—¡De Hacienda!—exclamó Centeno, abriendo la boca todo lo que se puede abrir.
—Hijí... tú no sabes: es un señor que siempre está muy enfadado, y cuando escribe, dice que la Deuda... ¡bum! la Hacienda, ¡bum! el Porsupuesto, ¡bum!... y echa unas carretadas de números que te quedas bizco.
Felipe le oía con la boca abierta, lleno de admiración.
—¡Vaya un hombre!... ¡Cór...!
—Pues mira, hijí... cuando no está en la casa, los otros relatores se ríen de él, y dicen que es más tonto que el cepillo de las ánimas. Voy á comprarle cigarros... Que se espere.
En estas conversaciones pasaban el tiempo, y se acompañaban el uno al otro en sus recados. Á menudo Juanito hacía ponderaciones de su estado y familia, diciendo:
—Hijí... cuando menos lo pienses, te he de colocar... porque mira, mi padre tiene muchas haciendas, y aunque está sirviendo, es porque van á subir los de acá, y lo menos le hacen comendante... Yo como todos los días gallina y jamón, porque mamá tiene una amiga que es duquesa y le manda regalos... Un día de éstos verás el caballo que me va á comprar papá. Lo van á traer de las haciendas, ¿estás?
Otras veces, Juanito, que era listo y conservaba en su memoria lo que oía en la redacción, decía á su amigo con misterioso acento:
—Hijí... hijí... ¿no sabes? Esto se va... Vamos al decir, que viene revolución. Los señores lo dicen. Ya está la tropa apalabrada. Se arma, se arma.
Centeno, al oir esto, sentía en su espíritu el pasmo que ocasiona todo anuncio de cosas insólitas, sobrehumanas y jamás vistas ni comprendidas.
—Sí, hijí... cuando yo te lo digo... Esto anda mal, y los curas tienen la culpa de todo... Mi padre, que sabe mucho y es amigo de los pejes gordos, dice que cuando venga la cosa, hay que ahorcar á mucho pillo. Á un hermano de papá le mataron en otra trifulca, y papá dice que se la han de pagar... porque cuando venga la cosa, habrá lo que llaman melicia.
—Pues algo va á pasar—manifestó Felipe, dándose importancia,—porque ayer don Pedro, en la mesa, dijo que esto se pone feo... ¿oyes? y habló del Gobierno, de la tropa, del Porsupuesto... Él también lee por las mañanas un papel, y el otro día contaba que... pues, no me acuerdo. Tú que sabes estas cosucas, dí, ¿qué quiere decir las turbas?
—¿Las turbas?... pues las turbas... Hijí... eso está claro. Las turbas somos nosotros.
Alguna vez les sorprendía don Pedro, al salir de noche, en estas conferencias, sentados en la puerta de la redacción ó en otra más allá, fumando entre los dos á turno un roto cigarrillo. El maestro no se contentaba con reprender y castigar á Felipe, sino que á los dos les sacudía algunos pescozones, diciéndoles:
—Tunantes, id á vuestra obligación.
Don Pedro salía todas ó las más de las noches. Aquel hombre, consagrado á rudo trabajo, necesitaba esparcimiento y ejercicio. En los primeros años de su vida escolástica, solía tertuliar con su madre y hermana después de la cena, hasta la hora de acostarse. Pero llegaron días de mayor cansancio; las digestiones no eran tan fáciles, y sobre este malestar vinieron unas melancolías tan negras que no era posible hacer salir de la boca del capellán una sola palabra. Se paseaba por el comedor mirando al suelo; luego se metía en su cuarto y se estaba allí larguísimo rato solo y á obscuras... De repente sentíasele revolviendo en la habitación, y al fin aparecía de paisano, envuelto en su capa.
—Sí—le decía en un bostezo doña Claudia:—bueno es que hagas ejercicio.
Marcelina le miraba sin decir nada; pero sus miradas traducían tímidamente esta observación: «Ya le entró á mi hermano la calentura.»
Don Pedro decía: «voy á dar una vuelta,» y se iba. Regresaba á las once, cuando ya su madre dormía. Su hermana le esperaba siempre, y le alumbraba hasta llegar á la alcoba. Don Pedro sólo decía alguna frase referente al tiempo.
