La prueba más evidente de lo que acabo de afirmar es que mientras algunos católicos y sacerdotes la reprobaban, otros la aplaudían. Hallándome, algún tiempo después de publicarse, en el pueblo de Marmolejo tomando las aguas salutíferas que allí manan, me anunciaron en la fonda donde me hospedaba la visita de un señor sacerdote. Bajé a la sala y tuve el gusto de trabar conocimiento con un canónigo de una de las más importantes iglesias metropolitanas españolas, persona de muchas letras y reconocido talento. Me dijo estas o parecidas palabras:
“He venido a visitar a usted sabiendo que aquí se hallaba, porque quiero expresarle el placer que he sentido leyendo su última novela. (Omito el juicio que le merecía como obra literaria.) Creo que es de gran utilidad en el estado actual de las conciencias. En las jóvenes que frecuentan hoy las iglesias suele haber más capricho y fantasía que corazón. Cuando alguna de ellas en el tribunal de la penitencia me comunica sus deseos de entrar en un convento, si yo entiendo que hay en ella más romanticismo que amor de Dios y de la virtud, le doy a leer su novela de usted que me sirve de receta para curarla de su ataque nervioso de misticismo.”
¿Necesitaré decir que con estas palabras quedó mi conciencia perfectamente tranquila?
Sin embargo, como estos negocios del alma son en extremo delicados y sin haberlo querido pude haber hecho daño a ciertas conciencias tímidas, repito aquí lo que he dicho en la advertencia preliminar puesta en las últimas ediciones de Marta y María: “No doy a ninguna de las palabras contenidas en mi libro otra significación que la que pueda acordarse con la fe cristiana y con las enseñanzas de la Iglesia Católica, a las cuales me glorío de vivir sometido.”
UNA EXCURSIÓN A LA ISLA
El marqués de Peñalta es el prometido de la señorita María de Elorza. Se hallaba ya cercana la fecha de la boda cuando María, sufriendo un ataque agudo de misticismo, vacila si debe o no casarse e impone una prórroga a su novio. Este se resigna de mal grado. Sigue frecuentando la casa, pero María entregada a sus prácticas piadosas no siempre le acompaña. El marqués de Peñalta se ve obligado a pasar largos ratos en compañía de Martita, hermana de María, que es una niña de catorce años. A causa de la intimidad que entre ellos se establece prende en el inocente corazón de Martita un amor apasionado por su futuro cuñado. Cuando se da cuenta de él se horroriza y hace esfuerzos por sofocarlo. En estos días se celebra una excursión de placer a un islote propiedad de D. Mariano de Elorza, padre de las dos hermanas. María no toma parte en ella. Martita, excitada por el champagne, se arroja a decir y a ejecutar lo que el lector verá en este capítulo.
EN tanto el Océano, indiferente a las risas y a las angustias de aquellos insectillos que rozaban su bruñida epidermis, reverberaba el incendio del sol en toda su inmensidad, gozando este placer augusto con el mismo sosiego que en los primeros días del mundo. La luz ya podía espaciarse libremente sobre su llanura húmeda corriendo leguas y leguas en un segundo, lanzando sus llamaradas a los últimos confines del horizonte o recogiéndolas de pronto en haz resplandeciente; ya podía jugar sobre las crestas espumosas de sus olas o besar tímidamente el espejo diáfano de las aguas o salpicarlo con menudo polvo de plata o dejarse caer desmayada con lánguido y voluptuoso estremecimiento que se perdía entre los pliegues de las olas. Nada conseguía alterar la paz solemne de su corazón ni hacerle emitir una nota más grave o más aguda en la grandiosa aria de bajo profundo que canta desde el principio del universo.
