No obstante, el café era intenso y delicioso, el tipo apropiado de combustible para empujarla por la Autopista 6 hacia una franja de tierra donde en cierto momento había residido. A medida que se aproximaba, se dio cuenta de que podía recordar con facilidad la última vez que había pasado por aquí. Había venido en compañía de Kirk Peterson, el ahora amargado investigador privado que se había tropezado con el caso de su padre cuando habían matado a Jimmy Scotts.
Por eso, cuando la casa apareció en su campo de visión al entrar al patio del garaje, no le sorprendió demasiado lo que vio. Un techo en deterioro parecía amenazar con tirar abajo toda la pared de atrás. Los hierbajos alrededor del lugar lo habían invadido todo y el porche delantero se parecía a algo que hubieran sacado de una película de miedo.
La casa de los vecinos también estaba vacía. Parecía encajar que no hubiera otra cosa a los lados de las casas más que bosque. Quizá algún día el bosque acabara por penetrar más adentro y se tragara las viejas casas abandonadas.
No me molestaría en absoluto, pensó Mackenzie.
Aparcó su coche en el fantasma de patio del garaje y se apeó del coche al aire de la mañana. Con la autopista a sus espaldas y los bosques por delante, el lugar estaba en silencio y serenidad. Podía escuchar los cánticos de los pájaros en los árboles y el tintineo del motor de su coche mientras se enfriaba. Atravesó el silencio, hasta llegar a la puerta principal. Sonrió al ver que la habían tirado de una patada. Recordaba haberlo hecho cuando vino aquí con Peterson. También podía recordar la maliciosa clase de satisfacción que había obtenido del acto.
En el interior, todo estaba igual que lo había encontrado hace poco más de un año. Sin muebles, ni pertenencias, ni gran cosa en absoluto. Grietas en las paredes, moho en la alfombra, el olor a viejo y a desidia. Aquí no había nada para ella. Nada nuevo.
Entonces ¿por qué demonios estoy aquí?
Sabía la respuesta. Sabía que era porque entendía que sería la última vez que la vería. Después de este viaje, jamás se volvería a permitir molestarse por esta maldita casa. Ni en sus recuerdos, ni en sus sueños, y sin duda alguna, tampoco en su futuro.
Caminó con lentitud por la casa, echando una ojeada a cada habitación. La sala de estar, donde su hermana, Stephanie, y ella, habían visto Los Simpsons y habían acabado prácticamente obsesionadas con los Expedientes X. La cocina, donde su madre rara vez había servido nada que valiera la pena excepto por la lasaña de la que había encontrado la receta en un paquete de pasta. Su dormitorio, donde había besado a un chico por primera vez y había dejado a otro que le desnudara por primera vez. Había cuadrados en sus paredes que estaban ligeramente descoloridos respecto al resto de la pintura; ahí era donde habían estado colgados en su día sus posters de Nine Inch Nails, Nirvana, y PJ Harvey.
El cuarto de baño, donde había llorado un poquito después de tener su primer periodo. El diminuto lavadero, donde había tratado de quitarse de la blusa el olor a cerveza derramada una noche que había vuelto muy tarde a casa cuando solo tenía quince años.
Al final del pasillo estaba el dormitorio de sus padres—un dormitorio que le había estado acechando en sueños durante demasiado tiempo. La puerta estaba abierta, la habitación esperándola. No obstante, ni siquiera entró a la habitación. Se quedó de pie en el umbral de la puerta, con los brazos cruzados sobre su pecho mientras miraba al interior. Con el sol de la mañana penetrando por las ventanas agrietadas y polvorientas, la habitación parecía tener una cualidad etérea. Era muy fácil imaginarse que el lugar estaba encantado o maldito, aunque ella sabía que nada de eso era cierto. Un hombre había muerto en esta habitación, su sangre seguía en la moqueta. Pero lo mismo se podía afirmar de muchas otras innumerables habitaciones por todo el mundo. Esta no era más especial que aquellas habitaciones. ¿Por qué debería tener tanto peso en su vida?
Puedes pensar que eres dura y cabezota si quieres, habló alguna parte más sabia dentro de ella. Pero si no solucionas este caso en esta ocasión, esta habitación te perseguirá por siempre. Será mejor que te pegues al suelo y que levantes una verja de cárcel a su alrededor.
