El resto del personal – bastante numeroso – se distribuía en las múltiples dependencias del castillo y de la granja.
Muchas veces todo parecía vacío, menos el corral, en donde se agitaba constantemente una multitud de gallinas; el gran jardín, en el cual las muchachas de la granja recogían la hierba, y la terraza expuesta al mediodía en la que la señora de Bray y sus hijos estaban a la sombra de las parras, cada día menos compactas por la caída rápida de los pámpanos secos. A veces pasaban días enteros sin que se percibiese un ruido revelador de la vida en aquella casa habitada por tanta gente que existía entregada a la actividad del trabajo doméstico y agrícola.
La alcaldía no estaba en Trembles, aunque por tres o cuatro generaciones los de Bray hubieron desempeñado aquel cargo como por derecho propio. El archivo se quedaba en Villanueva; una vivienda de labriegos servía de escuela y de casa consistorial. El alcalde, dos veces por mes, acudía para presidir el concejo municipal, y de cuando en cuando para celebrar algún matrimonio. Esos días partía de Trembles con la banda en el bolsillo y se la ceñía al entrar en la sala de sesiones y acompañaba de buena voluntad las formalidades legales de una pequeña arenga que producía excelentes efectos. Dos veces en una misma semana, tuve ocasión de presenciar esa escena en la época de que hablo. Las vendimias atraen infaliblemente los matrimonios: es la estación del año que hace emprendedores a los mozos, enternece el corazón de las muchachas y forma los noviazgos.
La distribución de la beneficencia estaba a cargo de la señora de Bray. Tenía las llaves de la farmacia, de los depósitos de ropas, de leña gruesa, de sarmientos; los bonos de pan firmados por el alcalde iban escritos de mano de ella; si añadía de lo suyo a la liberalidad comunal, nadie se enteraba, y los pobres recibían el beneficio sin saber nunca la mano que se lo daba. Gracias a esto, verdaderos pobres indigentes había muy pocos en la comuna: los recursos que procuraba el mar en ayuda de la caridad pública, los de las marismas y algunos prados inferiores en los que los más apurados apacentaban sus vacas, un clima dulcísimo que hacía muy soportables los inviernos, contribuían a que los años se sucedieran sin penurias excesivas y eran factores que daban margen a que nadie pudiera lamentar la suerte de haber nacido en Villanueva.
Tal era, sobre poco más o menos, la parte que a Domingo le correspondía en la vida pública de su país natal: administrar una pequeña comuna perdida en las lejanías de todo gran centro, encerrada entre marismas, apretada contra el mar que roía sus costas y le devoraba cada año algunas pulgadas del territorio; velar por la conservación de los caminos y procurar la desecación de los terrenos inundados periódicamente; preocuparse de los intereses de muchas personas para las cuales eran necesarios a las veces el arbitrio benéfico, el consejo o el juez; impedir las disputas y poner óbice a los pleitos, causa y efecto de discordias; prevenir los delitos; cuidar con sus propias manos y ayudar con recursos de la propia gaveta; dar buenos ejemplos en materia agrícola; hacer ensayos ruinosos para animar a los tímidos en la senda de los progresos útiles; experimentar a todo riesgo en tierra propia y con dinero propio como un médico ensaya en su cuerpo un medicamento a riesgo de la salud; y todo eso hacerlo con la mayor naturalidad, no como una servidumbre, sino como un deber de posición social, de fortuna y de nacimiento.
Alejábase lo menos posible del estrecho círculo de aquella existencia activa e ignorada cuyo radio no excedía de una legua.
En Trembles se recibían pocas visitas; algunos amigos que llegaban para cazar, desde lejanos límites del Departamento, y el doctor y el párroco de Villanueva invitados regularmente a comer todos los domingos.
