Ante la inacción de las instituciones tutelares que en principio deberían salvaguardar la paz en el mundo, cabe hablar, sin duda, de una crisis tan profunda como inquietante. De una crisis del sistema y de una crisis de estrategia. En efecto, sólo reformando un sistema injusto que centraliza la capacidad de decisión en un puñado de manos y estableciendo objetivos concretos será posible abandonar la estela de errores cometidos en los últimos tiempos. Sólo así, refundando un ente obsoleto y secuestrado por sus propios lastres, vislumbraremos un futuro diferente, en el que primen el consenso y el equilibrio, genuinos elementos de un orden justo y solidario. Bregando por esta utopía indicativa, obtendremos el deseado “desarrollo orgánico de las instituciones jurídicas en el transcurso de las generaciones y de las centurias”, al que se refiere Harold J. Berman en su ya clásica obra Law and Revolution1.
Este ensayo necesitará, en poco tiempo, una nueva revisión en profundidad. No sólo porque la propia obra escrita produce, en cualquier autor inconformista, una honda insatisfacción, sino también —y sobre todo— porque estas ideas, ofrecidas en carne viva a la comunidad científica, están estimulando en numerosos colegas una crítica intelectual y constructiva, verdadero motor de reflexión y avance cultural. Y es que, a la postre, la ciencia es un diálogo apasionado y apasionante de mujeres y hombres atraídos por la verdad de las cosas.
Quisiera terminar estas líneas agradeciendo, una vez más, al Consejo General del Poder Judicial la concesión del Premio Rafael Martínez Emperador, en su edición de 2007, y a la editorial Thomson Reuters Aranzadi sus atenciones durante la edición de esta obra.
Pamplona, 26 de junio de 2008
Introducción
Vivimos en un tiempo de profundos cambios globales. La rápida implantación de las nuevas tecnologías, la creciente repercusión de los medios de comunicación social, el desarrollo de una economía de mercado a escala mundial, el protagonismo de una sociedad civil cada vez más consolidada, el ardiente deseo común de resolver los problemas que afectan a la humanidad, como el terrorismo internacional, el tráfico de armas, el hambre y la pobreza, la explotación sexual, la corrupción política y económica, el abuso de poder y las amenazas al medio ambiente, son algunos de los fenómenos que caracterizan nuestro irrepetible momento histórico.
Y vivimos en este mundo a gran velocidad. Ésta es quizás la principal diferencia con el pasado: el ritmo frenético de nuestras relaciones sociales, lo que a veces dificulta adaptarlas a las exigencias e imperativos de la justicia. Nuestra sociedad es resultado de una compleja red de conexiones políticas, económicas, culturales, cuyo entramado es difícil de comprender aplicando los criterios organizativos de antaño.
Ante esta realidad, tan cierta como nuestra existencia, los juristas no podemos, no debemos, cerrar los ojos permitiendo que la ley de la selva se imponga en la era de la globalización por falta de previsión, coherencia o imaginación; no podemos permitir que el imperialismo económico o una criptocracia política dominen el mundo como si de una finca particular se tratara. La ciencia del Derecho, en tantos puntos, ha devenido obsoleta, ha sido superada por los propios hechos y sus circunstancias. La cada vez más difícil distinción entre lo público y lo privado, la crisis de la ley como fuente principal del Derecho, la intrínseca complejidad de los hechos que han de ser ordenados por el ius y la falta de previsión ante un futuro inmediato cada vez más variable han puesto fin a tantos principios jurídicos que, a primera vista, podrían parecer permanentes. Y no lo eran. Claro que no. A veces, son tan fuertes el peso de la cultura y las circunstancias que las convertimos en naturaleza. Y ésta, además, en parte, también es mudable.
