Yo también claudiqué en aquella ocasión refugiándome en un portal, aunque con circunstancias atenuantes, pues era el de una fotografía. Las paredes estaban cubiertas de retratos: señoras bonitas, haciendo resaltar sus gracias con actitudes lánguidas, dirigiendo una sonrisa insinuante a todos los timadores y fosforeros que se paraban a contemplarlas; varones con los ojos extáticos, en muda y eterna admiración de algo que nadie sabe. Algunos caballeros estaban disfrazados. Había uno vestido de fraile haciendo oración entre las malezas de una sierra, con su calavera y todo al lado. Me dijeron que era un muchacho de la nobleza que había renunciado al mundo por desengaños de amor. Bien se le conocía al pobre, a pesar de su vestimenta eremítica, que había tirado muchos tiros al pichón. Había otro con traje de doctor, con las cejas fruncidas y la frente arrugada como si tuviese agobiados los sesos bajo la pesadumbre de tanta jurisprudencia. Tenía un birrete en la mano y otro sobre la mesa, quizás para el caso de que se inutilizase el primero.
Seguía cayendo agua copiosamente. El cielo mostraba la faz severa, aunque tornadiza; algunas nubes grandes y oscuras rodaban sobre los edificios de la Puerta del Sol, desahogándose un poco de su peso; cruzaban con harta prisa para no presumir que pronto vendría un claro que permitiera escaparse. Los poquísimos carruajes que pasaban vacíos eran asaltados rabiosamente por los proscriptos de los portales, quedándose con ellos, como sucede en todo lo demás, los más osados.
Al fin, en cierto paraje del espacio se divisó un agujerito azul. Por aquel agujerito pasó tembloroso, y como avergonzado, un rayo de sol empapado todavía en agua, que fué a chocar en los cristales de los balcones más altos del hotel de la Paz. Al poco rato se divisó otro, algo más allá, y ambos se comunicaron pronto por medio de una extensa raya, azul también. Pero la lluvia no cesaba. Delante de nosotros empezó a funcionar una manga de riego. ¿Por qué salen a relucir las mangas de riego cuando llueve? No pretendamos averiguarlo. Hay más misterios en el cielo y en el Municipio de los que puede soñar la filosofía.
El sol hizo surgir los colores del iris en el chorro de agua que caía como un espléndido penacho sobre la calle. El empleado municipal lo sacudía sin curarse de su belleza, haciéndole servir a los fines de la policía urbana; mas el chorro salía altivo y alegre de la manga y se esparcía en el aire, cayendo en lluvia de plata unas veces, otras en lluvia de cristal y otras de fuego. El rumor que producía al azotar el pavimento era dulce y gozoso. Yo y un perro de Terranova (me coloco el primero para no dar armas a los frenópatas del Ateneo) fuimos los únicos que supimos apreciar su hermosura. El perro, más exaltado o con menos miedo al ridículo, se lanzó a la calle expresando su entusiasmo por medio de ladridos y saltos prodigiosos, ahora parándose bajo el chorro y dejándose bañar, ahora brincando sobre él, ahora dando un millón de volteretas y haciendo cómicas contorsiones, sin cesar nunca de exhalar el frenesí de su entusiasmo en ladridos más o menos correctos e inspirados, que de esto no entiendo. Me parece, no obstante, que había más sinceridad en ellos que en el soneto del Sr. Grilo a las cataratas del río Piedra, aunque, por supuesto, mucha menos fantasía.
La lluvia no cesaba. Con todo, se fué debilitando de tal modo, que ni para la salud ni para el sombrero había gran peligro en salir y llegar a Fornos. Así quise realizarlo, y desde luego me fuí pegadito a los edificios, observando cómo rápidamente el cielo se despejaba y la lluvia se enrarecía. Todavía continuaba mucha gente en los portales. Al llegar al del Ministerio de Hacienda, un brazo de mujer se interpuso en mi camino, y una manecita blanca y hermosa trató de averiguar si aún llovía. Era una mano fina, correcta, aristocrática, con graciosas y leves rayas azules; además, aún no estaba ajada, a juzgar por su color sonrosado y por la frescura e inocencia que se adivinaba en sus movimientos resueltos; la muñeca estaba aprisionada por un sencillo brazalete de oro; en los dedos brillaban algunas sortijas. Ahora bien, ¿qué hubieran hecho ustedes si se les colocase delante del rostro, a dos dedos de la boca, una mano semejante? Besarla, estoy seguro. Pues eso es cabalmente lo que yo hice: besarla y escaparme riendo sin echar siquiera una mirada a su dueño. Detrás de mí oí gran algazara y muchas carcajadas femeninas, por lo cual comprendí que se me perdonaba de buen grado la audacia. Llegué al café sano y salvo y de un humor excelente. Pero estuve un poco inquieto toda la tarde. ¡Los nervios, sin duda, los nervios!
