que ahora referimos. Perseguido con saña por graves delitos ajenos, de que su buena fe le hizo en apariencia responsable, fué mártir del honor; fué, como suele decirse, un carácter elevado y glorioso, de esos que, si no abundan, no faltan tampoco en cada edad, para que conste, conforme al plan del mundo, que éste no es patrimonio de los malos. Murió como un santo, y muchos están con menos motivo en los altares.
La familia no había vivido nunca con holgura, y muerto el jefe de ella, quedó en triste miseria. Á Pedro Polo le correspondía llevarla sobre sí, cosa en extremo difícil, pues se encontraba con veinticuatro años á la espalda, sin haber estudiado cosa alguna, sin oficio, carrera ni habilidad que pudiera serle provechosa. Sólo sabía leer, escribir, contar y un poco de latín más macarrónico que erudito. Había pasado la niñez y lo mejor de su juventud dedicado á divertimientos corporales y al saludable ejercicio