Ahora caminaba a través de un lugar cubierto de arena rojiza y sentía que los dedos de los pies se le hundían en ella. Allí había unas criaturas, pequeñas y con aspecto de lagartos, que se escabullían cuando se les acercaba demasiado. Miró alrededor…
… y el mundo se esfumó entre llamas.
Kevin despertó en el suelo de la cocina, el temporizador del horno pitaba para decirle que la pizza estaba lista, el olor a comida quemada lo hizo ir a rastras del suelo hasta el horno antes de que tuviera que hacerlo su madre. No quería que ella lo viera así, no quería darle aún más razones para preocuparse.
Sacó la pizza, la cortó a trozos y los llevó a la sala de estar. Su madre estaba en el sofá y, aunque había dejado de llorar, tenía los ojos rojos. Kevin dejó la pizza sobre la mesa baja, se sentó a su lado y encendió la tele para, por lo menos, fingir que las cosas eran normales.
—Tú no deberías hacer esto —dijo su madre, y Kevin no supo si se refería a la pizza o a todo lo demás. Ahora mismo, esto no importaba.
Los nombres todavía colgaban en su cabeza: 23h 06m 29,283s, -05º 02’ 28,59.
CAPÍTULO DOS
Kevin no estaba seguro de haberse sentido jamás tan cansado como lo estaba cuando su madre y él entraron con el coche al aparcamiento. El plan era intentar continuar con normalidad, pero él sentía que podría quedarse dormido en cualquier momento. Eso distaba mucho de ser normal.
Probablemente era a causa de los tratamientos. Los últimos días había habido un montón de tratamientos. Su madre había encontrado más doctores, y cada uno tenía un plan diferente para por lo menos intentar ralentizar las cosas. Eso era lo que decían, cada vez, aunque las palabras dejaban claro que sería algo especial y que detener las cosas no era algo que ellos pudiesen esperar.
—Que tengas un buen día en la escuela, cariño —dijo su madre. Había algo falso en aquella alegría, un filo frágil que daba a entender lo mucho que tenía que esforzarse por sacar una sonrisa. Kevin sabía que ella estaba haciendo un esfuerzo por él y él también hacía lo que podía.
—Lo intentaré, mamá —le aseguró y oyó que su propia voz tampoco sonaba natural. Parecía que los dos estaban interpretando papeles porque tenían miedo de la verdad que yacía bajo ellos. Kevin interpretaba el suyo porque no quería que su madre llorara otra vez.
¿Cuántas veces había llorado ya? ¿Cuántos días habían pasado desde que habían ido a ver al Dr. Markham por primera vez? Kevin había perdido la cuenta. Uno o dos días no había ido al colegio porque estaba enfermo, antes de que se hiciera evidente que ninguno de los dos quería eso. Después vino esto: colegio entremezclado con pruebas e intentos de terapias. Había habido inyecciones y análisis de sangre, suplementos porque su madre había leído en la red que podrían ayudar, y comida sana que distaba mucho de la pizza.
—Solo quiero que las cosas sean lo más normales posible —dijo su madre. Ninguno de los dos decía eso en un día normal, Kevin hubiera cogido el autobús y no tendrían que haberse preocupado de lo que era normal y lo que no.
O que en un día normal, no tendría que esconder lo que le pasaba, ni sentirse agradecido de que su mejor amiga fuera a un colegio diferente después de la última vez que su madre y él se mudaron, de manera que no tenía que imaginarse nada de eso. Ahora hacía días que no llamaba a Luna, y los mensajes se le amontonaban en el teléfono. Kevin los ignoraba, pues no se le ocurría cómo contestarlos.
Kevin sintió las miradas sobre él en el momento en que entró en la escuela. Habían corrido los rumores, a pesar de que nadie sabía con seguridad lo que le pasaba. Más adelante vio a un profesor, el Sr. Williams, y en un día normal Kevin podría haber pasado por delante de él sin tan solo llamar la atención por un instante. Él no era uno de los niños a quienes los profesores vigilaban de cerca porque siempre estaban haciendo algo malo. Ahora, el profesor lo detuvo, mirándolo de arriba abajo como si esperara señales de que podría morir en cualquier momento.
