Domingo escuchaba impaciente y su caballo piafaba como si las moscas le atormentaran.
– Era el año que había tanta gente en el castillo, ¿se acuerda? ¡Ah, como…!
Pero una huida del caballo cortó la frase y dejó al tío Jacobo con la boca abierta. Aquella vez a todo trance había pasado adelante Domingo y su cabalgadura galopaba fustigada con el látigo como si el jinete le castigara por algún resabio súbito o por haber tenido miedo.
Durante el rato del paseo Domingo estuvo distraído y el mayor tiempo posible mantuvo su caballo al galope largo.
Era Domingo poco aficionado al mar; había crecido – decía – escuchando sus gemidos y recordaba aquel tiempo con desagrado; sólo a falta de más risueños caminos para pasear habíamos adoptado aquel rumbo. No obstante, visto desde lo alto de la quebrada que seguíamos el horizonte plano de la tierra y el del mar, resultaban de una grandeza sorprendente a fuerza de estar vacíos. Por otra parte el continuo movimiento de las olas y la inmovilidad de la llanura; el contraste de los barcos que pasaban, con las casas que estaban inmóviles, de la vida aventurera y de la vida determinada por analogía, debía impresionarle muy vivamente y lo saboreaba secretamente, sin duda, con el placer acre propio de las voluptuosidades del espíritu que hacen sufrir. Al caer la tarde volvíamos a paso corto por los caminos pedregosos enclavados entre los campos recientemente labrados cuya tierra era negruzca. Las alondras volaban al nivel del suelo huyendo con un postrer estremecimiento de día sobre las alas. Así llegábamos a las viñas y nos abandonaba el aire salado de la costa. Del fondo de la llanura se elevaba un hálito más tibio. Poco después entrábamos bajo la sombra azulada de los grandes árboles y muchas veces estaba ya cerrada la noche cuando echábamos pie a tierra en el patio de Trembles.
Por la noche nos reuníamos nuevamente en un gran salón provisto de antiguos muebles; un ancho reloj señalaba la hora, y tan vibrante era su sonería que alcanzaba a ser oída hasta de las habitaciones altas. Era imposible substraerse a aquel monótono ruido que nos despertaba con sólo el ritmo de su péndulo, y muchas veces Domingo y yo nos sorprendíamos recíprocamente escuchando en silencio el severo murmullo que segundo a segundo nos conducía de un día al otro. Asistíamos a la faena de acostar a los niños cuyo tocado de noche se hacía por indulgencia en el salón, y a quienes la madre llevaba a la cama, todos envueltos en tela blanca, los brazos colgantes y los ojos cerrados ya por el sueño.
A eso de las diez nos separábamos. Yo retornaba a Villanueva, o bien, más adelante, cuando las noches eran lluviosas y más oscuras y los caminos menos transitables, me retenían en Trembles. Tenía mi alojamiento en el segundo piso en un ángulo del edificio tocando a una de las torrecillas. Otro tiempo, durante su juventud, había ocupado Domingo aquella misma habitación. Desde la ventana se descubría toda la llanura, toda Villanueva y hasta la alta mar, y me dormía escuchando el rumor del viento en los árboles y el ronquido de las olas que había arrullado a Domingo en la niñez. Al día siguiente todo recomenzaba como el anterior, con la misma plenitud de vida, la misma exactitud en las distracciones y en el trabajo. Los únicos accidentes domésticos que tuve ocasión de presenciar fueron propios de la estación, que turbaban la simetría de las costumbres; como, por ejemplo, un día de lluvia que modificaba las disposiciones adoptadas contando con el buen tiempo.
