– el tratamiento puede estar cubierto por la Seguridad Social, en parte o totalmente; su coste, por lo privado, no supera los recursos de los padres. Los psicoanalistas más competentes no son los más caros y no son necesariamente los más conocidos.
Estos prejuicios aparecen antes de ir a la consulta; otros, todavía más numerosos, se mostrarán después, y sobre todo durante la terapia.
♦ La idea de que necesita medicamentos
La difusión del psicoanálisis ha tenido efectos paradójicos. Como Maud Mannoni ha señalado siempre, esta propagación está lejos de ir acompañada de la comprensión de su acción. Françoise Dolto ya pensaba que las indicaciones de psicoterapia analítica en el niño se banalizaban y sistematizaban demasiado: según ella, ello desembocaba en una eficacia peligrosa cuando el niño no sabía por qué tenía que «hacer dibujos en casa de aquella señora». Al contrario, ella preconizaba explicar las reglas del tratamiento al niño relacionándolo con su propio sufrimiento.
El recurso generalizado al psicoanalista ha provocado el refuerzo de las resistencias de una parte de sus adversarios. Con los innegables progresos de las neurociencias y el dinamismo de los laboratorios farmacéuticos relevados por ciertos programas de televisión, se ha desarrollado un pensamiento de tipo «biologizante», que preconiza el tratamiento con medicamentos de ciertos trastornos del comportamiento y terapias llamadas científicas porque no afectan al inconsciente. Llevándolo al absurdo, pronto tendremos que tomar pastillas para evitar los actos fallidos o los lapsus, con el pretexto de que son producidos por las neuronas (en el capítulo 4 hablaré de los medicamentos).
Así, algunos niños cuyos padres han caído en este circuito pueden ser tratados durante años sin grandes mejorías, porque en ningún caso se trata el problema de fondo. Además, una prescripción prolongada puede provocar un fenómeno de «escape», es decir, que el tratamiento deje de surtir efecto.
♦ La idea de que podemos solucionarlo solos
El sufrimiento de los hijos fragiliza a los padres. Cuando tenemos un hijo, deseamos transmitirle la mejor parte de nosotros mismos; tanto si queremos como si no, intentamos imponerle esta parte a pesar nuestro. Nuestro hijo hereda la parte más secreta de nosotros, la que nace del reto que nos imponen la vida y el misterio de nuestra presencia en la Tierra. Lo educamos para prepararlo a afrontar la existencia, a tener en cuenta la realidad. Siempre mantenemos la esperanza de que garantice el relevo, ciertamente, pero también de que se tome la revancha de sus padres sobre lo que ellos no pudieron lograr debido a su nacimiento, al destino o a las circunstancias. Cualquier fracaso del niño afecta a este núcleo íntimo, y es importante ser consciente de ello. Es una de las raíces del sentimiento de culpabilidad que afecta a todos los padres que consultan al especialista, aunque hayan hecho «todo lo que era necesario».
El niño sufre, aunque hayamos hecho todo lo posible para evitarle este sufrimiento. A pesar del afecto, los esfuerzos materiales, el tiempo… no hemos conseguido resolver su problema. Convencidos de que somos nosotros los que debemos encontrar soluciones, pensamos que no somos buenos padres, aun cuando se trate de una enfermedad orgánica; por ejemplo, la madre se acusa de no haber tapado lo suficiente al niño, aunque haya pillado el virus del sarampión por contagio. Con más razón cuando se trata de problemas psicológicos, se acusará de no haber hecho lo necesario o, aún peor, de no ser el padre que tenía que ser. Sin embargo, como en el caso de cualquier infección, ni el cariño, ni el tiempo, ni los esfuerzos materiales bastarán para curar al niño, aunque puedan ayudar.
Los padres preferirían sufrir ellos mismos los problemas en lugar de vivirlos, impotentes, por medio de su hijo. Su reacción se acerca a la del instinto animal: preferirían sufrir en lugar del niño los peligros o las dificultades que lo amenazan. Entonces, cuando el afectado es el niño, la inquietud de los padres desorientados se transforma en reproches, los que se harían a sí mismos; en pocas palabras, se crea un círculo vicioso.
