“¿Cómo sabe todo esto?” preguntó.
Él sonrió.
“Soy Eldof. Soy el principio y el final del conocimiento”.
Se puso de pie y ella se quedó estupefacta al ver que era dos veces más alto que cualquier hombre que hubiera conocido. Él se acercó un paso más, rampa abajo, y con sus ojos tan cautivadores, Gwen sentía que no podía moverse en su presencia. Era muy difícil concentrarse ante él, tener un pensamiento independiente por sí misma.
Gwen se obligó a despejar la mente, a concentrarse en el asunto que tenía a mano.
“Su Rey le necesita”, dijo ella. “La Cresta le necesita”.
Él rio.
“¿Mi Rey?” repitió con desprecio.
Gwen se obligó a insistir.
“Él cree que usted sabe cómo salvar la Cresta. Cree que le esconde un secreto, uno que podría salvar este lugar y a toda esta gente”.
“Lo escondo”, respondió rotundamente.
A Gwen la dejó de piedra su inmediata y sincera respuesta y apenas sabía qué decir. Esperaba que lo hubiera negado.
“¿Lo esconde?” preguntó estupefacta.
Él sonrió pero no dijo nada.
“Pero ¿por qué?” preguntó. “¿Por qué no comparte este secreto?”
“¿Y por qué debería hacerlo?” preguntó él.
“¿Por qué?” preguntó ella perpleja. “Evidentemente, para salvar este reino, para salvar a su pueblo”.
“¿Y por qué querría hacer esto?” insistió él.
Gwen entrecerró los ojos, confundida; no tenía ni idea de cómo responder. Finalmente, él suspiró.
“Tu problema”, dijo él, “Es que crees que todo el mundo debe salvarse. Pero aquí es donde te equivocas. Tú miras al tiempo bajo el prisma de unas simples décadas; yo lo veo en referencia a siglos. Tú ves a las personas indispensables; yo las veo como simples dientes de la gran rueda del destino y el tiempo”.
Se acercó un paso más, con los ojos ardiendo.
“Algunas personas, Gwendolyn, tienen que morir. Algunas personas necesitan morir”.
“¿Necesitan morir?” preguntó horrorizada.
“Algunos necesitan morir para liberar a otros”, dijo. Algunos deben caer para que otros se levanten. ¿Qué hace a una persona más importante que otra? ¿A un sitio más importante que otro?”
Reflexionaba sobre sus palabras, cada vez más confundida.
“Sin la destrucción, sin la devastación, no habría crecimiento. Sin las arenas vacías del desierto, no habría cimientos en los que construir las grandes ciudades. ¿Qué es más importante: la destrucción o el crecimiento que le seguirá? ¿No lo comprendes? ¿Qué es la destrucción sino unos cimientos?
Gwen, confundida, intentaba comprender, pero sus palabras solo acentuaban su confusión.
“Entonces va a quedarse esperando y va a permitir que la Cresta y su gente mueran?” preguntó. “¿Por qué? ¿En qué lo beneficiará?”
Él rio.
“¿Por qué tendría que hacerse todo siempre por un beneficio?” preguntó. “No los salvaré porque no tienen que salvarse”, dijo rotundamente. “Este lugar, la Cresta, no debe sobrevivir. Debe ser destruido. El Rey debe ser destruido. Todas estas personas deben ser destruidas. Y no me corresponde interponerme en el camino del destino. Se me ha concedido el don de ver el futuro, pero es un don del que no abusaré. No cambiaré lo que veo. ¿Quién soy yo para interponerme en el camino del destino?”
Gwendolyn no pudo evitar pensar en Thorgrin y en Guwayne.
Eldon hizo una amplia sonrisa.
“Ah, sí”, dijo, mirándola. “Tu marido, tu hijo”.
Gwen le devolvió la mirada, atónita, preguntándose cómo le había leído la mente.
“Deseas ayudarlos con todas tus fuerzas”, añadió y, a continuación, negó con la cabeza. “Pero a veces no puedes cambiar el destino”.
Ella enrojeció y se sacudió sus palabras, decidida.
“Yo cambiaré el destino”, dijo enérgicamente. “Cueste lo que cueste. Incluso aunque tenga que entregar mi propia alma”.
Eldof la miró atentamente durante un buen rato, examinándola.
“Sí”, dijo. “Lo harás, ¿cierto? Puedo ver esa fuerza en ti. El espíritu de un guerrero”.
Él la examinó y, por primera vez, vio un poco de seguridad en su expresión.
“No esperaba encontrar esto dentro de ti”, continuó, con voz humilde. “Hay unos pocos seleccionados, como tú, que tienen el poder de cambiar el destino -no en la Cresta. La muerte viene hacia aquí. Lo que ellos necesitan no es un salvamento, sino un éxodo. Necesitan un nuevo líder, que los guíe a través del Gran Desierto. Creo que ya sabes que tú eres este líder”.
Gwen sintió un escalofrío ante sus palabras. No se imaginaba a ella misma con la fuerza de volver a pasar todo aquello de nuevo.
“¿Cómo voy a dirigirlos?”, preguntó, agotada por el pensamiento. “¿Y dónde nos queda por ir? Estamos en medio de la nada”.
Él se giró, se quedó en silencio y, mientras empezaba a caminar, Gwen sintió un repentino deseo ardiente de saber más.
“Cuéntame”, dijo, saliendo disparada hacia él y agarrándolo por el brazo.
Él se dio la vuelta y miró su mano, como si una serpiente le estuviera tocando, hasta que al final ella la retiró. Varios de sus monjes salieron corriendo de las sombras y se detuvieron allí cerca, mirándola furiosos, hasta que finalmente Eldof les hizo una señal con la cabeza y se retiraron.
“Dime”, le dijo él a ella, “te responderé una vez. Solo una vez. ¿Qué es lo que deseas saber?”
Gwen respiró profundamente, desesperada.
“Guwayne”, dijo, sin aliento. “Mi hijo. ¿Cómo puedo recuperarlo? ¿Cómo cambio el destino?”
Él la miró durante un buen rato.
“La respuesta ha estado delante de ti todo este tiempo y, sin embargo, no la ves”.
Gwen se estrujaba el cerebro, desesperada por saber y, sin embargo, no comprendía de qué se trataba.
“Argon”, añadió él. “Hay un secreto que teme contarte. Ahí es donde yace tu respuesta”.
Gwen estaba estupefacta.
“¿Argon?” preguntó. “¿Argon lo sabe?”
Eldof negó con la cabeza.
“Él no. Pero sí su maestro”.
La mente de Gwen daba vueltas.
“¿Su maestro?” preguntó ella.
Gwen nunca había pensado que Argon tuviera un maestro.
Eldof asintió.
Pídele que te lleve hasta él”, dijo, con rotundidad en su voz. “Las respuestas que recibas te asustarán incluso a ti”.
CAPÍTULO TRECE
Mardig andaba de forma pomposa y con decisión por los pasillos del castillo, su corazón latía con fuerza mientras contemplaba en