El Criterio De Leibniz. Maurizio Dagradi. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Maurizio Dagradi
Издательство: Tektime S.r.l.s.
Серия:
Жанр произведения: Героическая фантастика
Год издания: 0
isbn: 9788873044451
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estará disponible para una reunión ahora? —preguntó Drew.

      Por toda respuesta, McKintock llamó directamente a su secretaria.

      —Señorita Watts, ¿dónde está la profesora Bryce en este momento? —esperó unos segundos, escuchó la respuesta y añadió—: Muy bien. Gracias. ¿Puede pedirle que venga a mi despacho inmediatamente? Perfecto. De nuevo, gracias.

      La señorita Watts era un modelo de eficacia. Inteligente, intuitiva y despierta, era el brazo operativo del rector, y él la tenía en su máxima consideración.

      —Bryce acababa de tomar una pausa. Debería estar aquí en breves instantes —les informó McKintock.

      Drew notó que el rector tenía unas enormes ojeras y una expresión adormecida. Debía haber pasado la noche con su amiga; siempre estaba así al día siguiente. Drew lo envidiaba, pero tenía que admitir que no se había esforzado mucho para estar con una mujer. Evidentemente, McKintock era mejor que él, o había tenido más suerte.

      —El grupo de investigación estará aquí dentro de dos días, McKintock. Esperamos empezar a trabajar enseguida —lo informó Drew.

      El rector miró a Marlon. Lo estudió bien y luego le dirigió la palabra por la primera vez desde que había comenzado esa historia.

      —Así que tú eres el estudiante de Lester —dijo, pensativo—. Este, aquí... —señaló a Drew bromeando—, dice que eres tú quien ha visto el efecto producido por su montaje. ¿Es verdad?

      Marlon se sentía embarazado e intimidado frente a la figura más alta de la universidad.

      —Ejem..., sí, señor. Así es. Gracias a las características únicas del dispositivo que construyó el profesor Drew, y a una serie de coincidencias afortunadas, he tenido el privilegio de observar la manifestación del fenómeno. Ahora tenemos que estudiarlo a fondo y con el grupo de investigación creado por el profesor...

      En ese momento la profesora Bryce abrió la puerta de par en par y entró con paso militar con la taza de té todavía en la mano, y, sin decir nada, cogió una silla y la golpeó con fuerza contra el suelo, al lado del escritorio; se sentó y miró al rector con ojos encendidos.

      —¿Entonces? —preguntó con arrogancia.

      McKintock estaba acostumbrado a la actitud provocadora de esa mujer y ya no reaccionaba nunca ante ella.

      —Estimada profesora Bryce, Megan... —intentó suavizar la situación llamándola por su nombre, pero ella, por toda respuesta, entornó el ojo derecho y curvó las comisuras de la boca hacia abajo; posó la taza sobre la mesa con violencia, salpicando con el té caliente las notas del rector y una pequeña ánfora antigua de adorno, se cruzó de brazos y lo miró aún más letalmente.

      —¿Sí, Lachlan? —dijo con voz burlona.

      McKintock suspiró.

      —Necesitamos su ayuda para una investigación...

      —Si habéis perdido las llaves, llamad a un bedel. ¡Yo tengo cosas mejores que hacer!

      —¡Maldición, Bryce! —explotó McKintock, dando un puñetazo sobre la mesa y haciendo que salpicara el té fuera de la taza. Esta saltó en la silla, asustada. Y el rector volvió a hablar, con violencia:

      —Si la he mandado llamar es porque la necesito, si no fuera así habría evitado gustosamente este trance, porque no siento ningún placer teniéndola cerca, ¿está claro?

      La profesora estaba pálida como una vela y lo miraba tensa, sin mover un músculo.

      McKintock retomó la palabra, más calmado.

      —Ya conoce al profesor Drew. Este es su estudiante de física, Joshua Marlon. —Bryce entrecerró los ojos mirando a Marlon y volvió a mirar al rector, atónita. Este continuó.