Vino después larga temporada en que parecía luchar consigo mismo para evitar la salida. Después de comer se entregaba á la lectura. Compró muchos libros, y otros se los prestaba el fotógrafo, que tenía gran copia de ellos. El leer más grato á su espíritu varonil era el de cosas heróicas y fuera de lo común, historias de bravas conquistas ó descubrimientos. También se entretenía con novelas, prefiriendo las de mucho enredo, llenas de pasos y lances estupendos. Los viajes arriesgados por islas y tierras de bárbaros le deleitaban, y todo aquello en que hubiera lucha con feroces bestias ó con los elementos; dificultades, trabajos y el siempre sublime sacrificio del hombre por la cruz y la civilización. Su temperamento se empapaba en esto y se condimentaba, dirémoslo así, como ciertos manjares se guisan en su propio jugo.
Jamás se le vió leer libro místico; y cuando tenía que preparar un sermón, cogía la Cadena de Oro de Predicadores, el Alivio de Párrocos, ó bien el socorrido Troncoso, únicos libros religiosos que guardaba, y entresacando de aquí y de allí, esto quiero, esto no quiero, una de cal y otra de arena, componía sus enfáticas oraciones; y aprendidas de memoria, las soltaba como un seráfico papagayo, del mismo modo que sus venturosos discípulos decían las definiciones. ¡Y qué pico de oro!
VIII
La mesa de don Pedro había ido ganando, día por día, en variedad y riqueza. Modestísima en los comienzos de la vida capellanesca, era últimamente casi suntuosa. Sobre los regalos que le hacían las monjas, tenía los de sus discípulos, que no eran cualquier cosa. El 29 de Junio se renovaba allí el espectáculo eructante de las Bodas de Camacho. En tal día y en otros marcados, convidaban los Polos á parientes ó amigos, no faltando nunca don Florencio ni el fotógrafo. Doña Saturna iba puntual á sus primores, y desde muy temprano, ella y doña Claudia se metían en la cocina y pasaban todo el día machacando especias, haciendo salsas y picadillos, revolviendo peroles. Generalmente, por ser casi todos los comensales extremeños, las dos señoras hacían el frite, guiso de cordero á la extremeña, que era recibido en la mesa con aclamaciones patrióticas.
Cuando iban á comer las dos chicas de Sánchez Emperador, don Pedro estaba en sus glorias, y se esmeraba en ser fino y galante con ellas, especialmente con la mayor, que era la hermosa.
Profesaba Polo la teoría, por cierto muy razonable, de que se puede ser á un tiempo buen sacerdote y atendedor de las damas, con lo cual se reverencia de dos maneras al Supremo Artífice de todas las cosas. Por esto, cuando las de Emperador eran convidadas, viérais al señor capellán y maestro salir de su cuarto muy almidonado, muy peinado y oloroso, en correcto y limpio traje de paisano. Luego, durante el curso de la comida, no cesaba de echar donaires por aquella boca, y galanas flores retóricas del mejor gusto y sin chispa de malicia. Todos lo alababan y reían, no siendo las dos chicas indiferentes á los elogios que se hacían de su mérito.
Después de uno de estos días de honesta jarana, solía estar don Pedro muy taciturno y displicente. Notaban los alumnos en él refinamientos de rigor y exigencias inquisitoriales al tomar la lección. No perdonaba ni una mota. Aun con la familia estaba el buen señor muy enojado: economizaba con avaricia las palabras; ponía defectos á la comida diaria; quejábase de inexactitudes en los servicios de su hermana; á cualquier descuido, como un botón por pegar ó un cuello mal planchado, daba importancia extrema. Se paseaba silencioso de un ángulo á otro de su cuarto, y Felipe se asustaba oyéndole dar unos suspiros tan grandes, que eran como si por el resuello quisiera descargarse de un pesadísimo tormento interior. Únicamente salía de sus labios la frase rutinaria «voy á dar una vuelta» en el momento de ponerse la capa.
Tal estado de misantropía se iba desvaneciendo, y el personaje, cual pieza forjada que se enfría y recobra su temple y dureza, volvía lentamente