“¿Hubo algún tipo de confidencialidad cuando llegó el cadáver a la morgue?” preguntó.
“No por lo que puedo recordar. Ningún asunto sospechoso por lo que yo sé. Solo se trataba de otro cuerpo rutinario que llegaba. Aunque sabes… recuerdo a un policía que siempre andaba por allí. Estaba con ellos cuando entregaron el cadáver y se quedó en la oficina del forense un rato, como si estuviera esperando por algo. Estoy bastante seguro de que también le divisé en el funeral. Pero, en fin, Benjamin White era un hombre muy respetado… especialmente por los demás agentes del cuerpo. Claro que este agente… estaba allí todo el tiempo. Si la memoria no me traiciona, creo que se quedó por allí después del funeral, como si necesitara de algún tiempo a solas para procesar las cosas o algo así. Pero esto fue hace mil años, entiéndeme. Diecisiete años es mucho tiempo. Los recuerdos empiezan a disiparse cuando llegas a mi edad.”
“¿Por casualidad sabe cuál es el nombre de ese policía?” preguntó Mackenzie.
“No lo sé, aunque estoy bastante seguro de que firmó algunos papeles en algún momento. ¿A lo mejor puedes echar mano de los archivos del caso original?”
“Quizás,” dijo Mackenzie.
Está diciendo la verdad y siente lástima por mí, pensó Mackenzie. No hay nada más que conseguir aquí… excepto quizá adquirir alguna formación en taxidermia.
“Gracias por su tiempo, señor Waggoner,” dijo ella.
“Por supuesto,” dijo él, escoltándola de vuelta al piso superior. “Realmente espero que puedas solucionar este caso. Siempre pensé que había algo extraño en ello. Y aunque no conocía a tu padre demasiado bien, no escuché más que cosas buenas sobre él.”
“Se lo agradezco,” dijo Mackenzie.
Dándole las gracias por última vez, Mackenzie se dirigió de vuelta a la calle con Jack a su lado. Le saludó a Bernice, que había regresado a sus malas hierbas en el jardín de flores, y se montó en el coche. Eran las tres de la tarde, pero le daba la impresión de que fuera mucho más tarde. Imaginó que el vuelo de DC a Nebraska, seguido casi de inmediato de un trayecto en coche de seis horas, le estaba empezando a pasar factura.
No obstante, era demasiado pronto para dar el día por terminado. Se imaginó que podía terminar su día visitando el lugar donde siempre creyó que acabaría, pero en el que jamás había pisado antes: la comisaría de policía de Belton.
CAPÍTULO OCHO
La comisaría de policía de Belton le recordaba un poco de más a la comisaría en la que se había pasado tanto tiempo como agente y detective en el sur de Nebraska antes de que el bureau viniera a darle un toque. Era más pequeña, pero parecía tener la misma clase de aire sofocante. Literalmente, era como dar un gigantesco paso atrás hacia su pasado.
Después de que una mujer en el mostrador de recepción le respondiera al timbre y le dejara pasar al área principal, Mackenzie caminó a una salita en la parte trasera del edificio. Un letrero junto al marco de la puerta decía REGISTROS. Resultaba casi devastador ver lo abúlico de todo el proceso. Le había mostrado la placa a la mujer en la recepción frontal. Había hecho una llamada, recibido luz verde, y entonces le habían dejado pasar.
Y eso era todo. De camino a la sala de registros, dos agentes que caminaban por los pasillos le hicieron un gesto de asentimiento y le echaron unas miradas algo extrañas, pero eso fue todo. Nadie le detuvo ni le preguntó qué se traía entre manos. Francamente, eso le parecía bien. Cuantas menos distracciones, más rápidamente podría salir de aquí.
La sala de registros consistía de una pequeña mesa de roble en el centro de la sala, enmarcada por dos sillas a los extremos. El resto de la sala estaba llena de armarios que cubrían las paredes, entre los que había algunos que parecían antiguos y desgastados, mientras que otros parecían mucho más nuevos. A Mackenzie le sorprendió lo organizado de los archivos en este lugar, los armarios más antiguos albergaban archivos que databan hasta 1951. Por pura curiosidad y por su agradecimiento por los registros y archivos bien conservados, abrió uno de estos cajones y echó un vistazo al interior. En su interior, páginas bien desgastadas, carpetas, y otros materiales descansaban en orden, aunque era evidente debido al aroma a papel viejo y al tufillo a polvo que nadie los había hojeado en muchísimo tiempo.
