Su madre abrió sus ojos de nuevo.
"Tu hermana, Luanda", susurró. "La quiero en mi funeral. Ella es mi hija. Mi primogénita".
Gwendolyn respiró, sorprendida.
"Ella ha hecho cosas terribles, merecedoras del exilio. Pero permítele esta gracia, solo una vez. Cuando me entierren, quiero que ella esté allí. No rechaces la solicitud de una madre moribunda".
Gwendolyn suspiró, indecisa. Ella quería complacer a su madre. Sin embargo, no quería permitir que Luanda regresara, no después de lo que había hecho.
"Prométemelo", dijo su madre, sujetando firmemente la mano de Gwen. “Prométemelo”.
Finalmente, Gwendolyn asintió con la cabeza, al darse cuenta de que no podía decir que no.
"Te lo prometo, madre".
Su madre suspiró y asintió, satisfecha, entonces se recostó en su almohada.
"Madre", dijo Gwen, aclarando su garganta. "Quiero que le des la bendición a mi hijo".
Su madre abrió los ojos débilmente y la miró, luego los cerró y movió lentamente la cabeza.
"El bebé ya tiene todas las bendiciones que un niño puede desear. Tiene mi bendición, pero él no la necesita. Ya verás, hija mía, que tu hijo es mucho más poderoso que tú o que Thorgrin o cualquier persona que haya venido antes o que vendrá en el futuro. Todo fue profetizado hace años".
Su madre respiró con dificultad durante mucho tiempo y justo cuando Gwen pensaba que había muerto, cuando se estaba preparando para salir, su madre abrió los ojos una última vez.
"No olvides lo que tu padre te enseñó", dijo ella, con su voz tan débil que apenas podía hablar. "A veces un reino están más en paz cuando está en guerra".
CAPÍTULO SIETE
Steffen galopaba por el polvoriento camino, hacia el este de la Corte del Rey, como había hecho durante días, seguido por una docena de miembros de la guardia de la reina. Honrado de que la reina le hubiese encomendado esta misión y decidido a cumplirla, Steffen había viajado de ciudad en ciudad, acompañado por una caravana de carrozas reales, cada una cargada con oro y plata, moneda real, suministros de construcción, maíz, grano, trigo y diversas provisiones y materiales de construcción de todo tipo. La reina estaba decidida a llevar ayuda a todas las pequeñas aldeas del Anillo, para ayudarles a reconstruir también, y en Steffen, había encontrado a un misionero decidido.
Steffen ya había visitado muchos pueblos, había llevado vagones llenos de suministros en nombre de la reina, con cuidado y precisión asignándolos a los pueblos y familias más necesitadas. Se había enorgullecido al ver la alegría en sus rostros mientras repartía suministros y asignaba mano de obra para ayudar a reconstruir las aldeas periféricas de la Corte del Rey. Un pueblo a la vez, a nombre de Gwendolyn, Steffen estaba ayudando a restablecer la fe en el poder de la reina, el poder de la reconstrucción del Anillo. Por primera vez en su vida, la gente no se fijaba en su aspecto, la gente lo trataba con respeto, como una persona normal. Le encantaba la sensación. Las personas estaban empezando a darse cuenta de que ellos no habían sido olvidados por esta reina, y Steffen estaba encantado de ser parte de la ayuda para difundir su amor y devoción a ella. No había nada que quisiera más.
El destino quiso que la ruta que la reina le había fijado a Steffen, después de muchos pueblos, lo llevara a su propia aldea, al lugar en que fue criado. Steffen tenía una sensación de temor, un hoyo en el estómago, al darse cuenta de que su propio pueblo era el siguiente en la lista. Quería dar la vuelta, hacer lo que fuera para evitarlo.
