“Tal vez nuestro asesino está simulando una fantasía divina”, pensó. “Y si él cree que es un dios, podría ser más peligroso de lo que pensamos”.
CAPÍTULO OCHO
El hámster parecía un bloque de hielo peludo cuando lo sacó del congelador. También se sentía como un bloque de hielo. No pudo evitar reírse ante el ruido que hizo cuando lo colocó en la bandeja de horno. Tenía las patas para arriba, un fuerte contraste con la forma en la que habían estado pedaleando hacia atrás y adelante en pánico cuando lo había metido en el congelador.
Eso había sido hace tres días. Desde entonces, la policía había descubierto el cuerpo de la chica en el río. Le había sorprendido lo lejos que había llegado el cuerpo. Hasta Watertown. Y el nombre de la chica era Patty Dearborne. Sonaba pretencioso. Pero esa chica había sido hermosa.
Pensó distraídamente en Patty Dearborne, la chica que había raptado en las afueras del campus de la Universidad de Boston mientras pasaba su dedo a lo largo de la barriga helada del hámster. Había estado tan nervioso, pero había sido bastante fácil. No había tenido la intención de matar a la chica. Las cosas simplemente se le fueron de las manos. Pero todo había salido bien a la final.
La belleza podía ser arrebatada, pero no en una forma mortal. Patty Dearborne también había sido hermosa en la muerte. Cuando desnudó a Patty vio que la chica era perfecta. Había visto un lunar en su zona lumbar y una pequeña cicatriz a lo largo de la parte superior de su tobillo. Pero, aparte de eso, era perfecta.
Había vertido a Patty en el río ya muerta. Había visto las noticias con gran expectativa, preguntándose si serían capaces de traerla de vuelta... preguntándose si el hielo en el que había permanecido por esos dos días había logrado preservarla de alguna manera.
Obviamente ese no había sido el caso.
“Fui descuidado”, pensó, mirando el hámster. “Me llevará algún tiempo, pero lo lograré”.
Esperaba que el hámster fuera parte de eso. Sus ojos aún centrados en su pequeño cuerpo congelado, tomó las dos almohadillas térmicas del mostrador de la cocina. Eran parecidas a las almohadillas utilizadas en el atletismo para aflojar los músculos y relajar las partes tensas del cuerpo. Colocó una de las almohadillas debajo del cuerpo y la otra sobre sus pequeñas patas rígidas.
Estaba seguro de que tendría que esperar bastante. Tenía un montón de tiempo... no tenía prisa. Estaba tratando de burlar a la muerte, y sabía que la muerte no iba a ninguna parte.
Se echó a reír con este pensamiento en su cabeza. Echándole un último vistazo al hámster, se dirigió a su dormitorio. Estaba bastante ordenado, al igual que el baño contiguo. Entró en el baño y se lavó las manos con la eficiencia de un cirujano. Luego se miró en el espejo y contempló su rostro, un rostro que a veces consideraba el de un monstruo.
El lado izquierdo de su rostro tenía daños irreparables. Comenzaba justo debajo de su ojo y llegaba a su labio inferior. Aunque la mayor parte de su piel y tejido se había recuperado en su juventud, había cicatrización y decoloración permanente en ese lado de su rostro. Su boca también parecía estar congelada en una mueca permanente.
Ya a sus treinta y nueve años de edad había dejado de preocuparse por lo feo que se veía. Era la vida que le había tocado. Su madre de mierda ocasionó esta desfiguración. Pero eso ya no importaba... estaba trabajando en arreglarlo. Miró su reflejo mutilado en el espejo y sonrió. Podría tomar años, pero eso tampoco importaba.
“Los hámsteres solo cuestan cinco dólares cada uno”, dijo en voz alta. “Y hay alumnas universitarias bonitas hasta debajo de las piedras”.
Había leído bastante, principalmente en los foros de enfermeras y estudiantes de medicina. Supuso que tenía que dejar las almohadillas colocadas por unos cuarenta minutos si quería que el experimento funcionara. Se descongelaría lentamente, y ese descongelamiento no interrumpiría ni proporcionaría descargas eléctricas al corazón helado.
