C. Innatismo: se trata de intuiciones y emociones innatas, transmitidas genéticamente, aunque luego pueden ser moldeadas culturalmente: nacemos con valores, creencias o principios morales independientes en su origen del aprendizaje, de manera que la moral no es enteramente un producto cultural.
D. Evolucionismo: las intuiciones morales se ven como mecanismos que la evolución ha seleccionado porque aseguran la supervivencia de la especie. Uno de lo principios que estaría detrás de estas intuiciones, según muchos neuroéticos, sería el altruismo, la cooperación o el principio de beneficencia. Pues bien, en opinión de autores como Michel Ruse, el “altruismo biológico” (la necesidad de cooperación) es tan esencial para los seres humanos que “la naturaleza nos ha llenado de ideas sobre la necesidad de cooperar”:
Pensamos que debemos ayudar, que tenemos obligaciones para con los demás, porque tener estas ideas va en nuestro interés biológico. Pero desde una perspectiva evolutiva estas ideas existen sencillamente porque aquellos de nuestros antepasados que las tuvieron sobrevivieron y se reprodujeron mejor que los que no. En otras palabras, el altruismo es una adaptación humana, igual que lo son nuestras manos y ojos y dientes y brazos y pies. Somos morales porque nuestros genes, modelados por la selección natural, nos llenan de ideas sobre la conveniencia de serlo (RUSE, 2004).
E. Normativismo: ¿es posible construir una ética basada en el funcionamiento de nuestro cerebro? Esto es lo que parecen pensar algunos filósofos y neuroéticos. Patricia Churchland, por ejemplo, critica la idea de que la ciencia no puede decirnos cómo debemos vivir y afirma que, al igual que la salud “es un ámbito en el que la ciencia puede enseñarnos, y ya lo ha hecho, gran parte de lo que deberíamos hacer”, también en “el ámbito de la conducta social […] podemos aprender mucho de la observación común y de la ciencia acerca de las condiciones que favorecen la armonía y la estabilidad social, así como la calidad de vida individual” (CHURCHLAND, 2012). También Gazzaniga propone la construcción de una ética universal basada en el funcionamiento del cerebro (GAZZANIGA, 2015). La idea, tal como la expresa (críticamente) Adela Cortina, sería que “entre el mundo del ser natural y el del deber ser (los códigos morales) existiría un lazo adaptativo que prescribiría establecer como normas éticas aquellas conductas capaces de favorecer la supervivencia” (CORTINA, 2010: 137).
3.2. Cada una de las anteriores afirmaciones, sin embargo, debe verse como una hipótesis, no como una tesis bien establecida, ya que a cada una de ellas se le pueden oponer importantes objeciones aún no respondidas.
La primera tesis, de acuerdo con la cual los juicios morales dependen más de la intuición que de la razón, parece establecer una oposición intuición/razón demasiado radical, esto es, parece estar presuponiendo que una excluye a la otra. Sin embargo, como Bunge ha puesto de manifiesto (BUNGE, 2013: cap. III.1), la idea de “intuición” engloba muchos fenómenos distintos (modos de percepción, formas de imaginación, inferencias rápidas, a saltos o incompletas, capacidad de síntesis, capacidad de evaluación de una situación y de elección de las mejores alternativas...) y varias de esas formas de intuición no pueden verse como opuestas o excluyentes de la razón: la inferencia rápida o incompleta es un razonamiento embrionario o primitivo y la “aprehensión sinóptica –como señala Bunge– no es un sustituto del análisis, sino un premio al análisis esmerado” (BUNGE, 2013: cap. III.1). Pero, además, los diferentes tipos de intuición –incluso aquellos que no pueden verse en sentido estricto como razonamientos, ni siquiera incompletos– vienen favorecidos especialmente por el ejercicio continuado del razonamiento, del análisis sobre un problema, de la experiencia en una actividad o de la dedicación al estudio de una disciplina. También podría verse la intuición, como ha propuesto Peter Gärdenfors (GÄRDENFORS, 2005), como un tipo de conocimiento implícito y especialmente difícil de explicitar, por no estar estructurado lingüísticamente. En definitiva, de acuerdo con este argumento la contraposición entre intuición y razón sería falsa; la intuición solo se contrapone al razonamiento explícito o proposicional. Las intuiciones a las que se refiere la neuroética podrían ser de este tipo, y la dificultad de dar razones que las justifiquen podría derivarse de la dificultad de acceder a ese conocimiento implícito y no proposicional, pero no de la ausencia de tales razones en la mente del sujeto.
