Llegaron al puente que cruzaba el río Charles. Estaba atestado de estudiantes universitarios. Abajo en el agua veían botes de remos, canoas y kayaks. Parecía un lugar muy alegre y animado.
Empezaron a andar por el puente.
—¿Ha cambiado en algo tu brújula? —preguntó Ester.
Oliver lo comprobó.
—No. Todavía muestra los mismos cuatro símbolos.
Ester extendió la mano y Oliver se la pasó. La inspeccionó con una mirada de asombro.
—Me pregunto qué es. De dónde viene. me sorprende que Armando no lo supiera, siendo inventor.
—Creo que es tecnología de videntes —dijo Oliver—. Es decir, solo el universo conoce las líneas temporales y puede guiar por ellas a alguien, así que debe de serlo.
Ester se la devolvió a Oliver, que se la metió en el bolsillo con cuidado.
—Me pregunto si el Profesor Ruiseñor lo sabrá —dijo ella—. Dijiste que era un vidente, ¿verdad?
Oliver asintió. Tenía curiosidad por la brújula, y aún más curiosidad por conocer al Profesor Ruiseñor.
—¿Crees que sabrá algo de tus padres? —preguntó Ester.
Oliver notó que se le formaba un pequeño nudo en la garganta. Tragó saliva.
—No quiero hacerme ilusiones. Pero todas las señales me llevan aquí. Así que soy optimista.
Ester sonrió.
—Esa es la actitud.
Llegaron al final del puente y anduvieron por la calle principal. Allí había mucho tráfico, así que tomaron una de las muchas calles laterales que van paralelas a ella.
Cuando estaban solo a media calle, Oliver vio a un grupo de chicos, un poco mayores que Ester y él, merodeando juntos en las sombras. Al instante, sintió una puñalada de peligro.
Cuando Ester y él se acercaron al grupo, los chicos levantaron la mirada de repente y la fijaron en ellos. Empezaron a darse empujoncitos entre ellos y a susurrar, evidentemente hablando de Oliver y de Ester. Sus malvadas miradas de odio dejaban claro que no eran amables.
—Oh, oh, parece que hay problemas —dijo Ester, que evidentemente también los había visto.
Oliver se acordó de los abusones con los que había lidiado en Campbell Junior High. No se sentía ni de cerca tan atemorizado acercándose a los chicos como lo hubiera estado antes. Pero notaba que Ester se acercaba más a él. Parecía acobardada.
—¡Bonito mono! —dijo uno de los chicos con desprecio.
Los otros empezaron a reírse.
—¿Qué eres? —se metió el siguiente—. ¿Un limpiachimeneas o algo así?
Oliver mantenía la vista apartada. Aceleró el paso. A su lado, Ester hizo lo mismo.
—¡Eh! —gritó el primer chico—. ¡Te estoy hablando!
De repente, el grupo los rodeó. En total, eran cinco chicos, formando un círculo alrededor de Oliver y Ester. Ester parecía sumamente agobiada con la situación.
—Por favor —le susurró a Oliver en voz baja—. Nada de peleas. No creo que mi escudo sea lo suficientemente fuerte para cinco.
Pero Oliver estaba tranquilo. Había visto la fuerza de Ester. Y él también tenía sus poderes. Entre los dos, nadie podría hacerles daño. Bueno, ningún mortal.
Oliver mantenía la barbilla levantada.
—Perdonadnos —dijo, educadamente—. Por favor, dejadnos pasar.
El principal, el más alto del grupo, cruzó los brazos.
—No hasta que os vaciéis los bolsillos. Venga—Extendió la mano—. Móvil. Cartera. Dádmelos.
Oliver se mantuvo firme. Habló con voz tranquila y confiada:
—No tengo ni móvil ni cartera. Y aunque los tuviera, no te los daría.
Procedente de su lado, Oliver oyó la voz de Ester, apenas por encima de un susurro:
—Oliver. No les provoques.
El principal soltó una risa sonora.
—Oh, ¿en serio? Entonces tendré que cogerlos yo mismo.
Fue a lanzarse sobre Olive.
—Yo no lo haría —dijo Oliver.
De inmediato, Ester expulsó uno de sus escudos, proporcionándoles una barrera a su alrededor. El chico se estrelló contra ella. Parecía confundido. Lo intentó de nuevo, lanzándose hacia delante. Pero la barrera impenetrable lo paraba, como un cristal a prueba de balas.
—¿A qué esperas, Larry? —incitó el tercer chico—. ¡Cógelo!
—No puedo —tartamudeó Larry, que cada vez parecía más confundido—. Hay algo en el medio.
—¿De qué hablas? —preguntó el cuarto chico.
Él también se lanzó hacia delante. Pero se estrelló contra la barrera de Ester y soltó un gruñido de dolor.
Oliver miró hacia Ester. Lo estaba haciendo magníficamente, pero veía el esfuerzo en su cara mientras ella intentaba mantener la barrera en su sitio. Tenía que hacer algo para ayudar.
Oliver se retiró a su mente y visualizó que el viento azotaba las hojas caídas y las convertía en tornados. A continuación, empujó la imagen hacia fuera.
A la vez, las hojas caídas empezaron a arremolinarlas. Unas columnas de viento se alzaron en el aire, girando como tornados. Oliver hizo aparecer cinco, uno para cada uno de los chicos.
—¿Qué está pasando? —chilló Larry, el viento hacia que su pelo volara salvajemente de aquí para allí.
Oliver se concentró. Fortaleció los vientos con su mente y después empujó hacia fuera.
En un instante, la ráfaga de hojas estaba golpeando a los chicos. Ellos intentaban sacárselas de encima a golpes, atizando con sus brazos como si les atacara un enjambre de abejas, pero no servía de nada. Los tornados de Oliver eran demasiado fuertes para ellos.
Se giraron y se fueron corriendo. Los vientos eran tan fuertes que tropezaron más de una vez.
Oliver cogió la mano de Ester. Tenía una risita nerviosa.
—vamos. Iremos por una ruta diferente.
CAPÍTULO OCHO
La Universidad de Harvard era un lugar de aspecto impresionante. La arquitectura era hermosa, con un montón de edificios altos de ladrillo y torrecillas. Había un campo grande cubierto de hierba rodeado de cafeterías, bares y librerías.
—¿Cómo encontraremos al Profesor Ruiseñor? —preguntó Ester—. ¡Este sitio es enorme!
Oliver buscó el libro que la Sra. Belfry le había dado. Se dirigió a la biografía del autor sobre el Profesor Ruiseñor y leyó en voz alta:
«El Profesor H. Ruiseñor es miembro del Departamento de Física de la Universidad de Harvard, donde lleva a cabo experimentos en el histórico Laboratorio Farnworth del Centro de Ciencia, junto con un pequeño equipo de estudiantes de doctorado».
Ester señaló hacia delante a un edificio que estaba al otro lado del campo.
—Allí. Ese es el Centro de Ciencia.
Oliver guardó el libro. Atravesaron el campo a toda prisa y subieron las escaleras hacia el edificio. Arriba del todo había un guardia de seguridad.
—¿La tarjeta de visitante? —dijo