“Oh, claro. Sabes… podías ir a Nevada. Apuesto a que hay algunas respuestas allí.”
“¿Nevada?” preguntó Mackenzie. “¿Por qué allí?”
“Área 51. Groom Lake. No son los Illuminati, pero todo el mundo sabe que esos lugares de alto secreto del gobierno han estado echando el guante a los sin techo durante siglos. Hacen experimentos y pruebas con ellos allí en el desierto.”
Mackenzie se dio la vuelta antes de que Taylor pudiera ver su sonrisa de duda. Basada en lo que sabía sobre él, sabía que no podía evitarlo—que le faltaban unos cuantos tornillos. Ellington, por otra parte, no fue capaz de mantener tan bien la profesionalidad.
“Buen consejo, Taylor. Sin duda lo investigaremos.”
Mientras llegaban hasta la salida, Mackenzie le dio un codazo y se inclinó lo bastante cerca de él como para susurrar. “Eso rayó en la crueldad,” dijo ella.
“¿Lo crees así? Solo trataba de hacerle sentir que había hecho una contribución legítima a la investigación.”
“Vas a ir al infierno,” le dijo ella, sonriendo.
“Oh, ya lo sé. Junto con todos los Illuminati, sin duda alguna.”
Mientras regresaban al coche, Mackenzie ya había empezado a figurarse su siguiente paso. Parecía sólido, y al mismo tiempo, podía entender por qué era una avenida que el bureau todavía no había explorado apropiadamente.
“Sabes una cosa, Taylor dijo una cosa que tenía sentido,” dijo Mackenzie.
“¿Sí?” preguntó Ellington. “Debo de habérmela perdido.”
“Habló de cómo algunas de esas comunidades de los sin techo están bastante unidas. Creo que el bureau ha estado tan preocupado pensando en cómo estaban conectados los vagabundos entre sí que no han considerado seriamente cómo podían estar conectados con ellos Jimmy Scotts y Gabriel Hambry.”
Se montaron en el coche, y esta vez Ellington optó por sentarse al volante. “Ya, pero eso no es verdad. Se ha contactado con las casas de acogida y los comedores comunitarios para ver si alguno de esos hombres tenía alguna afiliación con ese tipo de lugares.”
“Exactamente,” dijo Mackenzie. “Se asumió que habían estado conectados con los vagabundos de manera que les enfocó totalmente en investigar a los vagabundos. Quizá haya algo más ahí.”
“¿Cómo qué? ¿Crees que Scotts y Hambry pueden haber sido personas sin techo en algún momento?”
“NI idea, pero digamos que lo han sido. Eso nos da una conexión suficientemente buena y nos diría que este tipo está, por alguna u otra razón, yendo solo a por vagabundos.”
“Merece la pena considerarlo,” dijo Ellington. “Claro que eso deja a un lado una pregunta muy importante: ¿Por qué?”
“Bien, primero, asegurémonos de que no me estoy pasando demasiado de lista.”
“¿Cómo?”
“Por lo que he leído en los informes, Gabriel Hambry no tiene ningún familiar. La única familia que ha dejado son un par de abuelos que viven en Maine. Pero Jimmy Scotts tiene una mujer y dos hijos en Lincoln.”
“¿Y quieres ir hacia allá?” preguntó Ellington.
“Bueno, teniendo en cuenta que el lugar al que quiero ir después está a seis horas de distancia, claro… creo que deberíamos empezar por allí.”
“¿Seis horas de distancia? ¿Dónde diablos quieres ir? ¿Al otro lado del estado?”
“Lo cierto es que sí. Al condado de Morrill. Una pequeña localidad llamada Belton.”
“¿Y qué hay allí?”
Suprimiendo un escalofrío, Mackenzie contestó: “Mi pasado.”
CAPÍTULO CUATRO
Se pasaron todo el trayecto hasta Lincoln comparando diferentes teorías posibles. ¿Por qué matar a vagabundos? ¿Por qué matar a Ben White, el padre de Mackenzie? ¿Hubo otros antes de Ben White que simplemente no habían sido hallados?