POLIFEMO
EL coronel Toledano, por mal nombre Polifemo, era un hombre feroz, que gastaba levita larga, pantalón de cuadros y sombrero de copa de alas anchurosas, reviradas. Estatura gigantesca, paso rígido, imponente, enormes bigotes blancos, voz de trueno y corazón de bronce. Pero aún más que esto, infundía pavor y grima la mirada torva, sedienta de sangre, de su ojo único. El coronel era tuerto. En la guerra de Africa había dado muerte a muchísimos moros, y se había gozado en arrancarles las entrañas aún palpitantes. Esto creíamos al menos ciegamente todos los chicos que al salir de la escuela íbamos a jugar al parque de San Francisco, en la muy noble y heroica ciudad de Oviedo.
Por allí paseaba también metódicamente, los días claros, de doce a dos de la tarde, el implacable guerrero. Desde muy lejos columbrábamos entre los árboles su arrogante figura, que infundía espanto en nuestros infantiles corazones; y cuando no, escuchábamos su voz fragorosa, resonando entre el follaje como un torrente que se despeña.
El coronel era sordo también, y no podía hablar sino a gritos.
—Voy a comunicarle a usted un secreto—decía a cualquiera que le acompañase en el paseo—. Mi sobrina Jacinta no quiere casarse con el chico de Navarrete.
Y de este secreto se enteraban cuantos se hallasen a doscientos pasos en redondo.
Paseaba generalmente solo; pero cuando algún amigo se acercaba, hallábale propicio. Quizá aceptase de buen grado la compañía por tener ocasión de abrir el odre donde guardaba aprisionada su voz potente. Lo cierto es que cuando tenía interlocutor, el parque de San Francisco se estremecía. No era ya un paseo público; entraba en los dominios exclusivos del coronel. El gorjeo de los pájaros, el susurro del viento y el dulce murmurar de las fuentes, todo callaba. No se oía más que el grito imperativo, autoritario, severo del guerrero de Africa. De tal modo, que el clérigo que le acompañaba (a tal hora, sólo algunos clérigos acostumbraban a pasear por el parque), parecía estar allí únicamente para abrir, ahora uno, después otro, todos los registros que la voz del coronel poseía. ¡Cuántas veces, oyendo aquellos gritos terribles, fragorosos, viendo su ademán airado y su ojo encendido, pensamos que iba a arrojarse sobre el desgraciado sacerdote que había tenido la imprevisión de acercarse a él!
Este hombre pavoroso tenía un sobrino de ocho o diez años, como nosotros. ¡Desdichado! No podíamos verle en el paseo sin sentir hacia él compasión infinita. Andando el tiempo he visto a un domador de fieras introducir un cordero en la jaula del león. Tal impresión me produjo, como la de Gasparito Toledano paseando con su tío. No entendíamos cómo aquel infeliz muchacho podía conservar el apetito y desempeñar regularmente sus funciones vitales, cómo no enfermaba del corazón o moría consumido por una fiebre lenta. Si transcurrían algunos días sin que apareciese por el parque, la misma duda agitaba nuestros corazones. “¿Se lo habrá merendado ya?”. Y cuando al cabo le hallábamos sano y salvo en cualquier sitio, experimentábamos a la par sorpresa y consuelo. Pero estábamos seguros de que un día u otro concluiría por ser víctima de algún capricho sanguinario de Polifemo.
Lo raro del caso era que Gasparito no ofrecía en su rostro vivaracho aquellos signos de terror y abatimiento que debían de ser los únicos en él impresos. Al contrario, brillaba constantemente en sus ojos una alegría cordial que nos dejaba estupefactos. Cuando iba con su tío marchaba con