Los contornos de la Isla se dibujaban ya con precisión, negros y adustos como si acabasen de salir de un gran incendio. Según se iban acercando a ella, el blanco cinturón, que desde lejos parecía ceñirla, rompíase en mil pedazos separados por considerable distancia. Ruido formidable de muchedumbres que combaten, cadenas que se arrastran y peñas que se desgajan, venía de allá indicando a nuestros viajeros que se acercaba el término de su jornada. Al cabo de una hora de marcha atracaron por fin, no sin algún trabajo, a su peñascosa costa. Después necesitaron subir por un estrecho y peligroso sendero labrado en la roca para encontrase al fin en tierra firme y llana. La Isla no merecía este nombre. Era un islote de dos o tres kilómetros de extensión, propiedad de D. Mariano de Elorza, que sólo la utilizaba para cazar de vez en cuando y traer de allá todos los años algunos centenares de huevos de gaviota. Estaba cubierta a trechos de pinos, pero en su mayor parte vestida de tojo donde las liebres y conejos tenían su guarida. Por casi todos los lados ofrecía espantosos precipicios sobre el mar, que la batía incesantemente entrando y saliendo con furia en las concavidades de las rocas que la circundaban. D. Mariano había edificado en el centro una casita para guarecerse, a la cual había ido añadiendo poco a poco algunas comodidades. Constaba solamente de un espacioso salón, un comedor, algunas alcobas y la cocina; pero la tenía bastante bien amueblada y circuida de un jardincito donde crecían de mala gana algunos árboles de adorno.
Mientras se disponía la comida y llegaba la falúa de la Sanidad, que había ido a depositar a Isidorito como triste deportado en un árido paraje de la costa, señoras y caballeros se diseminaron, dedicándose a la caza o a la pesca, según las aficiones y aptitudes de cada cual. Empezaron a sonar tiros aquí y allá, demostrando que los conejos, que se habían propagado en progresión geométrica, sufrían la ley de represión descubierta por Malthus. Los viajeros que no tenían instintos sanguinarios se acomodaban buenamente sobre el musgo al borde de los precipicios, contemplando de hito en hito el horizonte, por donde solía cruzar la vela de algún barco. Otros estudiaban la flora arrancando hierbecillas y discutiendo ampliamente acerca del cultivo que convendría a aquellas tierras y de los productos que pudieran dar. Cuando todo estuvo arreglado, D. Mariano se lo notificó por medio de sus criados, y unos en pos de otros los tertulios se fueron replegando hacia la casa y entraron en el salón, donde se había improvisado una espléndida mesa atestada de manjares y flores. Buen trabajo y bastante ruido costó sentar a tanta gente, pero al fin se consiguió gracias a la actividad del dueño de la casa, poderosamente auxiliado de un joven que traía el pelo por la frente, a quien ya tuvimos el honor de conocer la noche del sarao celebrado con motivo del santo de doña Gertrudis.
La comida fué digna del anfitrión. Ningún refinamiento gastronómico se echaba de menos. Todo estaba sabiamente previsto por una imaginación familiarizada con los asuntos culinarios, y alguien pudo decir en la mesa, con verdad, que no era tan desdichada la vida en una isla desierta, como se decía en el Robinson Crusoe y en otros libros. Cada comensal tenía frente a sí cinco o seis copas, que dos criados se encargaban de ir llenando sucesivamente de diversos vinos, según los manjares que se servían. A nadie sorprenderá, pues, que al terminarse la comida hubiese brindis entusiastas, precedidos de discursos elocuentísimos y acompañados de gritos, bravos y felicitaciones de todo género al orador. D. Máximo los rompió con unas cuantas frases bastante mal dichas, pero muy conmovedoras, referentes a la brevedad de la vida, a la miseria de los placeres, a la recompensa que nuestros dolores alcanzarán en un mundo mejor y a otros asuntos de ultratumba. El orador concluyó por verter lágrimas copiosas, embargado por tan fúnebres consideraciones. No faltó, sin embargo, quien afirmase por lo bajo que la papalina de D. Máximo era la menos divertida que jamás había visto. Pronunció después el ingeniero Suárez, con frase correcta y atildada, un discurso enderezado a preconizar la importancia que la mujer tenía en la actual civilización y las saludables modificaciones que merced a su influjo se habían obtenido en las costumbres de los pueblos modernos: hizo un elogio tan brillante como acabado de sus aptitudes artísticas, declarándolas muy superiores a las del hombre; habló también de sus perfecciones físicas, entreteniéndose con mucha complacencia a enumerarlas, y terminó brindando incondicionalmente por la obra más bella y primorosa de la creación, por la eterna y dulce compañera del hombre. Las señoritas de Ciudad batieron palmas. Inmediatamente se levantó D. Serapio, y con lengua bastante gorda propuso en términos concretos que el brillante concurso que le escuchaba se estableciese definitivamente en la isla, a fin de poblarla, invitando a cada uno de los presentes a buscar lo más pronto posible pareja. La circunstancia de hacer un guiño tan malicioso como grosero a una de las criadas que servían la mesa, al terminar