POCOS días después, don Fernando de Meira se personó en casa de José, muy temprano, cuando éste aún no había salido a la mar.
—José, necesito hablar contigo a solas. Ven a dar una vuelta conmigo.
El marinero pensó que llegaba en demanda de socorro, aunque hasta entonces jamás se lo había pedido directamente. Cuando el hambre más le apuraba, solía llegarse a él, diciendo:
—José, a Sinforosa se le ha concluído el pan, y no quisiera tomárselo a la otra panadera... Si me hicieses el favor de prestarme una hogaza...
Mas para que a esto llegase, era necesario que el caballero estuviese muy apurado. De otra suerte, ni directa ni indirectamente se humillaba a pedir nada. No obstante, José lo pensó así, porque no era fácil pensar otra cosa. Y tomando el puñado de cuartos que tenía y metiéndolos en el bolsillo, se echó a la calle en compañía del anciano.
Guióle don Fernando fuera del pueblo. Cuando estuvieron a alguna distancia, cerca ya de la gran playa de arena, rompió el silencio diciendo:
—Vamos a ver, José, tú debes de andar algo apuradico de dinero, ¿verdad?
José pensó que se confirmaba lo que había imaginado; pero le sorprendió un poco el tono de protección con que el hidalgo le hacía aquella pregunta.
—Ps..., así, así, don Fernando. No estoy muy sobrado...; pero, en fin, mientras uno es joven y puede trabajar, no suele faltar un pedazo de pan.
—Un pedazo de pan es poco... No sólo de pan vive el hombre—manifestó el señor de Meira sentenciosamente. Y después de caminar algunos instantes en silencio, se detuvo repentinamente, y encarándose con el marinero le preguntó:
—Tú te casarías de buena gana con Elisa, ¿verdad?
José quedó sorprendido y confuso.
—¿Yo?... Con Elisa no tengo nada ya... Todo el mundo lo sabe...
—Pues sabe una gran mentira, porque estás en amores con Elisa; me consta—afirmó el caballero resueltamente.
José le miró asustado, y empezaba a balbucir ya otra negación cuando don Fernando le atajó diciendo:
—No te molestes en negarlo, y dime con franqueza si te casarías gustoso.
—¡Ya lo creo!—murmuró entonces el marinero bajando la cabeza.
—Pues te casarás—dijo el señor de Meira ahuecando la voz todo lo posible y extendiendo las manos hacia adelante.
José levantó la cabeza vivamente y le miró, pensando que se había vuelto loco. Después, bajándola de nuevo, dijo:
—Eso es imposible, don Fernando... No pensemos en ello.
—Para la casa de Meira no hay nada imposible—respondió el caballero con mucha mayor solemnidad.
José sacudió la cabeza, atreviéndose a dudar del poderío de aquella ilustre casa.
—Nada hay imposible—volvió a decir don Fernando lanzándole una mirada altiva, propia de un guerrero de la reconquista.
José sonrió con disimulo.
—Atiende un poco—siguió el caballero.—En el siglo pasado, un abuelo mío, don Alvaro de Meira, era corregidor de Oviedo. Había allí una casa perteneciente al clero que estorbaba mucho en la vía pública, y el corregidor se propuso echarla abajo. Tropezó en seguida con la oposición del obispo y cabildo catedral, los cuales le manifestaron que de ningún modo lo intentase, so pena de excomunión. Pero el corregidor, sin hacer caso de amenazas, cierto día manda a ella una cuadrilla de albañiles y comienzan a derribarla. Dan parte del hecho al obispo, alborótase su ilustrísima, convoca al cabildo y deciden ir revestidos a excomulgar a todo el que se atreva a tocar en ella. Mi bisabuelo lo supo, y ¿qué hace entonces? Va y manda a allá al verdugo a leer un pregón en que se impone la pena de cien azotes a todo albañil que se baje del tejado... ¡Ni uno solo se bajó, muchacho!... Y la casa vino al suelo.
Don Fernando, con un movimiento enérgico de la mano, derribó de golpe el edificio clerical. José pareció enteramente insensible a esta proeza de los Meiras. Seguía cabizbajo y triste, considerando tal vez que era lástima que tal poder de infligir azotes no quedase anejo a todos los señores de Meira, en cuyo caso no sería imposible que pidiese unos cuantos para la seña Isabel.
—Cuando a un Meira se le mete algo entre ceja y ceja—siguió el hidalgo,—¡hay que temblar!... Toma—añadió sacando del bolsillo un paquetito y ofreciéndoselo.—Ahí tienes, diez mil reales. Cómprate una lancha, y deja lo demás de mi cuenta.
El marinero quedó pasmado, y no se atrevió a alargar la mano pensando que aquello era una locura del señor de Meira, a quien ya muchos no suponían en su cabal juicio.
—Toma, te digo. Cómprate una lancha... y a trabajar.
José tomó el paquete, lo desenvolvió y quedó aún más absorto al ver que eran monedas de oro. Don Fernando, sonriendo orgullosamente, continuó:
—Vamos a otra cosa ahora. Dime: ¿cuántos años tiene Elisa?
—Veinte.
—¿Los ha cumplido ya?
—No señor; me parece que los cumple el mes que viene.
—Perfectamente. El mes que viene te diré lo que has de hacer. Mientras tanto, procura que nadie se entere de tus amores... Mucho sigilo y mucha prudencia.
Don Fernando hablaba con tal autoridad y arqueaba las cejas tan extremadamente, que a pesar de su figurilla menuda y torcida, consiguió infundir respeto al marinero. Casi llegó a creer en el misterioso poder de la casa de Meira.
—A otra cosa... ¿Tú puedes disponer de la lancha esta noche?
—¿Qué lancha?, ¿la de mi patrón?
—Sí.
—¿Para ir adónde?
—Para dar un paseo.
—Si no es más que para eso...
—Pues a las doce de la noche pásate por mi casa dispuesto a salir a la mar. Necesito de tu ayuda para una cosa que ya sabrás.... Ahora vuélvete a casa y comienza a gestionar la compra de la lancha. Vé a Sarrió por ella, o constrúyela aquí; como mejor te parezca.
Confuso y en grado sumo perplejo se apartó nuestro pescador del señor de Meira. Todo se volvía cavilar mientras caminaba la vuelta de su casa de qué modo habría llegado aquel dinero a manos del arruinado hidalgo. Se propuso no hacer uso de él en tanto que no lo averiguase.
Los enigmas, particularmente los enigmas de dinero, duran en las aldeas cortísimo tiempo. No se pasaron dos horas sin que supiese que don Fernando había vendido su casa el día anterior a don Anacleto, el cual la quería para hacer de ella una fábrica de escabeche, no para otra cosa, pues en realidad estaba inhabitable. El señor de Meira la tenía hipotecada ya hacía algún tiempo a un comerciante de Peñascosa en nueve mil reales. Don Anacleto pagó esta cantidad y le dió además otros catorce mil. En vista de esto, José se determinó a devolver los cuartos al generoso caballero tan pronto como le viese. Le pareció indecoroso aceptar, aunque fuese en calidad de préstamo, un dinero de que tan necesitado estaba su dueño.
Todavía le seguía preocupando, no obstante, aquella misteriosa cita de la noche, y aguardaba con impaciencia la