Había demasiadas preguntas y básicamente, cero respuestas. Y aunque por lo general, a Mackenzie no le gustaba especular, en ocasiones era la única herramienta que se podía utilizar cuando el mundo real no te ofrecía nada más. Parecía incluso más necesario ahora que estaba de regreso en Nebraska. Era un estado mucho más grande de lo que parecía a simple vista y sin pistas sólidas que seguir, la especulación era todo lo que tenían por el momento.
Bueno, había una pista, pero parecía ser un fantasma: unas tarjetas de visita con el nombre de una compañía que no existía escrito en ellas. Lo que no les servía de gran cosa.
Mackenzie siguió pensando en la tarjeta de visita mientras se acercaban a Lincoln. Tenía que tener algún sentido, incluso aunque no fuera más que un rompecabezas elaborado que el asesino les estaba pidiendo que montaran. Sabía que había unas cuantas personas en DC que habían estado tratando de descifrar dicho código (si realmente había uno que descifrar) de manera consistente pero que no habían obtenido ningún resultado hasta el momento.
Las tarjetas de visita en todos los cadáveres que habían aparecido hasta el momento apuntaban a una conclusión provocativa: el asesino quería que supieran que cada uno de esos asesinatos era obra suya. Quería que las autoridades llevaran la cuenta, que supieran de qué era responsable. Esto indicaba un asesino que se enorgullecía no solo de lo que estaba haciendo, sino del hecho de que estaba mareando al FBI mientras trataban de encontrarle.
Esta frustración ocupaba la mente de Mackenzie mientras Ellington aparcaba delante de la residencia de los Scotts. Vivían en una casa de clase media alta en el tipo de vecindario donde todas las casas se habían construido para que se parecieran las unas a las otras. Los céspedes delanteros estaban perfectamente mantenidos, y hasta mientras se apeaban del coche y se dirigían a la puerta frontal de los Scotts, Mackenzie divisó a dos personas paseando a sus perros mientras repasaban el contenido de sus teléfonos al hacerlo.
En base a los archivos del caso, Mackenzie sabía lo esencial sobre la esposa de Jimmy Scotts, Kim. Trabajaba desde casa como editora técnica para una compañía de software y sus hijos iban a la escuela cada día hasta las 3:45. Se había mudado a Lincoln un mes después de la muerte de Jimmy, declarando que todo lo que rodeaba al condado de Morrill no era más que un devastador recordatorio de la vida que en su día había vivido con su marido.
Eran las 3:07 cuando Mackenzie llamó a la puerta. Le encantaría poder hacer lo que tenía que hacer sin tener que hacer pasar a los niños por una conversación llena de recuerdos de su padre fallecido. Según los informes, la mayor de las dos chicas, una novicia prometedora en la escuela secundaria, se había tomado especialmente mal la muerte de su padre.
Una mujer de mediana edad sorprendentemente hermosa respondió a la puerta. Parecía confundida al principio, pero entonces, quizá después de comprobar su atuendo, pareció entender quién estaba en su puerta y por qué estaban aquí.
Frunció ligeramente el ceño antes de preguntar: “¿Puedo ayudarles?”
“Soy la agente White, y este es el agente Ellington, del FBI,” dijo Mackenzie. “Discúlpeme, pero esperábamos que pudiera responder a unas cuantas preguntas sobre su marido.”
“¿En serio?” preguntó Kim Scotts. “He dejado todo eso atrás. También lo han hecho mis hijas. Lo cierto es que preferiría no volver a hablar de ese asunto si pudiera evitarlo. Así que gracias, pero no.”
Comenzó a cerrarles la puerta en las narices, pero Mackenzie extendió el brazo, impidiendo que les cerrara la puerta, aunque sin emplear mucha fuerza.
“Entiendo que ha estado haciendo lo posible por dejar esto atrás,” dijo. “Desgraciadamente, el asesino no lo ha hecho. Al menos ha matado ya a otras cinco personas