En días tales, Domingo subía a su despacho. Pido perdón al lector por estos pequeños detalles y de otros que les seguirán; pero ellos le permitirán penetrarse poco a poco y por las mismas vías indirectas que a mí mismo me condujeron, de la vida del caballero labriego en la conciencia misma del hombre, y quizás en ella encontrarán particularidades menos vulgares. Esos días, decía, Domingo subía a su despacho; es decir, retrogradaba veinticinco o treinta años y revivía su pasado durante algunas horas. Había en aquella habitación algunas miniaturas de familia, un retrato suyo, de cuando era muy joven y tenía el rostro sonrosado y rodeado de bucles castaños; un retrato en el cual no había un rasgo fisonómico semejante a los del hombre de lo presente; algunos legajos rotulados en un montón de papeles y dos bibliotecas: una antigua, la otra enteramente moderna que manifestaba por la selección especial de libros, las predilecciones que de hecho aplicaba en su vida. Un pequeño mueble cubierto de polvo contenía los libros de colegio únicamente; volúmenes de estudio y de premio. Añádase a todo esto un viejo escritorio acribillado de manchas de tinta y de golpes de cortaplumas y un hermoso mapa-mundi datando de medio siglo en el cual estaban trazados a mano los más quiméricos itinerarios a través de todos los países de la tierra. Además de aquellos testimonios de su vida de estudiante, respetados y conservados con verdadero cariño por un hombre que se sentía envejecer, había otras diversas cosas que correspondían a su vida íntima reveladoras de lo que había sido, lo que había pensado, que me cumple dar a conocer, aunque en ellas haya mucha puerilidad. Refiérome a lo que se veía sobre las paredes, en las estanterías, en los vidrios, innumerables confidencias fáciles de descifrar.
Leíanse sobre todo fechas completas – día, mes y año. – Era frecuente la indicación reproducida en serie, con sucesión de datos de diverso año, como si muchos seguidos se hubiera dedicado a constatar algo idéntico, ya sea su presencia material en algún sitio o la del pensamiento sobre el mismo objeto. Era rara su firma al pie de las inscripciones; mas no por anónimas eran menos reveladoras de la personalidad que las había concebido y grabado. Había además una sola figura geométrica elemental. Encima, la misma figura estaba reproducida con una o dos líneas más que modificaban el sentido sin cambiar el principio y repetida con nuevas modificaciones llegaba a corresponder a significados particulares que implicaban el triángulo o el círculo originario, pero con resultados diferentes. En medio de éstas alegorías, cuyo significado no era difícil adivinar, estaban escritas algunas máximas muy concisas y muchos versos, todos contemporáneos de aquel trabajo de reflexión sobre la identidad humana en el progreso. La mayor parte estaban escritos con lápiz, porque el poeta los estampó tímidamente o porque desdeñó prestarles demasiada permanencia trazándolos en forma que los perpetuase sobre el muro. Monogramas, en los cuales la misma mayúscula se enlazaba con una D, se destacaban sobre el primer verso de muchas de aquellas poesías de acepción más definida, recuerdos de época más reciente sin duda. De pronto, como revelación de una recaída hacia un misticismo más doloroso o más elevado, había escrito – seguramente por una coincidencia fortuita con el poeta Longfelow —Excelsior, Excelsior, Excelsior, repetido entre una porción de signos de admiración. Después, a contar de una época que se podía calcular en torno de la fecha de su matrimonio, advertíase evidentemente que sea por indiferencia o tal vez resultado de una enérgica determinación, había adoptado el partido de no escribir más. ¿Juzgaba que se había completado ya la póstuma evolución de su existencia? ¿O pensaba, con razón, que nada podía temer en adelante respecto de aquella identidad de sí mismo que tanto había cuidado establecer hasta entonces? Una sola y última fecha muy visible seguía a todas las demás y coincidía exactamente con la edad de Juan, el primer hijo que le había nacido.
Una gran concentración de espíritu; una activa e intensa observación de sí mismo, el instinto de elevarse muy alto cada vez más, y de dominarse no perdiéndose de vista nunca; las transformaciones arrastradoras de la vida con la voluntad de reconocerse en cada nueva faz; la naturaleza que se hace comprender; sentimientos que nacen y enternecen un joven corazón nutrido de su propia sustancia; aquel nombre que se enlaza con otro y versos que se escapan de él como el aroma de una flor en primavera; los esfuerzos fracasados hacia las altas cumbres del ideal; la paz, en fin, que se hace en un espíritu borrascoso, tal vez ambicioso, y de seguro martirizado por quimeras; he ahí, si no me engaño, lo que se podía leer en aquel registro mudo, más significativo en su confusa nemotecnia que muchas memorias escritas. El alma de treinta años de existencia aún conmovida, palpitaba en aquel estrecho gabinete; y cuando Domingo estaba en él, delante de mí, asomado a la ventana, un poco distraído y tal vez perseguido aún por el eco de antiguos rumores, era cosa de saber si había venido para evocar lo que él llamaba la sombra de él mismo o para olvidarla.
Un día tomó un paquete de libros colocado en un oscuro