Pero incluso en cuestiones ambientales no faltan quienes pretenden una impotencia del Derecho frente a los fenómenos de la naturaleza, y usan esa visión para proponer la inacción. No dejan de tener razón en un punto, pues la naturaleza está absolutamente por sobre nuestras capacidades como humanidad –para qué decir como país– para gobernarla. Salvo en sofisticados esquemas de ciencia ficción, la verdad es que la naturaleza siempre nos pasará por encima. ¿Vale la pena entonces regularla? Por supuesto que no, no podemos prohibir los huracanes o regular las sequías. Tampoco se ha escuchado nunca una voz cuerda proponiendo eso.
Lo que el Derecho, partiendo por las constituciones y pasando por tratados internacionales, leyes y todo tipo de normas, sí puede hacer es gobernar la manera en que nosotros nos relacionamos con la naturaleza, de forma que esta relación sea armónica con las otras vidas y con el sistema de interconexión entre elementos del medio ambiente que posibilita esas vidas, incluida la nuestra.
Tanto desde un paradigma antropocéntrico (que ponga a los humanos como lo único que debe protegerse) como desde uno ecocéntrico (que piense en la protección de la naturaleza como un valor en sí mismo) podemos llegar a la misma conclusión básica sobre la necesidad de gobernar nuestras acciones para proteger la vida en general. Pero esa conclusión aún no es recogida por el Derecho.
El Derecho partió desde un punto más cercano a la omnipotencia y, como usualmente pasa, estaba alimentado en la ignorancia. Según esa forma de verlo, el medio ambiente era una colección de recursos que se encontraban dispersos por la Tierra, esperando a que fuéramos a recogerlos y utilizarlos en nuestro beneficio. Era una colección relativamente infinita y por lo tanto no era su mantención lo que debía preocuparnos, sino cuestiones como su repartición, las maneras en que los explotamos y cómo solucionar conflictos entre usuarios.
Nos dimos cuenta de que aquellos elementos que sirven a nuestra vida eran limitados recién cuando empezamos a acelerar definitivamente su destrucción, e incluso a convertir recursos que eran calificados como “renovables” en elementos escasos. Más tarde aún, nos hemos ido dando cuenta de la conexión que existe entre todos esos elementos para crear la intrincada red que permite la vida en la Tierra. Como dice Sara Larraín, “la ecología como ciencia permitió superar la fragmentación y separación de las cosas y reconectar sistémicamente los elementos que componen la naturaleza”9, pasando luego por un proceso lento en que esta idea fue infiltrando la filosofía que se intensifica hacia la segunda mitad del siglo XX.
Para cuando el Derecho empezó a tomar dicha conexión en consideración, los recursos estaban repartidos, y nos encontrábamos convencidos como humanidad de que la forma de mejorar nuestra existencia era mediante su explotación intensiva.
Así las cosas, el Derecho estaba construido desde estos paradigmas. En lo que respecta a la ignorancia, el Derecho sigue ignorando cómo solucionar el problema, pues se mueve en torno a una dicotomía entre sujetos y objetos, y carece de herramientas afinadas para dar cabida a un sistema interconectado como es el medio ambiente. Ha intentado convertirlo en un objeto y también en un sujeto, pero el hecho de que el medio ambiente contenga todos los sujetos y todos los objetos hace especialmente compleja esa intención, pues permanentemente chocan los estatutos jurídicos de uno y otro orden.
Además, una buena parte de los elementos del medio ambiente, a los que hemos calificado de recursos naturales, están regulados como si constituyeran unidades desconectadas de la matriz completa. El agua posee su propia regulación que casi no tiene conexión con la de los bosques, a pesar de que los bosques dependen del agua y los ciclos del agua dependen en parte de los bosques. Los animales salvajes tienen otra y que es distinta de la regulación de la pesca, a pesar de que los peces son animales salvajes, y ambas son diferentes respecto de la caza de mamíferos marinos, aunque esos mamíferos se alimentan de los mismos peces; y los peces requieren de los nutrientes que son arrastrados por los ríos hasta el mar, nutrientes que provienen de los suelos en los cuales hay bosques antiguos, que son a su vez los que capturan los gases del aire, producen el oxígeno y permiten en los suelos la vida de los microorganismos y la existencia de nutrientes, que luego serán arrastrados por la lluvia hacia los ríos para llegar al mar. El problema es que esa lluvia tampoco se producirá si no hay un bosque que concentre la humedad y la evapore.