Pero él sabía que no podía hacerlo. Él le había prometido a Gwendolyn cumplir con su deber y su honor estaba en juego – aunque eso le exigía regresar al mismo lugar que ocupaban sus pesadillas. Era el lugar donde estaba toda la gente que había conocido mientras crecía, la gente que había sentido gran placer en atormentarlo, en burlarse de la forma que tenía. Las personas que le habían hecho sentir profundamente avergonzado de sí mismo. Una vez que se había ido, había prometido no volver nunca, no volver con su familia otra vez. Ahora, irónicamente, su misión le llevaba aquí, requiriendo que les destinara todos los recursos que pudieran necesitar, en nombre de la reina. El destino había sido demasiado cruel.
Steffen llegó a una colina y tuvo el primer atisbo de su pueblo. Sintió un vuelco en el estómago. De sólo verlo, se sintió mal consigo mismo. Empezaba a disminuirse, a sentirse menos y era una sensación que odiaba. Se había estado sintiendo tan bien, mejor que nunca en su vida, especialmente teniendo en cuenta su nueva posición, su séquito, el responder directamente a la reina. Pero ahora, viendo este lugar, recordó la forma en que la gente solía percibirlo. Odiaba la sensación.
¿Estas personas estaban todavía aquí?, se preguntaba. ¿Eran tan crueles como siempre habían sido? Esperaba que no fuera así.
Si Steffen se topaba con su familia aquí, ¿qué les diría? ¿Qué le dirían a él? Cuando vieran el lugar que había logrado, ¿estarían orgullosos? Él había logrado un puesto y rango más alto que cualquiera de su familia, o aldea había logrado. Era uno de los asesores más altos de la reina, un miembro del Consejo interno real. Estarían atónitos al saber lo que él había logrado. Finalmente, tendrían que admitir que habían estado equivocados todo el tiempo acerca de él. Que no era un inútil, después de todo.
Steffen esperaba que tal vez, eso sería lo que sucedería. Tal vez, finalmente, su familia lo admiraría y lograría una reivindicación entre su pueblo.
Steffen y su caravana real se detuvieron ante las puertas de la pequeña ciudad, y Steffen se dirigió a todos para que se detuvieran.
Steffen se dio vuelta y enfrentó a sus hombres, una docena de guardias reales de la reina que lo miraron, esperando sus instrucciones.
"Me esperarán aquí", dijo Steffen. "Afuera de las puertas de la ciudad. No quiero que mi gente los vea todavía. Quiero enfrentarlos solo".
"Sí, Comandante", respondieron.
Steffen desmontó, queriendo caminar el resto del camino, para entrar en la ciudad a pie. No quería que su familia viera su caballo real, ni a su séquito real. Quería ver cómo reaccionarían al saber cómo estaba, sin ver su posición o rango. Hasta se quitó las marcas reales en su ropa nueva, arrancándolas y dejándolas en la silla.
Steffen pasó por las puertas hacia el pequeño y feo pueblo que recordaba, que olía a perros salvajes, pollos sueltos en las calles, ancianas y niños persiguiéndolos. Caminaba las hileras e hileras de casas, algunas hechas de piedra, pero la mayoría hechas de paja. Las calles estaban en mala forma, llenas de agujeros y desechos animales.
Nada había cambiado. Después de todos estos años, nada había cambiado en absoluto.
Steffen finalmente llegó al final de la calle, giró a la izquierda y su estómago se tensó al ver la casa de su padre. Se veía como siempre, una pequeña casa de madera con un techo inclinado y una puerta torcida. El cobertizo en la parte trasera estaba donde obligaban a dormir a Steffen. La visión lo hizo querer demolerlo.
Steffen se acercó a la puerta, que estaba abierta, se quedó en la entrada y miró dentro.
Se quedó atónito al ver a toda su familia ahí: a su padre y a su madre, a todos sus hermanos y hermanas, todos ellos hacinados en esa casita, como siempre habían estado. Todos ellos reunidos alrededor de la mesa, como siempre, peleando por las sobras, riendo unos con otros. Aunque nunca habían reído con Steffen. Sólo de él.
Todos se veían mayores, pero fuera de eso, seguían igual. Les miraba a todos, asombrado. ¿Realmente provenía de estas personas?
La madre de Steffen fue la primera en verlo. Se volvió, y al verlo, jadeó, dejó caer su plato, rompiéndolo en el piso.
Su