La casa de mi tía no era alegre, ya se lo he dicho, y lo era menos aún la existencia que llevaba yo en Ormessón. Imagine usted una ciudad pequeña, devota, vetusta, olvidada en el rincón de una provincia que no era paso para ninguna parte, no sirviendo para nada, de la cual iba retirándose la vida a medida que invadía la campiña; sin industria, muerto el comercio, habitada por burgueses reducidos a escasos recursos y de aristócratas empobrecidos; durante el día, las calles sin movimiento; de noche, las avenidas en tinieblas, reinando un silencio solamente interrumpido por las sonerías de los relojes de las iglesias, y a las diez por el lúgubre tañido de la gran campana de San Pedro recordando la necesidad del descanso al vecindario, del cual tres cuartas partes estaban ya entregados al sueño más bien de puro fastidio que por cansancio. Muchos bulevares flanqueados de olmos hermosísimos, muy frondosos, rodeaban aquella ciudad de severa sombra. Cuatro veces al día para ir y volver al colegio los cruzaba yo. No era el camino más directo, pero sí el más apropiado a mis aficiones, porque me acercaba algo a la campiña.
Algunas veces llegaba hasta el río, pero no ofrecía variantes el espectáculo: el agua amarillenta siempre estaba removida en sentido contrario a la corriente, por la marea que hasta aquella región alcanzaba; el aire cargado de humedad, saturado de las emanaciones de la brea, del cáñamo y de las tablas de pino. Todo aquello era monótono y feo y, en el fondo, nada me consolaba del alejamiento de Trembles.
Mi tía tenía el genio de su provincia, el amor por las cosas cargadas de años, el miedo a los cambios, el horror a las innovaciones ruidosas. Piadosa y mundana, muy sencilla, pero muy preocupada, perfecta en todo – hasta en sus leves rarezas – había arreglado su vida en concordancia con dos principios que, según decía, eran virtudes de familia: la devoción a las leyes de la Iglesia y el respeto a las del mundo; y tal era la fácil naturalidad que ponía en el cumplimiento de esos deberes, que su piedad, muy sincera, parecía no ser otra cosa que un nuevo ejemplo de la corrección de su trato.
Su salón – como todas sus costumbres, – era una especie de asilo abierto a sus reminiscencias o sus afecciones hereditarias, cada día más amenazadas. Reunía en él, particularmente los domingos por la noche, los escasos sobrevivientes de su antigua sociedad. Todos eran adictos a la monarquía derrocada y se habían retirado del mundo como ella. La revolución, que habían visto muy de cerca y que les procuraba un fondo común de recuerdos y de agravios, les había impuesto un matiz idéntico, una manera de ser común, empapándolos en una misma prueba. Recordaban los crudos inviernos que pasaron reunidos en la ciudadela de ***, faltos de combustible, durmiendo en cuadras de cuartel sin un mal lecho, abrigando a los niños con restos de cortinajes, comiendo pan negro que era comprado a escondidas. Se refería, sonriendo, lo que en otro tiempo fue terrible. La mansedumbre de la edad había calmado las iras más acerbas. La vida había recobrado su curso regular, cicatrizando las heridas, reparando los desastres, amortiguando la amargura de las añoranzas. Ya no se conspiraba, se censuraba apenas; se esperaba. Finalmente, en un ángulo del salón había una mesa de juego para los hijos, y allí cuchicheaba, mientras se barajaban los naipes, el grupo joven, los representantes de lo porvenir, es decir, de lo desconocido.
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