Riley se quedó muda de repente.
Mi amiga Rhea.
Recordó haber estado sentada en su cama mientras Trudy y Rhea habían estado arreglándose las uñas y escuchando la música de Gloria Estefan a todo volumen y causando molestias, tratando de hacer que Riley saliera con ellas. Rhea había estado tan animada, riéndose de forma traviesa.
Más nunca.
Más nunca volvería a escuchar la risa de Rhea ni tampoco vería su sonrisa.
Por primera vez desde que esta cosa horrible había sucedido, Riley se sentía a punto de llorar. Ella se apoyó en la pared.
«Ahora no», se dijo con severidad.
Se enderezó, respiró profundo y continuó.
—Trudy y Rhea me convencieron a ir a La Guarida del Centauro.
La oficial Frisbie le asintió con la cabeza y dijo: —¿A qué hora fue eso?
—Como a las nueve y media, creo.
—¿Y solo salieron ustedes tres?
—No —dijo Riley—. Trudy y Rhea animaron a otras chicas para que nos acompañaran. Éramos seis.
La oficial de policía Frisbie estaba tomando notas rápidamente ahora.
—Dime sus nombres —dijo.
Riley no tuvo que detenerse para pensar.
—Trudy Lanier, Rhea, por supuesto, Cassie DeBord, Gina Formaro, Heather Glover, la compañera de cuarto de Rhea, y yo.
Se quedó en silencio por un momento.
«Tiene que haber algo más», pensó.
Seguramente podía recordar algo más que contarle a la policía. Pero su cerebro parecía estar atrapado en su grupo inmediato, y en la imagen de su amiga muerta en esa habitación.
Riley estaba a punto de explicar que no había pasado mucho tiempo con las demás en La Guarida del Centauro. Pero antes de que pudiera decir algo más, la oficial Frisbie se guardó el lápiz y la librera en su bolsillo bruscamente.
—Bien hecho —le dijo, sonando muy profesional—. Esto era exactamente lo que necesitaba saber. Ven.
Mientras la oficial Frisbie la llevaba de regreso al pasillo, Riley se preguntó: «‘¿Bien hecho?’ ¿Qué fue lo que hice?»
La situación no había cambiado. Todavía había una aglomeración de estudiantes aturdidos y horrorizados deambulando, mientras que el agente White los miraba. Pero había dos recién llegados.
Uno de ellos era el decano Angus Trusler, un hombre meticuloso que se agitaba con facilidad que estaba mezclándose entre los estudiantes, logrando que algunos de ellos le dijeran lo que estaba pasando a pesar de las órdenes de no hablar.
El otro recién llegado era un hombre mayor alto y de aspecto vigoroso que llevaba un uniforme. Riley le reconoció enseguida. Era el jefe de policía de Lanton, Allan Hintz. Riley se dio cuenta de que la oficial de policía Frisbie no parecía sorprendida de verlo, pero tampoco se veía nada contenta.
Con sus brazos en jarras, le dijo a Frisbie: —¿Podrías decirnos por qué nos tienes aquí esperando, Frisbie?
La oficial Frisbie lo miró con desprecio. Era obvio para Riley que no se llevaban muy bien.
—Me alegra ver que te levantaste de la cama —dijo la oficial de policía Frisbie.
El jefe Hintz frunció el ceño.
Haciendo todo lo posible para verse lo más autoritario posible, el decano Trusler dio un paso adelante y le dijo a Hintz bruscamente: —Allan, no me gusta la forma en que están manejando esto. Estos pobres chicos ya están bastante aterrorizados, así que no necesitan ser mandados. ¿Qué es eso que les dijeron que se quedaran quietos y callados sin ninguna explicación? Algunos quieren volver a sus habitaciones para tratar de dormir un poco. Algunos quieren irse de Lanton y volver a casa con sus familias por un tiempo, ¿y quién puede culparlos? Algunos hasta se preguntan si tienen que contratar abogados. Es hora de que les digan lo que quieren de ellos. Seguramente ninguno de nuestros estudiantes es sospechoso.
