Introdujo los dedos en la grieta y con todas sus fuerzas empujó. Esta vez, la tapa se desprendió.
Respirando con dificultad, Caitlin se sentó y miró hacia todas partes. Sus pulmones se quedaron sin aire, rápidamente se protegió de la luz llevando las manos a los ojos. ¿Cuánto tiempo había estado en esa oscuridad?, se preguntó.
Mientras estaba allí sentada, protegiéndose los ojos, trató de escuchar, atenta a cualquier ruido, cualquier movimiento. Recordó cuán violento había sido su despertar en el cementerio en Italia y, esta vez, no quería dejar nada librado al azar. Estaba preparada para cualquier cosa, lista para defenderse de los aldeanos, o de los vampiros -o de cualquier otra cosa- que pudiera estar cerca.
Pero esta vez, no se escuchaba nada. Poco a poco, abrió los ojos y vio que estaba sola. Cuando sus ojos se adaptaron, se dio cuenta que la luz no era tan brillante aquí. Estaba en una habitación de piedra, como una caverna, con techos abovedados bajos. Parecía la bóveda de una iglesia. La habitación estaba iluminada sólo por una vela prendida. Se dio cuenta de que era de noche.
Una vez que sus ojos se adaptaron, miró a su alrededor con cuidado. Tenía razón: había estado yaciendo en un sarcófago de piedra que estaba en la esquina de una habitación de piedra, en lo que parecía la cripta de una iglesia. La habitación estaba vacía, a excepción de algunas estatuas de piedra y otros sarcófagos.
Caitlin salió del sarcófago. Se estiró, probando cada uno de sus músculos. Se sentía bien al estar de pie de nuevo. Estaba agradecida por no haber despertado esta vez en el medio de una batalla. Al menos tenía unos momentos de tranquilidad para recomponerse.
Pero seguía desorientada. Sentía su mente pesada, como si hubiera despertado de un sueño de mil años. Inmediatamente, sintió una punzada de hambre.
¿Dónde estaba? se preguntó de nuevo. ¿En qué año?
Y lo más importante, ¿dónde estaba Caleb?
Se sentía abatida porque él no estaba a su lado.
Caitlin examinó la habitación en busca de alguna señal de él. Pero no encontró nada. Los otros sarcófagos estaban todos abiertos y vacíos, y no había ningún otro lugar donde pudiera estar escondido.
"¿Hola?" gritó. "¿Caleb?"
Dio unos pasos vacilantes por la habitación y vio una puerta baja con forma de arco, la única vía de entrada o salida de la habitación. Se dirigió a la entrada y probó el picaporte. Estaba sin cerrojo, la puerta se abrió fácilmente.
Antes de salir de la habitación, se volvió y examinó el cuarto, asegurándose de que no había dejado nada que fuera a necesitar. Palpó su collar que seguía alrededor de su cuello; metió la mano en los bolsillos, y se tranquilizó al sentir su diario, y la llave grande. Era todo lo que tenía en el mundo, y era todo lo que necesitaba.
Después de salir, Caitlin caminó por un largo y arqueado pasillo de piedra. Sólo quería encontrar a Caleb. Seguramente, había regresado con ella esta vez. ¿O no era así?
Y si había regresado con ella, ¿la recordaría esta vez? No quería tener que pasar por todo aquello de nuevo, tener que buscarlo, y luego que no recordara. No. Oró para que esta vez fuera diferente. Estaba vivo, se aseguró a sí misma, y regresaron juntos en el tiempo. Tenía que ser así.
Pero mientras se apresuraba por el pasillo y por un pequeño tramo de escalones de piedra, sintió que es agitaba, era esa sensación de descorazonamiento que conocía al darse cuenta que él no había regresado con ella. Después de todo, no había despertado a su lado tomándole la mano, él no estaba allí para tranquilizarla. ¿Entonces, no había regresado? Su agujero en el estómago se hizo más grande.
Y ¿qué pasó con Sam? Él también había estado allí. ¿Por qué no había ninguna señal de él?