      —Han descubierto un fenómeno físico revolucionario y van a empezar a estudiarlo con un grupo de investigación con los mejores científicos, elegidos por Drew. Como la investigación incluirá, en un momento dado, formas biológicas, creemos que usted podría ser la persona justa para esta tarea. ¿Va a ser de los nuestros? —concluyó con decisión.

      Bryce permaneció inmóvil durante unos segundos, después se relajó y respiró por primera vez desde que McKintock había golpeado el escritorio con el puño. En ese momento había dejado de respirar.

      —Señores, disculpen mi comportamiento. Rector, ¿uso de formas biológicas, ha dicho? ¿Con qué fin?

      McKintock miró a Drew, que intervino de manera jovial, como si no hubiera pasado nada.

      —Profesora, debo informarle de que esta investigación es secreta. — Bryce entornó los ojos. Drew continuó:

      —Podemos desplazar materia, de manera instantánea, entre dos lugares distantes. Los objetos que encontró el otro día en su silla llegaron desde nuestro laboratorio, en el que Marlon y yo estábamos haciendo unos experimentos sobre el efecto apenas descubierto. Discúlpenos por el disgusto que le hemos causado, pero no podíamos saber a dónde iba a parar la materia. —Bryce abrió los ojos como si fueran a salirse de sus órbitas, y después volvió a escuchar con atención.

      Drew siguió explicando:

      —Con el grupo de científicos que he seleccionado, intentaremos construir una teoría que explique el fenómeno, tras lo cual podríamos intentar desplazar seres vivos, plantas y animales. Su ayuda es fundamental.

      —¿Por qué me lo pedís a mí? Hay muchos biólogos muy buenos por aquí —preguntó la profesora.

      —El instrumento que produce la trasferencia está regulado para que el destino sea la silla de su despacho, pero es una casualidad. No sabemos todavía cómo variar estas coordenadas, así que la primera fase de la experimentación comprenderá también su despacho. ¿Querrá ayudarnos?

      La expresión de Bryce cambió completamente. Ahora estaba alegre, como una estudiante en sus primeros experimentos en el laboratorio. A lo mejor era aquella la verdadera profesora Megan Bryce: una científica que necesitaba tan solo un desafío al que hacer frente, que la alejase de la monotonía de la enseñanza con estudiantes pasotas e irrespetuosos.

      —¡Por supuesto, profesor Drew! —exclamó—, pero esto tendrá un coste...

      Drew la miró con expresión interrogativa, y ella continuó:

      —Ahora sé a quién tengo que mandar la cuenta de la lavandería que limpió mi falda —le guiñó un ojo y salió, sonriente, del despacho.

      Los tres hombres se quedaron en silencio durante unos instantes, y después McKintock concluyó:

      —Es una buena mujer, en el fondo. Debe ser que está muy estresada por la vida que lleva. Hay que comprenderla. Pero creo que este proyecto la motiva mucho, y será bueno para ella y para vuestra investigación.

      —¡Amén! —comentó Drew.

      —Bueno, Lester —dijo el rector— ¿has comprobado si el laboratorio donde tienes el experimento sigue estando cerrado? Ordené que lo cerraran de manera oficial cuando me lo pediste.

      —Era nuestra próxima etapa —respondió Drew levantándose, seguido por Marlon—. Nos veremos en cuanto todos los científicos estén aquí. Adiós, Lachlan.

      —Adiós, rector McKintock —se despidió Marlon con respeto.

      La puerta del laboratorio seguía sellada, y un cartel bien hecho había sustituido al trozo de papel escrito apresuradamente por Drew la noche del descubrimiento.

      El profesor quitó los sellos y los dos volvieron a entrar por primera vez desde entonces. Todo estaba como lo habían dejado. Los numerosos laboratorios de la Universidad de Manchester permitían que el hecho de cerrar uno no supusiera un problema para las actividades curriculares.

      Salieron