Cuando – después de levantarse – tenía despachados todos los asuntos de la comuna, si le quedaban un par de horas para ocuparse de los propios, pasaba revista a sus máquinas agrícolas, distribuía el trigo de semilla, hacía acopiar los forrajes o bien montaba a caballo cuando una necesidad de vigilancia le reclamaba más lejos. A las once la campana de Trembles anunciaba el almuerzo; era el primer momento del día en que se reunía la familia y ponía a los dos niños bajo la mirada del padre. Uno y otra aprendían a leer, modesto comienzo, sobre todo para el muchacho, en quien Domingo cifraba, creo yo, la ambición de ver realizado un éxito en oposición diametral del fracaso de su propia vida.
El año era abundante de caza y en ella ocupábamos la mayor parte de las tardes cuando no emprendíamos una rápida jira por la árida campiña sin otro fin que costear el mar. Observaba yo que esas cabalgatas, durante las cuales pasaban largos espacios del más absoluto silencio, a través de un territorio cuya aridez nada tenía de risueño, le ponían más serio que de ordinario solía estar. Caminábamos al paso de nuestras cabalgaduras; muchas veces parecía que se olvidaba él que yo le acompañaba, para seguir como adormecido el monótono andar de su caballo escuchando el golpeteo de las herraduras sobre los cantos rodados de la costa. Gentes de Villanueva u otros pueblos que solían cruzar nuestro camino le saludaban llamándole unas veces señor alcalde y otras señor Domingo; la fórmula cambiaba según el domicilio de los transeúntes, de conformidad con la clase de relación o el grado de dependencia.
– Buenos días, señor Domingo – le decían a través del campo. Eran labriegos, gente de trabajo, agachados sobre los surcos. Con más o menos esfuerzos desplegaban la cintura, fatigados los riñones, y descubrían grandes frentes cubiertas de cortos cabellos, cuya blancura se destacaba sobre el rostro atezado por el sol. Alguna vez una frase cuyo sentido no estaba definido para mí, un recuerdo de otros tiempos, evocado por alguno de aquellos que le habían visto nacer y le decían: – «¿Se acuerda, señor?» – algunas veces, una frase bastaba para hacerle cambiar el gesto y sumirle en embarazoso silencio.
Había un viejo pastor de carneros, un buen hombre, que todos los días a la misma hora llevaba su rebaño a apacentarse con la hierba salobre de la vertiente sobre el mar. Hiciera buen o mal tiempo, veíasele a dos pasos de la quebrada, derecho como un centinela, el sombrero de fieltro encasquetado hasta las orejas, los pies en los gruesos zuecos rellenos de paja, abrigada la espalda con un capotón de paño pardo.
– Cuando pienso – me había dicho Domingo – que hace treinta y cinco años que le conozco y le veo siempre ahí…
Era gran hablador, como hombre que sólo en raras ocasiones puede aliviarse del prolongado silencio y sabe aprovecharlas. Casi siempre se ponía delante de nuestros caballos cerrándoles el paso, y con gran ingenuidad nos obligaba a escucharle. Más que ningún otro tenía la manía del «¿se acuerda, señor?», como si los recuerdos de su dilatada vida de guardián de carneros no constituyeran más que una serie no interrumpida de bienandanzas. No era, por cierto – ya lo había yo advertido, – el encuentro que más agradaba a Domingo. La repetición de aquella imagen siempre en el mismo lugar; la renovación de cosas muertas, inútiles, olvidadas, todos los días a la misma hora puestas indiscretamente ante sus ojos le molestaba realmente. Así, a despecho de su indulgencia para todos los que le amaban – y mucho le quería el anciano pastor, – Domingo le trataba un poco como a un viejo cuervo charlatán: «Está bien, está bien, tío Jacobo, le decía, hasta mañana», y trataba de continuar el paseo. Pero la estúpida obstinación del tío Jacobo era tal, que no quedaba más recurso que resignarse y dejar que tomasen aliento los caballos en tanto que el viejo pastor hablaba.
Un día Jacobo, como de costumbre, luego que nos vio a lo lejos, bajó la pendiente de la quebrada, y plantado como un mojón en medio del estrecho sendero que debíamos seguir nos detuvo. Estaba más ganoso que nunca de hablar de los tiempos que fueron, de recordar fechas; los recuerdos de lo pasado se le subían al cerebro como una borrachera.
– Salud, señor Domingo,