Por lo que respecta a la relación entre el juicio moral y las emociones, también se presentan algunas dificultades. El argumento que está detrás de esta vinculación es el siguiente: por una parte, las imágenes cerebrales demuestran que cuando razonamos moralmente se activan intensamente zonas del cerebro relacionadas con la emoción; por otra, los tests psicológicos demuestran que en la mayoría de los casos resolvemos los dilemas morales de manera intuitiva. Ambas cosas deben estar relacionadas: las intuiciones, por tanto, surgen de las emociones, de la actividad de las zonas afectivas del cerebro. Pero esta manera de reconstruir las decisiones morales plantea, en mi opinión, varios problemas:
a) En primer lugar, la evidencia que tenemos del papel de las emociones en la toma de decisiones es, en realidad, indirecta. Lo que los neurocientíficos pueden comprobar es que cuando nos enfrentamos a un dilema moral las zonas del cerebro relacionadas con las emociones se activan de una manera especialmente acusada. Pero esto no permite inferir que las emociones generan el juicio moral. Podría ser que fuera el juicio moral el que genera la emoción: por ejemplo, darse cuenta, tras un análisis, de lo injusto de una situación puede generar indignación; o, en un dilema moral, ser consciente de que cualquier solución causará un daño puede provocar pesar. De acuerdo con Aristóteles las emociones se relacionan con las creencias en una doble dirección: por un lado, muchas emociones son generadas por creencias; por otro, muchas emociones generan o modifican nuestras creencias (GONZÁLEZ LAGIER, 2009: 26 y ss.). La neuroética parece estar viendo solo esta segunda conexión. Además, parece haber evidencia de que las emociones se relacionan más con la motivación de la acción moral que con el juicio moral (parece que los individuos psicópatas, a pesar de sus déficits emocionales, tienen intuiciones morales semejantes a los individuos “normales”, pero no se ven motivados por ellas).
b) En segundo lugar, la noción de emoción como “marcador somático” las convierte en “impulsos ciegos”, meras sensaciones que carecen de contenido proposicional, por lo que solo es posible dar una explicación causal de su relación con los juicios morales (y no una explicación teleológica o basada en razones). Esta manera de entender las emociones y su relación con la moral se aleja de las concepciones de la emoción más extendidas hoy en día entre los filósofos y muchos psicólogos. Para estas concepciones (que, en buena medida, reivindican la concepción de las emociones de Aristóteles), es preciso distinguir en ellas al menos tres dimensiones distintas: 1) una dimensión cognitiva (en un sentido amplio, que incluye desde una creencia hasta una mera percepción); 2) una dimensión afectiva o puramente fenomenológica (la sensación de placer o dolor) y 3) una dimensión motivacional (una tendencia a la acción). Las teorías cognitivas de la emoción centran su atención en el primer aspecto, las teorías “somáticas” y mecanicistas de la emoción se centran en el segundo y las teorías conductistas en el tercero. Por último, las teorías no reductivistas tratan de dar cuenta de todos los aspectos de las emociones. Si se identifican las emociones con el segundo aspecto quedan muchos problemas por resolver: a) no se logra explicar la posibilidad de emociones inconscientes o sin sensación; b) no se logra explicar que las emociones puedan formar parte de explicaciones racionales (teleológicas), y no solo