Y esa misma carrera había alejado a Rose. Por no mencionar el hecho de que esa misma carrera había llegado a su fin. Avery se retiró poco después del funeral de Ramírez y, aunque sabía que Connelly y O'Malley le habían dejado las puertas abiertas, era una invitación que sabía que nunca aceptaría.
Se detuvo en su entrada, estacionó el auto y entró con lágrimas todavía corriendo por sus mejillas. La triste realidad era que su vida estaría completamente vacía si abandonaba su carrera. Su futuro marido había sido asesinado, junto con su ex esposo, y ahora, la única superviviente de su pasado, su hija, no quería tener nada que ver con ella.
«Y en lugar de solucionarlo, ¿qué hiciste?», se preguntó a sí misma.
Casi sonaba como la voz de Ramírez, señalando cómo estaba empeorando las cosas:
—Dejaste la ciudad y huiste al bosque. En lugar de enfrentar el dolor y una vida que se había puesto patas arriba, huiste y pasaste varios días bebiendo para olvidar. ¿Qué vas a hacer ahora? ¿Volver a huir? ¿O tal vez deberías solucionarlo?
Sin embargo, a lo que entró en la cabaña, se sintió más segura de lo que se había sentido parada en la puerta de Rose. Parecía disminuir el dolor que había provocado el hecho que su hija le había tirado la puerta en la cara. Sí, la hacía sentirse como una cobarde, pero simplemente no encontraba otra forma de lidiar con eso.
«Ella tiene razón. Soy tóxica para ella. En los últimos años, lo único que he hecho es dificultarle la vida. Todo comenzó cuando puse mi carrera por encima de su padre y luego se agravó cuando, sin importar lo mucho que lo intentara, mi carrera llegó a ser hasta más importante que ella. Y aquí estamos de nuevo, en conflicto, aunque ya no ejerzo mi carrera. Y es porque me culpa por el asesinato de su padre… y no está exactamente equivocada», pensó.
Caminó lentamente hacia la cama que aún no había terminado de armar. Su caja fuerte personal estaba allí, entre la cabecera y el somier. Mientras la abría, se le vino a la mente el momento en el que entró en la sala de estar de Jack y encontró su cuerpo. Pensó en Ramírez en el hospital, ya gravemente herido antes de su asesinato.
Era la culpable de todo. Y jamás se perdonaría a sí misma.
Metió la mano en la caja fuerte y sacó su Glock. Se sentía familiar en sus manos, como un viejo amigo.
Seguía llorando mientras apoyaba su espalda en la cabecera. Miró la pistola, estudiándola. Había estado en su cadera o espalda durante casi dos décadas, más cercana a ella que cualquier ser humano. Así que se sintió demasiado natural cuando se la colocó debajo de la barbilla. Se sentía fría, pero firme.
Soltó un sollozo mientras la acomodó, asegurándose de que la bala atravesaría en el mejor ángulo. Su dedo encontró el gatillo y se estremeció.
Se preguntó si siquiera escucharía la explosión y, si lo hacía, si sonaría tan fuerte como Rose tirando la puerta detrás de ella.
Su dedo se curvó alrededor del gatillo y cerró los ojos.
En ese momento sonó el timbre, sobresaltándola.
Su dedo se aflojó y todo su cuerpo quedó inerte. La Glock cayó al suelo.
«Casi —pensó mientras su corazón bombeaba adrenalina en su torrente sanguíneo—. Otro cuarto de segundo, y mis sesos estarían salpicados por toda la pared.»
Miró la Glock y la pateó con fuerza, como si fuera una serpiente venenosa. Sujetó su cabeza con sus manos y se secó las lágrimas.
«Estuviste a punto de suicidarte —dijo en su mente la voz que podría o no ser Ramírez—. ¿Eso no te hace sentir como una cobarde?»
Echó el pensamiento a un lado mientras se puso de pie y se dirigió a la puerta principal. No tenía idea de quién podría ser. Se atrevió a esperar que fuera Rose, pero sabía que no lo era. Rose se parecía mucho a su madre en ese sentido, terca a más no poder.