Caitlin finalmente llegó a la cima de la escalera, abrió otra puerta, y se quedó allí, sorprendida por lo que vio. Estaba de pie en la capilla mayor de una iglesia maravillosa. Nunca antes había visto, techos tan altos, tantos vitrales, y un altar tan enorme y tan elaborado. Las filas de bancos se extendían sin fin, y este lugar parecía poder albergar a miles de personas.
Por suerte, estaba vacía. Las velas ardían por todas partes, pero era evidente que era tarde. Se sentía agradecida: lo último que quería era caminar entre una multitud de miles de personas que la miraban directamente a los ojos.
Caitlin se acercó lentamente hasta el centro del pasillo hacia la salida. Buscaba a Caleb, Sam, o incluso un sacerdote. Alguien como el sacerdote en Asís, quien podría darle la bienvenida, y explicarle lo que estaba ocurriendo. ¿Quién podría decirle dónde estaba y cuándo y por qué?
Pero no había nadie. Caitlin parecía estar completamente sola.
Cuando Caitlin llegó a las enormes puertas dobles, se preparó para enfrentar lo que podría estar afuera.
Cuando las abrió, se quedó sin aliento. La noche estaba iluminada por antorchas a lo largo de la calle, y ante ella había una gran multitud de personas. No estaban esperando entrar a la iglesia, sino que estaban caminando alrededor de un gran plaza abierta. Era una noche concurrida y festiva, y cuando Caitlin sintió el calor, supo que era verano. Se sorprendió al ver a toda esa gente, su vestuario era anticuado y formal. Por suerte, nadie pareció darse cuenta de ella. Pero, ella no podía apartar los ojos de esa gente.
Había cientos de personas, la mayoría vestidas formalmente, era claro que se trataba de otro siglo. Entre ellos había caballos, carruajes, vendedores ambulantes, artistas, cantantes. Era una noche de verano llena de gente, y era abrumador. Se preguntó qué año podría ser, y en qué lugar había posiblemente aterrizado. Más importante aún, mientras examinaba todas las caras extrañas y extranjeras, se preguntó si Caleb podría estar esperando entre ellos.
Desesperada, esperanzada, examinó la multitud tratando de convencerse a sí misma de que Caleb, o tal vez Sam, podría estar entre ellos. Miró en todas direcciones, pero después de varios minutos, se dio cuenta de que no estaban allí.
Caitlin dio varios pasos hacia la plaza, y luego se volvió y miró la iglesia, con la esperanza de que, tal vez, podría reconocer su fachada que le daría una pista sobre dónde estaba.
Y así fue. No era experta en arquitectura o en historia, o en iglesias, pero sabía algunas cosas. Algunos lugares eran tan obvios, estaban tan grabados en la conciencia pública, que podía reconocerlos. Y ése era uno de esos.
Ella estaba de pie ante la catedral de Notre Dame.
Estaba en París.
Era un lugar que no podía confundirse con otro. Sus tres enormes puertas del frente, profusamente talladas; las docenas de pequeñas estatuas sobre ellas; su elaborada fachada que ascendía cientos de metros hacia el cielo. Era uno de los lugares sobre la tierra que podía reconocerse más fácilmente. La había visto en línea, muchas veces. No podía creerlo: realmente estaba en París.
Caitlin siempre había querido ir a París, siempre le había rogado a su madre que la llevara. Cuando había tenido un novio una vez en la escuela secundaria, siempre había esperado que él la llevara allí. Era un lugar que siempre había soñado en ir, y se le fue la respiración al darse cuenta de que estaba allí. Y en otro siglo.
Caitlin sintió que la multitud la empujaba; se miró e hizo una evaluación de su ropa. Se sintió mortificada porque todavía estaba vestida con el simple uniforme de prisionero que Kyle le había dado en el Coliseo de Roma. Llevaba una túnica de lienzo, áspera a la piel, toscamente cortada, demasiado grande para ella, atada con un trozo de cuerda sobre su torso y piernas. Su pelo estaba enmarañado, sin lavar, y caía sobre su cara. Parecía un prisionero fugado, o un vagabundo.
Al sentirse más ansiosa, Caitlin volvió a buscar a Caleb, a Sam, a alguna persona