Al día siguiente Drew dio las lecciones que le correspondían, mientras Marlon permaneció en su habitación, estudiando.
Esa noche llegó Kamaranda a Manchester. Cogió un taxi para ir directamente al alojamiento que se le habían reservado en el campus, y desde allí llamó a Drew para informarle de su llegada. Cenó y se fue a dormir. A la mañana siguiente, mientras esperaban a los demás científicos, que llegarían a lo largo del día, fue a Sackville Park, justo fuera del campus, y se sentó a meditar en el banco a los pies de la estatua de Turing11. Para él era como estar bajo su higuera.
Kobayashi, Maoko y Schultz llegaron por la tarde. Novak llegó por la noche.
La primera reunión estaba prevista al día siguiente por la mañana, a las nueve, en el laboratorio del experimento.
La aventura iba a comenzar.
Capítulo IX
Unos sentados en las sillas y otros en los taburetes, los participantes se dispusieron en semicírculo alrededor de la mesa sobre la que el artilugio que Drew había construido parecía un prototipo anónimo para un experimento de electrodinámica. El profesor estaba cercano a las regulaciones micromecánicas, mientras Marlon estaba sentado frente al ordenador.
Drew empezó a hablar.
—Parece ser que el montaje que tenéis frente a vosotros es capaz de intercambiar dos porciones de espacio distantes. Es decir, lo que está en el punto A se intercambia instantáneamente con lo que está en el punto B.
Al oír este anuncio, a Schultz casi se le salieron los ojos de sus órbitas, quizá previendo la relación con lo que sus estudios sobre la relatividad ya habían insinuado.
Kamaranda permaneció absorto, como en meditación, mientras Kobayashi empezó a observar con una leve sonrisa el generador de alta tensión y las conexiones entre los distintos componentes del dispositivo. Maoko, a su lado, miró el montaje con expresión escéptica.
Novak observaba la escena con frialdad, sin mostrar ninguna reacción, mientras Bryce sonreía con una sonrisa de anticipación.
McKintock estaba sentado con los brazos cruzados, esperando.
—Ahora haremos una demostración del efecto. Nuestro punto A está sobre esta placa —continuó Drew, señalando la posición—. El punto B está sobre la silla de la profesora Bryce, en su oficina, a trescientos metros de aquí. Hemos colocado una cámara que enfoca a su silla, a la que hemos conectado la pantalla que está al lado de la placa.
Drew cogió un bloque de plástico blanco de una caja y lo colocó sobre la placa.
—Observad el trozo de plástico y la pantalla.
Todos fijaron sus ojos en el punto indicado.
Con voz baja, Drew ordenó a Marlon:
—¡Vamos!
Marlon apretó una tecla y el bloque de plástico despareció de la placa y apareció en el campo de la cámara, en medio del aire, cayendo inmediatamente sobre la silla de la profesora Bryce.
A todos los presentes se les cortó la respiración por el desconcierto. Algunos se pusieron de pie y se acercaron para examinar la placa de la que había desaparecido la materia.
Novak estaba pálida, mucho más blanca de lo que su condición de noruega le otorgaba.
Kobayashi había dejado de sonreír. Con el ceño fruncido observaba el invento, mientras Maoko tenía los ojos desorbitados por el estupor.
Schultz estaba radiante. De pie al lado de la mesa, miraba la pantalla como si se viera el nacimiento de su primer hijo.
McKintock estaba satisfecho y disfrutaba ya de los beneficios para la Universidad, mientras Kamaranda parecía ya meditar sobre el modelo matemático de lo que acababa de ver.
—¡Profesora Bryce! —exclamó Marlon.
Todos se volvieron hacia la silla ocupada por ella.
La profesora se había desmayado y yacía, abandonada, contra el respaldo, con la cabeza vuelta hacia atrás y los brazos inertes a los lados.
El rector se situó delante de ella y la agitó vigorosamente por los hombros.
—¡Megan! ¡Megan! —la llamó, gritando.
Bryce no reaccionaba, por lo que McKintock le dio dos fuertes bofetadas y la llamó de nuevo:
—¡Megan! ¡Megan!
La mujer abrió los ojos y se agitó, incorporándose, desorientada. Estaba pálida como un cadáver.
—¿Qué... ha pasado? —preguntó.
—Se ha desmayado, profesora Bryce —respondió el rector—, ¿cómo se siente?
—Mejor, gracias. Estoy un poco mareada, pero se me pasará. Me arden las mejillas. No lo entiendo —dijo Bryce, dándose un masaje en la cara.
McKintock comenzó a reír, mientras todos los demás se miraban con expresión divertida.
—Marlon, haz un té para la profesora, rápido. Con mucho azúcar, mejor —dijo Drew.
El estudiante se retiró al rincón del laboratorio que servía de cafetería y empezó a preparar la tetera.
—¿Ha desayunado por la mañana, profesora Bryce? ¿Podría ser que tuviera un nivel bajo de azúcar en sangre? —preguntó Drew.
—Sí, he desayunado —respondió la mujer—. No ha sido la falta de alimento lo que ha hecho que me desmaye, ¡sino la gran emoción que he sentido al ver funcionar el experimento!
Todos la miraron, perplejos.
—¿Pero, no lo entendéis? —exclamó Bryce—. Con un instrumento como ese podremos conseguir muestras de lugares inaccesibles, como los fondos oceánicos, el núcleo terrestre, ¡el interior de los seres vivos! Y sin ningún esfuerzo. Pensad a la curación de enfermedades. No hará más falta abrir un vientre para extirpar masas tumorales de manera estimativa e incompleta. Bastará regular correctamente el aparato sobre la silueta del tumor y realizar el intercambio. El tumor desaparecerá del cuerpo del enfermo, sin que tenga que ver siquiera un bisturí. ¡Nos encontramos frente a una nueva era en el campo de la biología y de la medicina!
—Aquí tiene el té, profesora —dijo Marlon acercándole la taza, que ella tomó con gratitud.
—Tome alguno de estos —intervino Maoko, ofreciéndole unos dulces que llevaba en una bolsa—. Son muy nutritivos.
—Gracias, señorita Yamazaki —aceptó Bryce. Bebió unos sorbos de té y después comenzó a mordisquear las pastas—. ¡Qué buenos! ¿De qué están hechos?
—Son productos naturales, sin colorantes ni conservantes —declaró inocentemente Maoko. Omitió precisar que estaban hechos fundamentalmente de judías Azuki, ya que conocía la dificultad de los occidentales para apreciar dulces que no estuvieran basados en harina de algún cereal.
La profesora Bryce comía con apetito y se había recuperado completamente.
Los otros se habían relajado, mientras tanto, y habían vuelto a sus puestos.
—No había pensado a todas estas implicaciones —admitió McKintock, pensativo, que hasta entonces sólo había pensado en el transporte de objetos—. En efecto, las posibilidades de aplicación son enormes. Con este sistema podremos revolucionar la ciencia y la técnica.