—¿Cómo te sientes, Kevin? —preguntó—. ¿Estás bien?
—Estoy bien, Sr. Williams —le aseguró Kevin. Era más fácil estar bien que intentar explicar la verdad: lo preocupado que estaba por su madre y que estaba cansado todo el rato por los intentos de tratamiento, lo asustado que estaba por lo que iba a pasar.
Cómo los números todavía daban vueltas a su cabeza.
23h 06m 29,283s, -05º 02’ 28,59. Estaban en su mente, agachados como un sapo que no se movía, imposibles de olvidar, imposibles de ignorar, independientemente de lo mucho que Kevin intentaba seguir las instrucciones de su madre para olvidarlos.
—Bueno, ya nos dirás si necesitas algo —dijo el profesor.
Kevin todavía no estaba seguro de cómo responder a eso. Esta era una de esas cosas amables que decía la gente que, a la vez, eran inútiles. Lo único que necesitaba era lo que no le podían dar: enmendar todo esto; para que las cosas fueran normales otra vez. Los profesores sabían muchas cosas, pero eso no.
Aun así, él hacía todo lo que podía para fingir que era normal durante toda su clase de matemáticas y durante la mayor parte de la de historia de después. La Srta. Kapinski les estaba hablando de la antigua historia europea, que Kevin estaba seguro de que no salía en ningún examen, pero aparentemente era lo que ella había estudiado en la facultad y parecía que se hacía ver más de lo que debería.
—¿Sabíais que la mayoría de restos romanos encontrados en el norte de Europa realmente no son romanos? —dijo. Normalmente a Kevin le gustaban las clases de la Srta. Kapinski, pues no le daba miedo desviarse del tema y contarles cualquier fragmento del pasado que le pasara por la cabeza. Era un recordatorio de lo mucho que había habido en el mundo antes de cualquiera de ellos.
—¿Así que son falsos? —preguntó Francis de Longe. Normalmente, hubiera sido Kevin el que lo preguntara, pero estaba disfrutando de la oportunidad de estar callado, de ser casi invisible.
—No exactamente —dijo la Srta. Kapinski—. Cuando digo que no son romanos, quiero decir que son restos que dejaron atrás unas personas que nunca habían estado cerca de lo que es ahora Italia. Eran los habitantes de la región, pero a medida que avanzaban los romanos, a medida que conquistaban, los habitantes de allí se dieron cuenta de que el mejor camino era adaptarse a la manera de hacer de los romanos. El modo en el que vestían, los edificios en los que vivían, el idioma que hablaban, lo cambiaron todo para dejar claro en qué bando estaban, y porque les proporcionaba una oportunidad mejor de tener buenas posiciones en el nuevo orden. —Sonrió—. Después, cuando vinieron las rebeliones contra Roma, una de las claves para ser parte de ella era precisamente no usar esos símbolos.
Kevin intentó imaginarlo: la misma gente en un lugar cambiando quienes eran cuando cambiaba la corriente política, cambiando todo su ser dependiendo de quién gobernaba. Pensó que podría ser un poco como estar en uno de los montones populares de la escuela, intentando llevar la ropa adecuada y decir las cosas correctas. Aun así, costaba de imaginar, y no solo porque imágenes de paisajes imposibles continuaban filtrándose en su mente.
Probablemente esa era la única cosa buena de su problema: los síntomas eran invisibles. De algún modo, también era lo que asustaba. Estaba esa cosa que lo estaba matando y, si la gente no lo conocía ya, nunca lo descubrirían. Él solo podía quedarse sentado y nunca nadie…
Kevin sintió que la visión venía, levantándose en su interior como una especie de presión que crecía en su cuerpo. Hubo el ataque de mareo, la sensación de que el mundo se alejaba flotando mientras él conectaba con otra… cosa. Se dispuso a levantarse para preguntar si lo disculpaban pero, para entonces, ya era demasiado tarde. Sintió que sus piernas cedían y se desplomó.
Estaba mirando los mismos paisajes que recordaba de antes, el cielo con la sombra equivocada, los árboles demasiado retorcidos. Observaba cómo el fuego se propagaba por allí, cegador y brillante, que parecía