Viene a mi memoria el famoso texto de las Instituciones de Gayo (2.73) en que este jurista del siglo II d.C. afirma que “lo que otro edifica en terreno nuestro, aunque lo edifique por su cuenta, se hace nuestro por Derecho natural, porque la construcción cede al terreno” (superficies solo cedit). No creo que este mismo jurista se hubiera atrevido a repetir tal afirmación, multisecularmente aceptada por los tribunales, de haber tenido la oportunidad de pasearse por la Quinta Avenida de Manhattan. Hoy en día, este principio se ha invertido en muchas ocasiones, prevaleciendo el vuelo sobre el suelo, lo que significa que lejos estaba de él el Derecho natural, en el sentido moderno de la expresión. Pero, en aquel momento, fue la rerum natura, la naturaleza de las cosas como criterio de interpretación jurídica, lo que llevó a Gayo a formularlo. Y las cosas eran como eran.
Ante un cambio de paradigma, es preciso reformar el Derecho, agilizarlo. En su ensayo Revitalizing International Law, Richard Falk se quejaba de los juristas —en concreto de los norteamericanos— por mostrarse tan reacios a los cambios paradigmáticos derivados de la complejidad de la sociedad y de los fenómenos políticos2.
La globalización exige una reformulación del Derecho, una respuesta jurídica adecuada a los nuevos tiempos, para que no queden aprisionados por normas caducas y pasajeras. Es hora, pues, de un Derecho global, como antes lo fue del Derecho de gentes y luego lo ha sido del Derecho internacional. Sin el ius gentium no se entiende el Derecho inter nationes, el International Law. Y sin el desarrollo de éste no hubiera nacido el incipiente Derecho global. Los tres Derechos —de gentes, internacional y global— son como abuelo, padre y nieto, respectivamente. Forman parte de una misma familia. Tienen, por tanto, rasgos comunes que los aproximan por basarse en principios jurídicos distintos y aplicarse en momentos históricos del todo diferentes. Prueba de ello es que han convivido superpuestos.
No estoy, por tanto, del todo de acuerdo con el gran internacionalista Lassa Oppenheim (1858-1919) —ni con sus discípulos— cuando afirma que el Derecho internacional, en el sentido actual del término, es, en su origen, un producto de la civilización cristiana (a product of Christian civilization), que comenzó a desarrollarse gradualmente a partir de la Baja Edad Media, y muy particularmente a partir de Grocio, impulsor de una conceptualización posterior3. Esta ruptura es, en ocasiones, más artificial que real: ¿acaso Grocio se entiende sin Gentile, o sin Vitoria, y éste sin Tomás de Aquino, y el Aquinate sin Isidoro de Sevilla, y san Isidoro sin Ulpiano, y éste sin Gayo, y Gayo sin Cicerón y el gran orador romano sin los estoicos? No, a veces es más real el deseo de cortar, de fragmentar la historia, que el mismo corte. Y esto, sin duda, ha sucedido en la historia del Derecho internacional, que brilla por los tópicos que, de generación en generación, se han ido pasando de tratado a tratado, de manual a manual, sin posibilidad de revisión, de contraste, de enriquecimiento.
Me adhiero, sin embargo, plenamente a la feliz frase con la que Jean Monnet (1888-1979) cierra sus interesantes memorias, huyendo de toda suerte de anquilosamiento y vana nostalgia, y enfatizando la necesidad de reconocer que lo que en un momento histórico fue un instrumento útil, como las naciones soberanas, puede dejar de serlo en otro: “les nations souveraines du passé ne sont plus le cadre où peuvent se résoudre les problèmes du present”4. Ha llegado la hora de la imaginación jurídica, de la creatividad, de tomar conciencia de que la Humanidad como tal tiene problemas comunes que afectan a la justicia y que, por tanto, deben ser resueltos por el Derecho. Por un Derecho que, utilizando la conocida expresión del padre de Europa, ha de unir personas, no Estados5.
Roma dio vida al Derecho de gentes; la Europa moderna e ilustrada al Derecho internacional;