Los padres, por lo tanto, pueden dudar en consultar a un psiquiatra debido a la culpabilidad. Harán todo lo que puedan para compensar lo que consideran un perjuicio y, por ejemplo, aumentarán las recompensas y los regalos hacia el niño, que este recibirá con un placer mitigado. Cuando ya han dado el paso, algunos se toman mal la más mínima observación del especialista porque se hace eco de esta culpabilidad inconsciente. Es importante saber que entre lo que engloba esta observación y el eco inconsciente que esta hace resonar hay un abismo, el cual explica por qué la consulta al especialista puede hacernos tambalear tanto.
La búsqueda de la verdad, la verdad íntima del individuo que sufre, tal y como proponen el psicoanálisis y todos los métodos que derivan de él, no es ni fácil ni indolora. Esto explica por qué la psicoterapia analítica, incluso cuando pasa por el juego y el dibujo, asusta. Pero estos miedos imaginarios también son los que impiden estar mejor. Por ello deben formularse claramente para poder ser abordados con tranquilidad y superados. Siempre nos sorprenden las formas inesperadas que adopta este miedo: el sentimiento de los padres de ser responsables de las dificultades de su hijo, que parece a primera vista muy consciente y, además, muy natural, es una forma que adopta este miedo en el que nos apoyamos para pedir ayuda a regañadientes y querer solucionarlo solos.
♦ Hay que desconfiar de los psiquiatras
«De todas maneras, tampoco se ponen de acuerdo entre ellos», piensan algunos, porque los psiquiatras, debido a que no todos tienen la misma visión de las cosas, también tienen prejuicios, aunque su profesión (idealmente) consista en no tenerlos.
En efecto, existen dos escuelas de pensamiento: la denominada organicista piensa que los trastornos psíquicos tienen un origen orgánico; la otra, psicogenética, los considera de origen psíquico. Esta oposición provoca en los padres mal informados una sospecha legítima y en ocasiones refuerza su resistencia a consultar. Esta dicotomía existe tanto en el sector privado como en el público, es decir, en los servicios hospitalarios o en las consultas de los psiquiatras infantiles instalados por su cuenta, pero curiosamente es menos habitual en los centros medicopsicológicos, los cuales, en su inmensa mayoría, tienen una visión basada en el psicoanálisis.
¿De qué se trata exactamente? Caricaturicémoslos un poco para ver más claramente las diferencias, por ejemplo, relativas a los TOC ya citados. Aquellos que, en diferentes grados, no quieren «hurgar en el inconsciente», como dicen ellos mismos, tienden a banalizar estos trastornos impresionantes y angustiantes en ocasiones. Para estos, médicos organicistas y padres generalmente de buena fe agrupados en asociaciones, su origen solo puede ser orgánico, es decir, neurológico y hereditario. Como ciertos estudios han demostrado el interés de los medicamentos antidepresivos, mandemos al niño a tal hospital que practica estos tratamientos, y como tiene un «componente» psicológico, le indicaremos una terapia del comportamiento sin actuar en el inconsciente, con la idea de no condicionar al niño y de ayudarlo a actuar por voluntad propia. Este tipo de tratamiento codificado, lo que en términos médicos se conoce como protocolo, puede hacer estragos, pero también puede «resultar cómodo» a todo el mundo: al médico, que trabaja con datos simples y respuestas codificadas; a los padres, a los que se les evita el dolor de ser puestos en tela de juicio, y también al niño o al adolescente, que no tiene muchas ganas de participar activamente en su tratamiento, sobre todo para descubrir unos deseos que le incomodan. «De todos modos, si es psicoanalista, no abrirá la boca», también piensan.
En el lado opuesto, los jóvenes émulos de ciertas escuelas psicoanalíticas para los cuales todo tiene que ver con la psicología no concebirían recurrir a una «atención» psicoanalítica desde la primera visita, compuesta por silencios acompañados de «hum, hum», priorizando ciertas palabras en detrimento de los verdaderos interrogantes sobre el paciente y su familia. Esta actitud, sin embargo, está muy desfasada actualmente, porque la verdadera atención psicoanalítica, sobre todo en una primera cita, no está reñida con el sentido común. Este equilibrio, de todas maneras, depende de lo que pide la familia y del modo en que presenta las cosas: el profesional no tendrá la misma actitud si los padres vienen obligados por la escuela, que no puede más, o si vienen a hablar en confianza con alguien que les han