Mientras el decano seguía hablando, Riley se preguntó cómo podía estar tan seguro de que el asesino no estaba aquí mismo entre ellos. Le parecía difícil imaginar a ninguna de las chicas cometiendo un crimen tan horrible. Pero ¿y qué de los chicos? ¿Qué tal un gran atleta como Harry Rampling? Ni él ni ninguno de los otros chicos se veía como si acababan de degollar a alguien. Pero tal vez después de una ducha y un cambio de ropa…
«Cálmate —se dijo Riley a sí misma—. No te dejes llevar por tu imaginación. Pero si no fue un estudiante, entonces ¿quién pudo haber estado en la habitación de Rhea?»
Luchó de nuevo para recordar si había visto a alguien con Rhea en La Guarida del Centauro. ¿Rhea había bailado con un chico? ¿Se había tomado una copa con alguien? Pero Riley no recordó más nada.
De todos modos, preguntas como esa no parecían importar. El jefe Hintz no estaba escuchando nada de lo que el decano Trusler estaba diciendo. La oficial Frisbie le estaba susurrando y mostrándole las notas que había tomado de su charla con Riley.
Cuando terminó, Hintz le dijo al grupo: —Bueno, escuchen. Quiero que cinco de ustedes vayan a la sala común.
Recitó los nombres que Riley le había dado a la oficial Frisbie, incluyendo el suyo.
Luego dijo: —Los demás pueden irse a sus habitaciones. Chicos, eso significa que tienen que volver a su piso. Todos quédense quietos esta noche. No salgan del edificio hasta que se les notifique que pueden hacerlo. Y ni se les ocurra irse del campus. Lo más probable es que tengamos preguntas para muchos de ustedes. —Se volvió hacia el decano y le dijo—: Asegúrate de que todos los estudiantes del edificio reciban el mismo mensaje.
El decano estaba boquiabierto, pero se las arregló para asentir. La sala se llenó de murmullos de descontento mientras las chicas obedientemente se fueron a sus habitaciones y los chicos subieron al piso de arriba.
El jefe Hintz y los oficiales Frisbie y White llevaron a Riley y sus cuatro amigas al final del pasillo. En el camino, Riley no pudo evitar mirar la habitación de Rhea. Vislumbró al oficial Steele examinando todo. No podía ver la cama donde había encontrado a Rhea, pero estaba segura de que su cuerpo todavía estaba allí.
Eso no le parecía bien.
«¿En cuánto tiempo se la llevarán?», se preguntó. Esperaba que al menos ya estuviera tapada, para así ocultar su garganta degollada y ojos bien abiertos. Pero supuso que los investigadores tenían cosas más importantes por hacer. Y tal vez todos estaban acostumbrados a ver ese tipo de cosas.
Estaba segura de que nunca olvidaría la imagen de Rhea muerta y del charco de sangre en el piso.
Riley y las demás entraron a la sala común bien amueblada y se sentaron en varias sillas y sofás.
El jefe Hintz dijo: —La oficial Frisbie y yo hablaremos con cada una de ustedes individualmente. Mientras lo hacemos, no quiero que ninguna de ustedes hable entre sí. Ni una sola palabra. ¿Me entienden?
Sin siquiera mirarse, las chicas asintieron con nerviosismo.
—Y por ahora, ni siquiera usen sus teléfonos —agregó Hintz.
Todas volvieron a asentir, luego se quedaron allí mirando sus manos, el piso, o al espacio.
Hintz y Frisbie llevaron a Heather a la cocina contigua, mientras que el oficial de policía White se quedó vigilando a Riley, Trudy, Cassie y Gina.
Después de unos momentos, Trudy rompió el silencio. —Riley, ¿qué demonios…?
White interrumpió: —Silencio. Esas son las órdenes del jefe.