La regulación de estos recursos naturales tiene un problema basal, entonces, que es haber ignorado esa interconexión y pretender erigirse principalmente sobre la distribución de propiedad y la posibilidad de explotación. Luego de cientos de años de una regulación como esta, recién en los últimos 40 años el derecho occidental ha comenzado a incorporar provisiones que apuntan hacia, al menos, la sustentabilidad. Pero la mayoría de esas provisiones han sido estériles y el ritmo de destrucción de la naturaleza se ha acelerado en este mismo período.
Esto tiene que ver en parte con que el Derecho, al igual que la naturaleza, también es un sistema interconectado, pero es una red de normas e instituciones. Cambiar una norma puede ser muy importante, pero si el sistema no la reconoce como propia, tiende a rechazarla. Es el trabajo de miles de personas, funcionarios, abogados, movimientos, organizaciones, científicos y comunidades el que ha ido empujando al sistema jurídico a intentar comprender la lógica de esos pequeños cambios; intentando hacer ver a jueces y operadores del Derecho la importancia crucial de reformar la relación con el medio ambiente.
Esto, sin embargo, encuentra resistencias fundamentales. Ya sea resistencias ideológicas, basadas en el imaginario de que lo colectivo o el leguaje de derechos es propio de un sector político, ya sea resistencias basadas en intereses personales de corto plazo. El asunto es que todos quienes empujan por la incorporación de lógicas mínimas de protección ambiental se encuentran con resistencias más o menos organizadas, y que muchas veces tienen argumentos jurídicos atendibles. Suelen tener, además, el poder económico y político que les permite amplificar esas visiones, que además están ancladas en paradigmas de desarrollo propios del siglo XX, siendo por ello muy atractivas para un número importante de personas.
El Derecho, como artefacto social, tampoco incorpora la idea de que nuestras sociedades y todos quienes habitamos en este planeta somos a la vez parte de la naturaleza, siendo absolutamente dependientes de ella. Sigue sin hacerlo, y quizás es posible que la pandemia del Covid-19 nos dé un baño de humildad, pero eso está por verse y no se ve que vaya a suceder tan simplemente. El avance de las vacunas, una gran noticia, alimenta además la sensación de que los humanos podemos tener una especie de control sobre lo que sucede.
Tendremos las mismas agotadoras discusiones que han sido necesarias para hacer frente a la crisis climática y ecológica, alimentadas ahora por nuevos argumentos, pero con el mismo rechazo por los poderes económicos y las visiones individualistas que se autoproclaman como nacionalistas.
Pero será esa deliberación pública la que alimente nuestra discusión por transformar al derecho y dotarlo de comprensiones que estén en mayor armonía con el lugar que habitamos y las vidas que nos acompañan. No se trata de que el Derecho reconozca una dimensión espacial, sino que la integre. Una vez que nos damos cuenta de que la interconexión entre todos los elementos de la naturaleza es la que permite la vida, y que nuestra manera de relacionarnos con esos elementos está provocando que esa posibilidad de albergar vida se vea mermada, el único camino razonable es cambiar el Derecho y cambiar, con ello, la forma en que la sociedad y las personas se relacionan con la naturaleza, de manera de proteger la vida.
5. Una Constitución Ecológica
Cuando hablo de una Constitución Ecológica, me refiero a una que ponga a la protección del medio ambiente en el centro de las preocupaciones de la sociedad, tendiendo a una armonización entre las actividades sociales y la naturaleza.
Esto