(2) El segundo tipo de argumentos restringe la ley de Hume a los argumentos deductivos: se afirma que lo que la ley de Hume proscribe es derivar deductivamente un deber ser a partir del ser, pero que existen otro tipo de inferencias aceptables, como la inducción o la inferencia a la mejor explicación, por medio de las cuales sí se puede pasar de descripciones de hechos a normas (CASEBEER, 2003: 482; CHURCHLAND, 2012: cap. 1). Una manera de defender que la ley de Hume se refiere exclusivamente a inferencias deductivas consiste en entenderla como una consecuencia del principio de conservación de la lógica: en una deducción no es posible que se concluya algo que no estuviera incluido ya en las premisas. Las deducciones pueden hacer que seamos conscientes de un dato nuevo, pero este se encontraba ya en las premisas. Por ello, solo de proposiciones descriptivas no podemos deducir enunciados de deber ser. Esto ocurre con cualquier cosa. Como observa Pigden, “existe un salto similar entre las conclusiones sobre los erizos y las premisas que no hacen mención de ellos. No se pueden obtener conclusiones sobre ‘erizos’ a partir de premisas carentes de erizos (al menos no solo por la lógica)” (PIGDEN, 2004: 570). Ahora bien, a diferencia de las deducciones, las inducciones y las abducciones sí amplían nuestro conocimiento, por lo que no rige para ellas el principio de conservación. Por tanto, si la ley de Hume es solo una manifestación del principio de conservación de los argumentos deductivos, entonces tienen razón los que sostienen que esta no es aplicable a las inferencias no deductivas.
¿Pero es solo eso la ley de Hume? Probablemente, no. Puede sostenerse que entre enunciados descriptivos y enunciados normativos existen importantes diferencias –a veces se habla de un “abismo lógico” entre ellos, o entre hechos, por un lado, y normas y valores, por otro–: así, los enunciados descriptivos tienen una dirección de ajuste8 descendente (esto es, palabras-a-mundo: se pretende que las palabras se ajusten al mundo) mientras que los enunciados normativos tienen una dirección de ajuste ascendente (esto es, mundo-a-palabras: se pretende que el mundo se ajuste a las palabras). Los enunciados descriptivos son verdaderos o falsos, mientras que las normas o valores no lo son. Los enunciados que expresan deberes presuponen un punto de vista interno, en el que los términos deónticos (obligatorio, prohibido) son usados, mientras que si una descripción se refiere a una norma o a un deber, lo hace desde un punto de vista externo en el que los términos deónticos son solo mencionados. Todas estas diferencias entre descripciones y normas hacen que las primeras no puedan servir de razones, ni expresar razones, para justificar las segundas. No es solo que una justificación deductiva requiera que entre las premisas esté aquello que se quiere deducir, es que –aun cuando se admita que la inducción o la abducción puedan tener alcance justificatorio– ningún enunciado descriptivo puede, por sí solo, ser una razón que justifique un enunciado prescriptivo. Puede aportar una razón explicativa de por qué aceptamos ciertas normas o valores; puede ser también una razón explicativa o, incluso, justificatoria de otros enunciados descriptivos. Pero si se quiere concluir la justificación de una norma a partir de descripciones y por medio de argumentos no deductivos, se tiene la carga de la prueba. Y es interesante observar que los neuroéticos no lo han hecho.
3.4. Si las anteriores consideraciones son correctas, cuando se propone que debemos seguir aquellas pautas de conducta que tienen un valor adaptativo, o bien simplemente estas se recomiendan como medidas prudenciales para mantener la supervivencia de la especie humana, pero entonces no tienen carácter moral, o bien se asume que la supervivencia de la especie es un fin moralmente valioso, en cuyo caso la normatividad no viene de los hechos, sino de esta asunción valorativa. ¿Quiere decir todo lo anterior que la neurociencia no puede aportar nada relevante para la comprensión de la normatividad? Esta sería una conclusión equivocada. Todo razonamiento práctico-normativo (esto es, si no se trata de necesidades prácticas o deberes técnicos) tiene una premisa normativa y una premisa fáctica. La neurociencia puede contribuir al establecimiento de esta premisa fáctica y, más aún, si asumimos el principio “debe implica puede”, puede establecer límites a las normas que tiene sentido establecer: esto es, la neuroética podría ayudarnos a entender cuál es el espacio de la moralidad. Pero no puede justificar por sí sola las respuestas a los problemas éticos.