Dejó ese umbral y salió afuera. Caminó alrededor de la casa hasta la parte trasera, donde estaba la única entrada a la bodega. Encontró la vieja puerta retorcida en su marco y fácil de abrir. Pasó al interior y casi grita cuando vio una serpiente verde deslizándose por una de las esquinas. Se rió de sus temores y entró al polvoriento espacio. Apestaba a tierra vieja y a cosas extrañas y amargas. Era un lugar olvidado con telas de araña y polvo acumulado por todas partes. Tierra, polvo, moho, óxido. Era difícil de imaginar que este era el mismo lugar donde en cierto momento se había sentido emocionada de aventurarse cuando llegaba la hora de sacar su bicicleta en primavera y de andar con ella por el patio. Había sido donde su padre guardaba la cortadora de césped y la desbrozadora, donde su madre guardaba todos los frascos de vidrio para hacer sus mermeladas y sus gelatinas.
Abrumada por los recuerdos y el olor a rancio, Mackenzie volvió a salir afuera. Se puso de camino a su coche, pero fue incapaz de irse por el momento. Como un fantasma aburrido, volvió a entrar a acechar el espacio. Caminó hasta el final del pasillo, de vuelta a la habitación de sus padres. Se quedó mirando fijamente a la habitación, poco a poco comenzando a entender la ruta que había que tomar. Había estado más cerca de ella la noche anterior, cuando entraba con el coche a Belton y solo quería que se acabara el viaje. Esta vieja habitación vacía no guardaba para ella nada más que recuerdos macabros. SI quería hacer progresos de verdad en el caso, iba a tener que hacer algo de espeleología.
Iba a tener que lanzarse a las calles del pueblo del que, de adolescente, se había temido que jamás pudiera escapar.
Se había mantenido tan alejada de Belton una vez consiguió un trabajo con la policía estatal a los veintitrés años que los años le habían sustraído el conocimiento. No tenía ni idea de qué negocios seguirían aún abiertos. Tampoco tenía ni idea de quién había muerto y quién se las había arreglado para llegar a sus años dorados de la vejez.
Por supuesto, hacía menos de doce años que estaba alejada de Belton, pero un solo año tenía una manera curiosa de causar caos en un pueblecito—ya fueran las finanzas, los bienes raíces, o las muertes. Pero también sabía que los pueblecitos tendían a mantenerse arraigados en la tradición. Y esa es la razón de que Mackenzie condujera al almacén local de provisiones de granja al extremo oriental del pueblo.
El lugar se llamaba Atkins Provisiones para Granjas y Tractores y en cierto momento, mucho antes de que hubiera nacido Mackenzie, había sido el centro de negocios del pueblo. Al menos esa era una de las historias que le había contado su padre. Ahora, la verdad, era un fantasma de su antiguo esplendor. Cuando Mackenzie era una niña, el lugar ofrecía prácticamente todos los cultivos que pudiera desear un granjero (especializándose en maíz como la mayoría de los lugares en Nebraska). También había vendido equipo de granja, accesorios, y mercancías para el hogar.
Cuando entró a él quince minutos después de estar de pie en el umbral de la habitación en la que había muerto su padre, Mackenzie se sintió casi triste por los propietarios. La parte de atrás, que en su día albergara los cultivos y las provisiones de jardinería, había sido destripada completamente. Ahora había allí aposentada una mesa de billar llena de arañazos. En cuestión de la tienda en sí, todavía vendía cultivos, pero la selección no era gran cosa que mencionar. La sección más grande del lugar, de hecho, era una exhibición de semillas de plantas y flores. Un pequeño refrigerador en la parte de atrás conservaba el cebo para pesca (pescados y lombrices, según decía el letrero escrito a mano) mientras que la recepción frontal se erigía delante de una exhibición muy polvorienta de cañas y aparejos de pesca.
Había dos viejos de pie detrás del mostrador. Uno estaba revolviendo una taza de café mientras el otro pasaba las páginas de un libro de proveedores. Mackenzie se acercó al mostrador, no muy segura de qué enfoque tomar: el de la habitante local que acaba de regresar tras una larga ausencia o el de la agente del FBI que estaba investigando los hechos de un caso antiguo.
Pensó