Pasó esos cuarenta minutos viendo las noticias. Escuchó un segmento respecto a lo sucedido a Patty Dearborne. Se enteró de que Patty estudiaba en la Universidad de Boston y que tenía aspiraciones de convertirse en una consejera. Había tenido un novio y sus padres estaban llorando su muerte. Vio a los padres en la televisión, abrazándose y llorando juntos mientras hablaban con los medios de comunicación.
Apagó el televisor y entró en la cocina. El olor del hámster estaba empezando a inundar la cocina... un olor que no había estado esperando. Corrió al pequeño cuerpo y le retiró las almohadillas.
Su pelaje estaba achicharrado y su barriga estaba ligeramente carbonizada. Tiró el pequeño hámster al suelo. Cuando vio los pequeños rastros de humo, gritó.
Caminó furiosamente por su apartamento por un rato. Como solía suceder, su ira y rabia absoluta eran impulsadas por los recuerdos de un quemador de horno... ardiendo en sus recuerdos de la infancia con el olor de carne quemada.
Sus gritos se volvieron sollozos dentro de cinco minutos. Luego, como si nada fuera de lo común había sucedido, se fue a la cocina y cogió el hámster. Lo tiró a la basura y se lavó las manos en el fregadero de la cocina.
Ahora estaba tarareando. Cuando tomó las llaves del gancho junto a la puerta, se pasó la otra mano por la cicatriz a lo largo del lado izquierdo de su rostro. Cerró la puerta con llave y bajó a la calle. Allí, en medio de una mañana absolutamente hermosa de invierno, se metió en su furgoneta roja y empezó a conducir.
Casi de manera casual, se miró a sí mismo en el espejo retrovisor.
Esa mueca permanente seguía allí, pero no dejó que lo desanimara.
Tenía un trabajo que hacer.
***
Sophie Lentz ya estaba harta de las fraternidades. En realidad también estaba harta de la universidad.
Vana o no, sabía cómo se veía. Obviamente había chicas que eran más bonitas que ella. Pero ella era latina, y tenía ojos oscuros y cabello negro. También podía usar su acento cuando lo necesitaba. Había nacido en Estados Unidos y fue criada en Arizona, pero sangre latina corría por sus venas. La sangre latina jamás había dejado de correr por las venas de sus padres, ni siquiera cuando se mudaron a Nueva York la semana después de que Sophie fue aceptada en Emerson.
Sin embargo, su descendencia latina era más evidente en su aspecto que en su actitud y personalidad. Y todo le había funcionado muy bien en Arizona. Honestamente también había funcionado para ella en la universidad. Pero solo durante su primer año. Pasó ese año experimentando, pero no tanto como su madre probablemente había pensado. Y al parecer se había corrido la voz: Sophie Lentz no era difícil de meter en tu cama y, cuando llegaba allí, más te valía estar preparado porque era una diabla.
Suponía que había peores reputaciones. Pero hoy su reputación la había jodido. Un tipo, que creía se llamaba Kevin, había empezado a besarla y ella lo dejó hacerlo. Pero cuando estuvieron solos y se negó a aceptar un no...
La mano derecha de Sophie todavía le dolía. También tenía un poco de sangre en los nudillos. Frotó la mano en sus jeans ajustados para limpiarse la sangre, recordando el sonido de la nariz del pendejo crujir contra su puño. Estaba furiosa, pero, en el fondo, se preguntó si se lo merecía. No creía en el karma, pero tal vez lo que había hecho el semestre pasado estaba comenzando a pasar factura. Tal vez estaba cosechando lo que había sembrado.
Caminaba por las calles que atraviesan Emerson para regresar a su apartamento. Su compañera de cuarto santurrona sin duda estaría estudiando para alguna prueba, así que al menos no estaría sola.
Estaba a tres cuadras de su apartamento cuando comenzó a sentir una extraña sensación. Miró hacia atrás, segura de que la estaban siguiendo, pero no vio a nadie. Podía ver las formas de personas en una cafetería pequeña a unos pasos detrás de ella,