Cerró el cajón y entonces examinó las etiquetas delante de los otros armarios hasta que encontró el que necesitaba. Sacó el cajón y lo abrió y empezó a hojear entre los archivos. Lo bueno de ser una agente de policía en un lugar tan pequeño era que, por lo general, no se daban muchos casos que mereciera la pena registrar. Cuando empezó a investigar el caso de su padre, Mackenzie descubrió que el año que él había muerto solo había habido dos homicidios en todo Belton. Debido a esto, le resultó muy sencillo encontrar el archivo de su padre. Lo sacó de su lugar, frunciendo el ceño al ver lo delgadito de la carpeta. Hasta volvió a mirar de nuevo en el cajón para comprobar que no se había pasado ningún archivo por alto, pero no había nada más.
Resignada a la única y delgada carpeta, Mackenzie se sentó a la mesita que había en el centro de la sala y comenzó a repasar los contenidos de la carpeta. Había varias fotografías de la escena del crimen, y ya las había visto todas. También volvió a leer las notas sobre el caso. También las había visto antes; hasta tenía fotocopias de ellas en su propia colección de registros del caso. Claro que, ver los documentos originales—tenerlos en la mano—parecía que, de alguna manera, le diera más realidad a todo.
Había unos cuantos documentos en el archivo de los que Mackenzie no tenía copias personales. Entre ellos estaba una copia del informe del forense, completo con el nombre de Jack Waggoner y su firma en la parte inferior. La repasó, consideró que tanto el trabajo como las notas eran satisfactorias, y continuó a la siguiente página. No estaba segura de lo que estaba buscando, pero no había nada nuevo que ver. Sin embargo, cuando llegó a la parte de atrás del archivo, se encontró con la página dos del informe final, donde una nota afirmaba que el caso quedaba por resolver.
En la parte inferior, había dos firmas garabateadas, junto con el nombre impreso de ambos. Uno de ellos era Dan Smith. El otro era Reggie Thompson.
Mackenzie volvió a hojear el informe del forense para ver los nombres de los agentes que también habían firmado allí. Solamente había un nombre allí: Reggie Thompson. El nombre de Thompson en ambos documentos era una buena indicación de que este era el agente que parecía haber estado manteniéndose al tanto del caso, hasta en la oficina del forense.
Hojeó los archivos una vez más para asegurarse de que no se había perdido nada. Como había sospechado, no había nada. Colocó el archivo de vuelta en el armario y salió de la sala. Cuando caminó de regreso al pasillo, se tomó su tiempo. Miró los letreros que cubrían las paredes junto a cada entrada. La mayoría de las puertas estaban abiertas, y no había nadie ocupando los escritorios adentro. No fue hasta que llegó al final de pasillo, casi de regreso a la pequeña área de corralillo y el mostrador de recepción junto al mismo, que encontró una oficina desocupada.
Llamó a la puerta parcialmente abierta y le respondieron con un alegre “Adelante.”
Mackenzie entró a la oficina donde le saludó una mujer regordeta que estaba sentada detrás de un escritorio. Estaba tecleando algo en su ordenador, sin detenerse incluso cuando elevó la vista hacia Mackenzie.
“¿Puedo ayudarle?” le preguntó la señora.
“Estoy buscando a un agente llamado Reggie Thompson,” dijo Mackenzie.
Esto pareció ganarse la atención de la mujer. Dejó de teclear y elevó la vista hacia Mackenzie con el ceño fruncido. Sabiendo lo que se avecinaba, Mackenzie le mostró su placa a la señora y le dijo su nombre.
“Ah, ya veo,” dijo la señora. “En ese caso, lamento decir que el agente Thompson se retiró el año pasado. Aguantó todo lo que pudo, pero en cierto momento tuvo que dejarlo. Le diagnosticaron con cáncer de próstata. Por lo que tengo oído, lo está combatiendo, pero le ha pasado factura.”
“¿Sabe