Abrió la puerta y no encontró a nadie. Sin embargo, vio la parte trasera de un camión de UPS saliendo de su entrada. Bajó la mirada y vio una pequeña caja. La cogió y leyó su propio nombre y nueva dirección, escritas en una letra muy bonita. La dirección del remitente no mostraba ningún nombre, solo una dirección de Nueva York.
Entró en la cabaña con la caja y la abrió lentamente. La caja no pesaba nada y, cuando la abrió, se encontró con una bola de periódico. Rompió todo el periódico y encontró una sola cosa esperándola abajo.
Era una sola hoja de papel, doblada por la mitad. La desdobló, y cuando leyó el mensaje adentro, su corazón se detuvo por un momento.
Y, en un abrir y cerrar de ojos, Avery ya no sintió la necesidad de suicidarse.
Ella leyó el mensaje una y otra vez, tratando de darle sentido. Su mente estaba trabajando para buscar una respuesta. Y con algo como esto para averiguar, el mero pensamiento de morir antes de resolverlo la hacía estremecerse.
Se sentó en el sofá y se quedó mirándolo, leyéndolo una y otra vez.
¿quién eres tú, Avery?
Atentamente,
Howard.
CAPÍTULO TRES
En los próximos días, Avery siguió tocando el área debajo de su barbilla donde se había colocado el cañón de la pistola. Se sentía irritada, como una picadura de insecto. Cada vez que se acostaba a dormir y su cuello se extendía cuando su cabeza tocaba su almohada, esa zona se sentía expuesta y vulnerable.
Tenía que enfrentar el hecho de que había ido a un lugar muy oscuro. Aunque se había acobardado en el último instante, había ido allí. Jamás lo olvidaría y parecía que los nervios dentro de su carne querían asegurarse de que no lo hiciera.
Durante los tres días siguientes a su casi-suicidio, se sintió más deprimida que nunca. Pasó esos días acurrucada en el sofá. Trató de leer, pero no podía concentrarse. Trató de motivarse a sí misma para salir a correr, pero se sentía muy cansada. Seguía pegada a la carta de Howard, tocándola tanto que el papel estaba empezando a arrugarse.
Dejó de consumir alcohol excesivamente luego de recibir la carta de Howard. Poco a poco, como una oruga, comenzó a salir de su capullo de autocompasión. Comenzó a hacer ejercicio. También hizo crucigramas y sudoku solo para ejercitar su mente. Sin trabajo, sabiendo que tenía suficiente dinero para todo un año sin tener que preocuparse por nada, fue demasiado fácil caer en la pereza.
Pero el paquete de Howard la había hecho abandonar ese letargo. Ahora tenía un misterio que resolver, y eso le daba algo que hacer. Y cuando Avery Black se le metía algo en la cabeza, no descansaba hasta resolverlo.
Dentro de una semana después de recibir la carta, comenzó a establecer una rutina para sí misma. Todavía era la rutina de una ermitaña, pero al menos la hacía sentirse normal. La hacía sentir que tenía algo por lo que merecía la pena vivir. Estructura. Desafíos mentales. Esas eran las cosas que siempre la habían inspirado, y eso fue lo que hicieron en esas próximas semanas.
Sus mañanas comenzaban a las siete. Salía a correr de inmediato. Hizo carreras de 3 kilómetros por las carreteras secundarias alrededor de la cabaña durante esa la primera semana. Volvía a casa, desayunaba y repasaba viejos expedientes. Tenía más de un centenar en sus propios registros personales, todos los cuales habían sido resueltos. Pero los repasaba solo para mantenerse ocupada y recordarse que, entre los fracasos que se habían producido al final, también había disfrutado de muchos éxitos.
Luego pasaba una hora desempacando y organizando. Después almorzaba y hacía un crucigrama o un rompecabezas de algún tipo. Luego hacía ejercicio en su dormitorio, una sesión rápida de abdominales,