4. ALGUNOS PROBLEMAS DE LA NATURALIZACIÓN DE LA MENTE
4.1. El intento de naturalizar la mente plantea también importantes objeciones filosóficas. Aquí me referiré a dos de ellas, que podemos llamar la “objeción eliminacionista” y la “objeción de la prioridad epistémica” de lo mental sobre lo neuronal” (señalada por G. H. von Wright).
De acuerdo con el primer argumento, las propuestas más radicales de naturalización de la mente basadas en las aportaciones de la neurociencia identifican dos fenómenos que, en realidad, son distintos: la mente y el cerebro. Por ejemplo, para los defensores de la tesis de la identidad entre estados mentales y estados cerebrales todos los conceptos mentales pueden (o podrán) ser traducidos al lenguaje de los estados cerebrales sin ninguna pérdida significativa y, por tanto, la psicología puede traducirse por completo al lenguaje de la neurociencia. A lo sumo, el reductivismo acepta que puede ser útil que sigamos hablando de deseos, creencias, etc. y mantengamos una “psicología popular” (el eliminacionismo ni siquiera admite esto), pero solo como un lenguaje no científico y siendo conscientes de que hace referencia a entidades inexistentes (MOYA, 2006; CHURCHLAND, 1999).
Muchos autores han señalado que esta es una postura excesivamente radical9. Los estados mentales tienen ciertos rasgos (en lo que sigue me referiré a ellos como “las propiedades de lo mental”) que parecen encajar mal en una concepción materialista y naturalizada del ser humano. En primer lugar, nuestros estados mentales nos son accesibles a nosotros mismos, por introspección, de una manera directa, al margen de la evidencia empírica y de inferencias a partir de ella (es el rasgo de la conciencia). En segundo lugar, y relacionado con lo anterior, hay cierta diferencia cualitativa en la manera como emergen en mi conciencia los dolores, deseos o preocupaciones, o en la manera como experimento escuchar un concierto de Bach o el sabor de un trozo de chocolate. Puede decirse, entonces, que estos estados mentales se corresponden con diferentes sensaciones internas, que los filósofos –en analogía con el término quanto usado en física– llaman qualia. En tercer lugar, muchos estados mentales (las creencias, las intenciones, etc.) poseen un contenido, un significado, versan sobre otros hechos (es el rasgo de la “intencionalidad” o “contenido mental”). En cuarto lugar, los estados mentales se relacionan con nuestra conducta externa, pareciendo tener eficacia causal sobre ella, pero no en virtud de su dimensión física, sino de su contenido representacional (es el fenómeno de la causación mental). Consciencia, carácter cualitativo, contenido representacional y eficacia causal son cuatro características de la mente que no es evidente que puedan explicarse por referencia exclusiva a procesos físico-químicos y leyes empíricas. Supongamos que la mente se identifica con el cerebro y que los estados mentales son conexiones eléctricas, físicas o químicas entre neuronas: ¿cómo es posible que algo material, físico, nos resulte accesible sin observación externa y posea un contenido semántico?10. Y si la mente no forma parte del mundo físico, ¿cómo puede interactuar causalmente con él?
La alternativa parece ser, entonces, mantener el dualismo cartesiano mente-cerebro o asumir el materialismo reductivista, con lo que habría que llevar los estados mentales al terreno de la normatividad: se verían como ficciones normativas que deben presumirse en ciertas circunstancias, sin importar su correspondencia con estados subjetivos de los agentes, pues tales estados en realidad no existen como entidades mentales. Sin embargo, hay una salida a este dilema, porque el materialismo no tiene por qué ser eliminacionista o reductivista. Un tipo de materialismo no reductivista es el emergentismo de autores como John Searle o Mario Bunge (BUNGE, 2002).
El emergentismo es una postura materialista que identifica los estados mentales con propiedades emergentes o sistémicas, es decir, propiedades que surgen a partir de cierto grado de complejidad